El MS Norröna zarpó de Hirtshals a las 16:30 de la tarde, con hora y media de retraso sobre el horario previsto. En las ocho horas largas que llevaba en puerto, el día había ido mejorando lentamente, para luego volver a empeorar. Mientras cruzábamos la bocana del puerto, una débil llovizna empapaba las cubiertas del Norröna y las calles de la pequeña ciudad. Aunque faltaba poco más de media hora para la puesta de sol, una luz mortecina y gris dominaba el ambiente. La salida del puerto no tuvo la belleza de la llegada al alba, coincidiendo con la «hora azul».
En unos minutos, tanto el faro de Hirtshals como los búnkers que lo rodean, vestigios de la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial, se difuminaron en la bruma del horizonte. Sin nada interesante que ver en el exterior, me dirigí a los salones interiores del buque, con la intención de relajarme. Tenía por delante un día y medio de navegación atravesando el Mar del Norte. Los días en el mar siempre han ejercido un extraño efecto sobre mi humor, sumiéndome en un estado contemplativo. Una experiencia que llevaba más de año y medio sin disfrutar y que esperaba con cierta avidez. Después de cenar, me fui al camarote, sin dar demasiada importancia a la ola que nos había golpeado unos minutos antes, mientras compraba una botella de agua en la tienda del barco, haciendo vibrar todas sus estanterías y arrancando un grito de sorpresa a los escasos clientes.
Al día siguiente, sobre las seis y media, me despertó el movimiento del barco. Navegábamos aproximadamente a 57 grados de latitud norte, en medio de un intenso temporal. El Norröna crujía con cada golpe de mar. Intenté volverme a dormir, pero era imposible. Al final, opté por encender el televisor y sintonizar el canal que mostraba la vista de proa. A pesar de la escasa luz, podía ver el agitado mar y las olas que, al romper contra el Norröna, saltaban por encima de su proa, llegando en ocasiones hasta la cámara, que debía estar situada sobre el puente de mando. Tras pasar un rato hipnotizado frente al televisor, reaccioné y decidí salir al mundo real. ¿Qué sentido tenía ver la tormenta en una pantalla, cuando podía vivirla en primera persona?
El viento venía del oeste. En consecuencia, el acceso a la sección de proa de la cubierta de babor estaba cerrado. Contaba con ello. Por contra, era posible acceder, en el mismo costado, a una pequeña zona acristalada, que solían utilizar los fumadores. Desde ésta, pude salir a la sección de popa de la misma cubierta. El espectáculo era impresionante. El barco cabeceaba continuamente, mientras las olas rompían contra su proa. De vez en cuando, el movimiento descendente de ésta coincidía con la onda ascendente de una ola y el barco golpeaba bruscamente contra un muro de agua. Entonces, todo el Norröna crujía y se agitaba, mientras la espuma saltaba por encima del puente de mando, empapando la cubierta 8, en la que me encontraba. Todo en medio de un sobrecogedor viento, que silbaba entre la estructura metálica del barco.
Por contra, la cubierta de estribor, a sotavento, presentaba un aspecto mucho más tranquilo. Desde la altura, la olas no parecían tan imponentes y, hacia popa, el sol naciente intentaba traspasar las nubes, tiñéndolas con engañosos tonos cálidos. Pero el incesante movimiento del barco hacía imposible ignorar el temporal. Mirando hacia popa, el horizonte parecía subir y bajar continuamente, mientras el rebufo del viento contra el casco del barco levantaba un torbellino de espuma junto a la aleta de estribor.
Pasé más de una hora disfrutando del embravecido mar, hasta que el hambre pudo conmigo. Bajé a desayunar a The Dinner, tres cubiertas más abajo. Como era de esperar, al descender a la cubierta 5 el cabeceo era algo menos intenso, aunque el Norröna seguía crujiendo con cada golpe de mar. Encontré el restaurante prácticamente vacío, al igual que el resto del barco. Cuando regresé a cubierta, el temporal estaba amainando. Me llamó la atención la rapidez con la que mejoraba el día. Aunque, de vez en cuando, los flecos de la tempestad nos alcanzaban en forma de breves pero intensos chubascos, en los que caían unas gotas tan gruesas como gélidas.
Mientras el sol intentaba salir entre nubes cada vez menos densas, comenzamos a atravesar la zona de yacimientos petrolíferos del Mar del Norte. Las primeras plataformas que pude ver fueron las del campo Johan Sverdrup, difuminadas entre la bruma. El enorme complejo, formado por varias estructuras, estaba inconcluso. Era posible distinguir las bases de un par de plataformas aún en construcción. Cuando esté terminado, se espera que el yacimiento aporte el 0,5% de la producción global de crudo.
