Todo empezó una mañana de febrero, llegando a Bergen a bordo de un buque de Hurtigruten. Según se acercaba a los muelles de Nøstebukten, el Finnmarken se cruzó con el Bergensfjord, un gran ferry pintado en un llamativo color rojo. Intrigado, esa misma noche comencé a hacer alguna averiguación. Resultó que el Bergensfjord y su buque gemelo, el Stavangerfjord, pasan todo el año realizando la ruta entre Bergen, Stavanger y Hirtshals. Indagando sobre Hirtshals, en el extremo septentrional de Dinamarca, descubrí que había otra ruta de ferry, todavía más interesante, cubriendo el itinerario entre ésta, Tórshavn, en las Islas Feroe, y Seyðisfjörður, en el este de Islandia. Además, ambas rutas compartían terminal en el puerto de Hirtshals. A pesar de tener que dar un rodeo hacia el sur, era posible ir en barco desde Noruega hasta Islandia. Ya tenía viaje para el siguiente invierno.

Nieva en el Parque Frogner

Nieva en el Parque Frogner.

Pero la suma de las dos travesías cubría solo cinco noches. Me sabía a poco. Tras considerar varias alternativas, acabé planificando un itinerario de dos semanas entre Oslo y Reikiavik. En pleno invierno y utilizando el avión exclusivamente para ir y volver a Madrid. De Oslo a Bergen, en tren. De Bergen a Hirtshals y de allí a Seyðisfjörður, en barco. Finalmente, de Seyðisfjörður a Reikiavik, por carretera. Era un viaje complicado e incierto, sobre todo en su tramo final. La propia web de Smyril Line no garantiza que el barco pueda completar el trayecto entre Tórshavn y Seyðisfjörður durante los meses de invierno. Época en la que también son relativamente frecuentes los cortes en las carreteras de Islandia. Lejos de desanimarme, la incertidumbre y los posibles problemas acrecentaron mi interés por el recorrido.

Tórshavn, capital de las Islas Feroe

Tórshavn, capital de las Islas Feroe.

Finalmente, el itinerario fue el siguiente:

  • 4 de febrero: vuelo Madrid – Oslo. Directamente a dormir al hotel.
  • 5 de febrero: día de invierno en Oslo. Las principales visitas del día fueron dos museos: el Museo del Fram y el Museo de Barcos Vikingos. El tiempo restante lo emplee en el Parque Frogner y en recorrer las nevadas calles de la ciudad.
  • 6 de febrero: pasé buena parte del día en el famoso Bergensbanen, entre Oslo y Bergen. Cuando llegué a Bergen, todavía tuve tiempo de dar un paseo al atardecer por una ciudad que encontré más hermosa que nunca.
  • 7 de febrero: aproveché las cuatro horas escasas que tenía antes de embarcar dando un paseo hasta Skuteviken, uno de los antiguos barrios marineros de Bergen. El resto del día lo pasé a bordo del Bergensfjord, navegando entre Bergen y Stavanger.
  • 8 de febrero: mi plan inicial era recorrer el Lysefjord hasta los pies del Preikestolen, pero al final no pudo ser. Pasé buena parte del día en Stavanger, paseando por la ciudad y visitando cuatro de sus museos, entre los que destacaron el Museo Noruego del Enlatado y el Museo Noruego del Petróleo. Por la tarde, embarqué en el Stavangerfjord rumbo a Hirtshals.
  • 9 de febrero: tras pasar la noche navegando entre Stavanger y Hirtshals, llegué a este último puerto coincidiendo con el amanecer. No encontré donde dejar mi equipaje para dar un breve paseo por la ciudad, por lo que estuve las siguientes cuatro horas esperando en la terminal. Finalmente, a mediodía pude embarcar en el Norröna, que zarpó con retraso, cuatro horas y media más tarde, rumbo a las Feroe.
  • 10 de febrero: día de navegación por el Mar del Norte, que acabó siendo bastante más interesante de lo que a priori esperaba. Comenzó con un temporal, seguido por una interesante travesía entre plataformas petrolíferas.
  • 11 de febrero: escala en Tórshavn donde, entre otras visitas, recorrí Tinganes, su barrio más antiguo. A primera hora de la tarde el Norröna zarpó rumbo a Seyðisfjörður, haciendo una preciosa singladura a través de las Islas Feroe.
  • 12 de febrero: llegué a Islandia en pleno amanecer invernal. Tras navegar por el fiordo de Seyðisfjörður y desembarcar, aproveché lo que quedaba del día para dar un largo y tranquilo paseo por Seyðisfjörður.
  • 13 de febrero: hice un breve trayecto en autobús hasta la cercana Egilsstaðir, donde recogí un coche de alquiler. Pasé el resto del día recorriendo los Fiordos del Este en medio del imprevisible clima de Islandia.
  • 14 de febrero: recorriendo el sureste de la isla, entre Djúpivogur y Hnappavellir. Entre las numerosas paradas que hice, las más interesantes fueron la playa negra de Lækjavik, el impresionante entorno de Stokksnes y Jökulsárlón, con sus famosas Glacier Lagoon y Diamond Beach.
  • 15 de febrero: en el sur de Islandia, entre Hnappavellir y Hvolsvöllur. Durante la mañana, estuve en Skaftafell, donde visité el frente glaciar del Skaftafellsjökull, la cascada negra de Svartifoss y el mirador de Sjónarnípa. Me entretuve más de la cuenta y acabé llegando a la playa de Reynisfjara al atardecer.
  • 16 de febrero: tras visitar las cascadas de Skógafoss y Seljalandsfoss, abandoné la Ring Road para recorrer el Círculo Dorado. Tan solo tuve tiempo de visitar sus tres lugares más emblemáticos: Gullfoss, Haukadalur y Þingvellir. Ya los conocía, pero revisitarlos en invierno, bajo la nieve, fue como recorrer otros lugares completamente distintos.
  • 17 de febrero: pasé el día recorriendo la península de Reykjanes, en el extremo suroeste de Islandia. De las numerosas paradas, destacaron las que hice en Brimketill, Reykjanestá y el área geotermal de Gunnuhver.
  • 18 de febrero: excursión hasta la península de Snæfellsnes, al norte de Reikiavik. Mi primera parada fue en Kirkjufell, la montaña más fotografiada de Islandia. Entre otros lugares, visité la playa de Djúpalónssandur y la extraña costa de Arnarstapi.
  • 19 de febrero: tras devolver el coche en el aeropuerto de Keflavík, subí al avión de regreso a Madrid.

