Casi todos los visitantes de Islandia han estado en la península de Reykjanes. Generalmente dos veces, en su primer y su último día, pues cerca de su extremo noroccidental se ubica Keflavík, el aeropuerto internacional de Reikiavik. Pero pocos la conocen. Quizá con la única excepción de la Laguna Azul, Reykjanes queda eclipsada por el Círculo Dorado y la costa meridional, donde se ubican los lugares más renombrados de la isla. A pesar de su proximidad a la capital, sigue siendo un lugar relativamente tranquilo, que todavía no ha alcanzado los niveles de presión turística de otras partes de Islandia.

Tras llegar al hotel en Hveragerði, prácticamente había cumplido los objetivos de mi viaje invernal por Islandia. Tan solo me quedaba por completar un breve trayecto hasta Reikiavik. Por contra, tenía un par de días por delante, antes de tomar el vuelo de regreso. Días que había dejado de margen, por si se complicaban las cosas durante mi itinerario por el sur de la isla, entre Seyðisfjörður y Reikiavik. Sin un plan concreto, la tarde anterior improvisé un par de itinerarios. El primero, cogiendo el ferry que, en invierno, lleva desde el puerto de Herjólfur hasta las islas Vestman. El segundo, recorriendo la costa de Reykjanes.

Estado de las carreteras en el suroeste de Islandia

Estado de las carreteras en el suroeste de Islandia.

Comprobando el estado de las carreteras mientras desayunaba, descubrí que la intensa nevada, que comenzó a finales de la tarde anterior, había seguido durante buena parte de la noche, complicando bastante el tráfico. Incluso la nacional 1, la célebre Ring Road, estaba cortada al oeste de Hveragerði, obligando a dar un largo rodeo para llegar a Reikiavik. Afortunadamente, la nieve parecía haber dejado al margen casi todas las carreteras de Reykjanes. Únicamente las de su extremo más occidental parecían mostrar alguna complicación seria. Poco después de las nueve, emprendía viaje rumbo a Herjólfur, donde me encontré el servicio de ferry suspendido por el mal tiempo. Pasé al plan B.

Strandarkirkja

Strandarkirkja.

En mi nuevo plan, la primera parada era Strandarkirkja, una solitaria iglesia situada junto a la costa meridional, al final de un destartalado conjunto de casas conocido como Selvogur, o La Cala de las Focas. Era evidente que Selvogur había pasado por mejores momentos. Su antiguamente próspera comunidad de granjeros y pescadores ha ido menguando a lo largo de los siglos, hasta quedar reducida a una decena de personas. A pesar de lo cual, su pequeña iglesia presentaba un aspecto impecable. Sus orígenes se remontan al siglo XII, aunque el edificio actual es de 1888, como indica una inscripción sobre su puerta, siendo restaurado en 1996. No pude ni acercarme a curiosear, pues encontré cerrada la verja que daba acceso a la iglesia y su diminuto cementerio.

Oleaje junto a Selvogur

Oleaje junto a Selvogur.

Pero el paseo no fue en vano. Al otro lado del aparcamiento había lo que parecía un largo muro de contención, tras el cual se escuchaba un sonido bronco e incesante. Subí a indagar y me encontré un espectáculo impresionante. Más allá del muro, la monótona llanura se extendía por unos metros hacia el mar. En algunas zonas, la marea baja había dejado al descubierto un grueso manto de algas. Frente a mi, tras la costa de Herdísarvík, al otro lado de una amplia bahía, una sucesión de colinas volcánicas dominaba el horizonte hacia el oeste. Un difuso manto blanco cubría sus negras rocas volcánicas, creando curiosas texturas en sus laderas. Pero lo realmente interesante estaba en medio. Grandes olas, procedentes del suroeste, barrían incesantemente las aguas de la bahía. Sus crestas se encontraban con el viento dominante, que venía del noreste, formando hermosos penachos blancos. Más allá de la bruma, las colinas volcánicas se acercaban a la orilla, convirtiéndose en los acantilados de Krisuvikurberg. El paisaje no era tan hermoso como en otros lugares de Islandia. Pero mostraba la fuerza y la dureza de su naturaleza.

Herdísarvík

Herdísarvík.