Pasamos mucho más cerca de la plataforma Edvard Grieg. Lo suficiente como para poder distinguir perfectamente sus detalles y su enorme escala. Me parecieron especialmente llamativas sus lanchas de evacuación, situadas a considerable altura sobre el mar. Verse en la obligación de utilizarlas para abandonar la plataforma debe ser una experiencia inolvidable. El Norröna siguió navegando durante otra hora por aguas noruegas, cruzándose de vez en cuando con buques de apoyo. El mar estaba salpicado de colosales estructuras. Algunas, tan lejanas que solo se adivinaba su parte superior, más allá del horizonte.
Sobre las doce y media entramos en aguas británicas. La primera plataforma que nos encontramos fue la Harding. El contraste con las impolutas estructuras noruegas era evidente. La Harding parecía un montón de chatarra al borde del colapso. En cualquier caso, era tanto una buena muestra de la evolución de las plataformas en apenas un cuarto de siglo como un recordatorio de la agresividad del entorno en el que operan. La Harding no estaba sola. En sus inmediaciones había varias estructuras, generalmente más modernas. Como la Scarabeo 8, una plataforma perforadora que trabajaba en aguas noruegas, apenas unas millas más allá. También era posible ver numerosos buques auxiliares, entre los que me llamó la atención el Gryphon A, destinado al almacenamiento y procesamiento de crudo. Posteriormente, descubrí que había sido construido en 1993 en los astilleros de Navantia, en El Ferrol.
Media hora más tarde navegábamos cerca de la West Phoenix que, pese a ser propiedad de la noruega Equinor, estaba buscando petróleo en el campo Verbier, en aguas británicas. Infructuosamente, como se averiguó tan solo un par de meses más tarde. En cualquier caso, desde el costado de estribor del Norröna se divisaban numerosos buques y estructuras relacionados con la extracción de gas y petróleo. La estampa trasmitía una sensación de frenética actividad.
Entretenido con el espectáculo, no me había dado cuenta del paso del tiempo. Se acercaban las dos de la tarde. Si quería comer, tenía que darme prisa. En cualquier caso, estábamos a punto de salir de los campos de petróleo, por lo que me encaminé al Simmer Dim, a priori el mejor restaurante del Norröna, especializado en cocina de las Feroe. Pero era temporada baja, por lo que los cocineros debían estar de vacaciones. La carta se reducía a una corta variedad de hamburguesas. Acabé eligiendo una, acompañada por una contundente salsa, que comí tranquilamente mientras contemplaba el mar desde la ventana de un restaurante en el que era el único cliente.
Cuando regresé a cubierta, únicamente se veía una lejana plataforma, difuminada por la bruma, que no logré identificar. Algo más tarde, nos cruzamos con un buque de apoyo. Y después, el mar vacío. Salimos de los campos de petróleo tan bruscamente como habíamos entrado. Aproveché para recuperar fuerzas, con la única preocupación de averiguar si llegaríamos al faro de Muckle Flugga, el más septentrional del Reino Unido, a tiempo de verlo a la luz del día. Había navegado en sus proximidades durante mi anterior viaje a Islandia, pero ahora íbamos a pasar bastante más cerca, rodeándolo mientras el Norröna viraba buscando el rumbo a Tórshavn. Antes de las cinco, el barco navegaba aproximadamente 18 millas al este de Out Skerries, otro de los faros construidos por la familia Stevenson que había podido ver en la distancia durante la travesía en julio de 2017. Estábamos tan cerca de la costa que, unos minutos después, mi teléfono conectó con una red celular británica. Pero era demasiado tarde. Cuando pasamos frente a Muckle Flugga, sobre las siete y media, hacía más de una hora que había caído la noche. Lo único que pude ver, bajo una brillante luna, fue la tenue silueta de la isla y el par de haces de luz que salía del faro.
A la mañana siguiente, me levanté a las seis y media. Quería ver la entrada a puerto. El Norröna navegaba frente a Argir, entre la isla de Streymoy, la mayor de las Feroe, y la pequeña isla de Nólsoy. Aún era noche cerrada. Desde la proa se veían las luces de Tórshavn, a las que nos acercábamos lentamente. Contemplando la serenidad de la escena, no pude evitar recordar cuan distinto había sido mi despertar del día anterior. Unos minutos después, entrábamos en el puerto. La ciudad, con sus calles parcialmente cubiertas por un fino manto blanco, apenas comenzaba a desperezarse. Buena parte del escaso movimiento de personas y vehículos parecía deberse a nuestra inminente llegada. Tres minutos pasadas las siete, la rampa del Norröna se asentaba sobre el muelle de Tórshavn. Tan solo un minuto más tarde, el primer camión abandonaba el ferry. Al final, solo habíamos recuperado parte del retraso a la hora de zarpar. Tenía por delante siete horas para recorrer la ciudad.
En inglés, la web de Smyril Line está en https://en.smyrilline.fo/.
Se puede consultar la página del puerto de Hirtshals en https://www.portofhirtshals.com.
La web del puerto de Tórshavn está en https://www.portoftorshavn.com/.
El blog 2slowspeeds describe el mismo itinerario en verano: https://2slowspeeds.com/2019/07/11/ferry-to-the-feroes/.