Øvre Strandgate, en Gamle Stavanger

Øvre Strandgate, en Gamle Stavanger.

El viaje fue mucho menos complicado de lo que esperaba. Contra todo pronóstico, el único inconveniente serio lo tuve en Stavanger, donde se averió el barco que me llevaba al Lysefjord. También fue atípica la travesía en el Norröna, ya que tan solo hubo mala mar durante la primera noche, entre Dinamarca y los campos de petróleo del Mar del Norte. En cambio, la travesía de Tórshavn a Seyðisfjörður, a priori la más complicada, acabó siendo relativamente tranquila. En Islandia, tampoco encontré demasiados problemas con las carreteras. Por supuesto, tuve que atravesar numerosos kilómetros con nieve o hielo, en alguna ocasión a la zaga de una máquina quitanieves. Pero tan solo en las pistas que conducen a los acantilados de Krisuvikurbergal, en el sur de Reykjanes, o al faro de Öndverðarnes, en el extremo noroeste de Snæfellsnes, fui incapaz de llegar al destino.

Sveinstekksfoss en invierno

Sveinstekksfoss en invierno.

También fue mucho más interesante. Ya conocía Noruega en invierno, por lo que, más o menos, sabía lo que iba a encontrar. Pero Islandia me dejó literalmente sin palabras. Solo había estado en la isla durante el verano. Me había parecido un país tan bello como asombroso, al que tenía ganas de regresar. En invierno me dejó sensaciones difíciles de describir. Es cierto que, en algunos lugares, la nieve oculta algunas de sus características peculiares, como las cambiantes tonalidades del terreno, algunas formaciones de lava o los campos cubiertos de musgo. Además, es casi imposible visitar sus fascinantes Tierras Altas y los días son relativamente cortos. A cambio, se gana el contraste entre sus oscuras piedras volcánicas y el manto blanco que las cubre. Y las playas negras, reducidas a una estrecha franja entre la nieve y la espuma del oleaje. Y los fenómenos geotermales, más extraños todavía en un entorno gélido. Y las cascadas, donde el hielo y el agua se mezclan para crear formas imposibles. Y la sutil luz de los largos amaneceres y los igualmente prolongados atardeceres. La lista sería interminable. Hasta el mero hecho de conducir, a menudo recorriendo una estrecha y zigzagueante banda negra en medio de un paisaje blanco, tan impresionante como inmaculado, es todavía más agradable que en verano. Tan solo me fallaron las auroras boreales. En eso, no tuve suerte.