Mi siguiente parada fue al otro lado de la bahía, junto a un pequeña ensenada protegida de la furia del mar en la costa de Herdísarvík. Al lado de sus tranquilas aguas se conserva la humilde casa en la que pasó sus últimos ocho años Einar Benediktsson, uno de los poetas más destacados de Islandia en los albores del siglo XX. Supo elegir bien. El lugar, a pesar de no tener aparentemente nada de particular, transmitía una extraña sensación de paz y soledad. Precisamente los atributos que el poeta buscaba para su lugar de retiro. La cadena de colinas protegía la casa del viento dominante, mientras que la ensenada estaba resguardada del oleaje. A pesar de encontrarme a menos de siete kilómetros de Strandarkirkja, las condiciones meteorológicas eran radicalmente distintas. Para completar la diferencia, de pronto se abrió un claro en las nubes, dejando que el sol iluminase una parte de las blancas laderas de las colinas. La nieve brillaba bajo el sol con una intensidad inusitada, contrastando vivamente con el opaco paisaje circundante. Fue un instante tan hermoso como breve. En apenas unos minutos, las nubes se cerraron y yo reanudé mi itinerario por Reykjanes.

Costa de Grindavík

Costa de Grindavík.

Mi nuevo destino eran los acantilados de Krísuvíkurberg. Para salvarlos, la carretera se alejaba de la costa, ascendiendo entre un extraño paisaje volcánico, donde la nieve era mucho más abundante. Encontré la pista que conduce a Krisuvikurberg completamente cubierta de nieve. Exploré su primer tramo andando y no me pareció prudente aventurarme en ella. Tras reemprender la ruta, la nieve me impidió parar o desviarme durante los siguientes catorce kilómetros, hasta que encontré lo que parecía ser la pista de acceso a una cantera, justo antes de que la carretera descendiese hacia el puerto de Grindavík. La ladera del volcán Festarfjall ocultaba la vista hacia el este. En cambio, hacia el oeste, podía ver varios kilómetros de costa y parte de la llanura que rodea Grindavík. En cualquier caso, el coche bloqueaba la entrada de la pista, por lo que no podía alejarme mucho. Apenas me detuve el tiempo necesario para contemplar brevemente el paisaje y hacer un par de fotografías, antes de encaminarme a Reykjanestá, en el extremo de la península.

Brimketill.

Mi siguiente parada fue fruto del azar. Atraído por el fuerte oleaje que se apreciaba desde la carretera, tomé un desvío que me condujo hasta la parada más interesante del día. Pasé una hora disfrutando del impresionante espectáculo de las olas rompiendo contra la agreste costa de Staðarberg.

Reykjanestá.

Tras avanzar unos kilómetros al oeste, me detuve en el promontorio de Reykjanestá, ubicado en el extremo sudoccidental de la península de Reykjanes y por tanto de Islandia. Uno de los lugares geológicamente más activos de la isla, en realidad el suelo de Reykjanestá es una parte emergida de la Dorsal Mesoatlántica, que atraviesa la península de este a oeste.

Gunnuhver.

Mi tercera y última parada en la zona de Reykjanestá fue en Gunnuhver, un área geotermal tan activa como cambiante. Su lugar más destacado es el impresionante volcán de lodo de veinte metros de diámetro que se ubica cerca de su centro, en lo que anteriormente era una tranquila charca geotermal. 
Antiguo faro de Garður

Antiguo faro de Garður.

Tras realizar las tres paradas más interesantes del día, me encaminé a mi siguiente destino, el faro de Garður, en la punta noroeste de la península. En realidad, en Garður hay dos faros. El más antiguo y fotogénico, situado en el extremo de la península, fue edificado en 1897. Una torre cuadrada., de apenas 12,5 metros de altura, que se levanta sobre una plataforma artificial en medio de los rompientes. Lo complicado de su mantenimiento y el avance de la erosión hicieron que, en 1944, se edificara el segundo faro, algo más hacia el interior. La nueva torre, de 28 metros de altura, es el mayor faro de Islandia. Y quizá el más importante, pues señala el extremo meridional de la amplia bahía de Faxaflói, en cuya costa, 37 kilómetros al este de Garður, está el puerto de Reikiavik.

Bahía de Faxaflói desde Garður

Bahía de Faxaflói desde Garður.

Como es habitual en la imprevisible Islandia, las condiciones meteorológicas habían vuelto a cambiar. En el mar, el faro parecía la frontera entre dos mundos. Al oeste, seguía predominando la marejada, aunque sus olas no alcanzaban la fuerza que tenían en la costa meridional de Reykjanes. Por contra, hacia el este, las aguas de la bahía presentaban un aspecto mucho más sereno. El viento también amainó, haciendo subir la sensación térmica. Incluso en el cielo comenzaron a abrirse amplios claros. Tras la desapacible e invernal mañana, la tarde parecía ser más propia de la primavera. Las manchas de nieve que se repartían irregularmente por el suelo y las blancas laderas del volcán Esja, al otro lado de la bahía, me devolvieron a la realidad.

Emprendí la última etapa del día, hasta el faro de la isla de Grótta, ya en Reikiavik. Unos metros después de la rotonda de acceso al aeropuerto de Keflavík, la carretera se convirtió en una autovía. El tráfico aumentaba, a la vez que el normalmente desolado y solitario paisaje de Islandia se iba llenando de edificios. Unos minutos después, llegué frente a un semáforo. Me sentía un tanto desconcertado. Era el primero que veía desde que, en la tarde del 8 de Febrero, había partido de Stavanger, en Noruega. Apenas habían pasado nueve días, pero me parecía una eternidad. Es curioso como, durante los viajes, cambia la percepción del tiempo. Lo que en la rutina diaria de tu lugar de residencia pasa casi en un suspiro, la ruptura con los hábitos cotidianos y la acumulación de experiencias hacen que se dilate hacia el infinito. Los días que había pasado atravesando el mar, visitando islas remotas o conduciendo por carreteras solitarias, parecían llenar toda una vida.

Península de Akranes desde Reikiavik

Península de Akranes desde Reikiavik.

Cuando llegué frente al faro, en el extremo de la península de Seltjarnarnes, el atardecer se adueñaba lentamente del cielo. A la incipiente oscuridad se unía un nuevo empeoramiento del tiempo. El viento del norte había regresado y con él un aumento del oleaje. Hacia el nordeste, a pesar de la mayor proximidad, la silueta del Esja se desdibujaba entre las nubes y la menguante luz. A su izquierda, se divisaba la península de Akranes, aunque el Akrafjall, su montaña más característica, permanecía oculta tras la neblina. No pude evitar un sentimiento de melancolía. Había llegado al final de mi periplo y, en menos de cuarenta horas, tomaría un avión de regreso a Madrid.

Faro de Grótta

Faro de Grótta.

No tenía sentido sentir nostalgia antes de tiempo, por lo que centré mi atención en el cercano faro. El primer faro de Grótta fue construido en 1897, aunque la torre actual, con 24 metros de altura, es de 1947. Ésta se ubica en un islote, unido al resto de Islandia por un istmo, tan solo transitable durante las seis horas más próximas a la bajamar. Un cartel pegado en un poste cercano informaba de las horas durante las que, a lo largo del mes en curso, era posible acceder a Grótta. Había llegado con cinco horas de retraso. La única parte emergida del istmo era una escollera de oscuras rocas, en parte cubierta por el mar y batida por el oleaje. La flanqueaba un par de hileras de postes, restos de antiguas lineas de suministro, dando a la escena un aspecto un tanto extraño. Además del horario de las mareas, quien quiera llegar a la isla debe tener en cuenta que, durante parte de la primavera, entre Mayo y Junio, el acceso está prohibido, al anidar en ella un gran número de aves.

Podía haber esperado una hora para llegar al faro, al comienzo de la siguiente marea baja, pero para entonces sería casi de noche. Y, una vez más, el tan largo como intenso día empezaba a hacerme mella. Era un buen momento para ir al hotel. Poco después de las seis llegaba al hotel Kriunes, en el que dormiría un par de noches antes de mi regreso a España. El hotel estaba junto a la orilla del lago Elliðavatn, en las afueras de Reikiavik. Un lugar un tanto aislado pero muy tranquilo. Justo lo que buscaba para mi último día en Islandia, que había planteado como una jornada de descanso, durante la que recuperaría fuerzas después de tantos días de intenso viaje. Al final, acabaría cambiando mis planes.

Para ampliar la información:
Las demás entradas en el blog sobre Reykjanes están en https://depuertoenpuerto.com/category/europa/escandinavia/islandia/reykjanes/.

En https://depuertoenpuerto.com/islandia-en-invierno/ se puede ver mi primer viaje invernal por Islandia.

En Mi Maleta y Yo visitan algunos otros lugares de la península: http://www.mimaletayyo.com/2014/01/islandia-peninsula-reykjanes-bluelagoon.html.

También es interesante la entrada en Callejeando por el Planeta: https://www.callejeandoporelplaneta.com/peninsula-reykjanes-blue-lagoon-islandia/.

Por último, mencionar la entrada de Mi Mundo en una Maleta: https://mimundoenunamaleta.com/islandia-en-10-dias-la-peninsula-de-reykjanes/.

En inglés, la web oficial de turismo de Reykjanes está en https://www.visitreykjanes.is.

En la revista Iceland Magazine hay un artículo con 21 lugares para visitar en la península (https://icelandmag.is/article/21-reasons-visit-reykjanes-peninsula) y otro más específico sobre el geoparque (https://icelandmag.is/article/reykjanes-geopark-a-volcanic-wonderland-less-hours-drive-reykjavik).

En Reykjavik Outventure se puede ancontrar una breve reseña sobre la historia y la pesca de Reykjanes: https://www.reykjavikout.is/history-and-culture-of-reykjanes-peninsula/.

Por último, los interesados en la geología, pueden descargar una interesante guía en http://www.norvol.hi.is/~thora/summer2003/notes/ReykjanesFieldTrip.pdf.