Tabla de contenidos
¿Hay bosques en Islandia?
«Bosques e Islandia no van en la misma frase». Así de rotunda era la contestación a una solicitud de información, en uno de los grupos de Facebook sobre Islandia por los que paso de vez en cuando. Más allá de obtener varias respuestas erróneas, la pregunta dio lugar a una «conversación» en la red, que me sirvió para corroborar algo que ya sabía: la Tierra de Hielo es también un terreno abonado a los tópicos, generalmente infundados. Además, acabó animándome a escribir esta entrada en el blog.
Comenzaré desmontando el equívoco que dio origen al debate: en Islandia no hay bosques. Hay quien va más lejos, afirmando que en Islandia ni tan siquiera hay árboles. Alguna vez, enseñando fotos de la isla en las que se apreciaba alguna arboleda, me han llegado a preguntar, extrañados, «¿eso es Islandia?». Sí, la foto que ves sobre estas líneas es Islandia. En concreto Þingvellir, que no es precisamente un lugar remoto y poco conocido. En la Tierra de Hielo hay árboles y, por supuesto, bosques. ¿Son abundantes? No. Una de las características de la isla son sus paisajes asombrosamente desolados. Pero, salvo en las Tierras Altas, estos paisajes son, al menos en parte, fruto de la intervención humana.
Hay evidencia de bosques en la isla desde el Cenozoico. En aquella época, eran abundantes los árboles similares a nuestros actuales sequoias o magnolios, indicando que el clima era bastante más cálido que el presente. Posteriormente, el progresivo enfriamiento llevó a un empobrecimiento de las especies. Se volvieron predominantes aquellas mejor adaptadas a las nuevas condiciones, como las coníferas o los alisos. Al final, tan solo sobrevivieron los bosques de abedul pubescente. Una especie caducifolia, de entre 10 y 30 metros de altura, propia de las latitudes boreales de Europa y Asia.
Un poco de historia.
A mediados del siglo IX, antes de que los primeros noruegos se establecieran en la isla, la franja costera de Islandia aun estaba, en su mayor parte, arbolada. Se estima que la superficie de los bosques cubría entre el 25 y el 40% del territorio. Incluso los topónimos lo revelan. Cualquier accidente geográfico que incluya el morfema «skoga», como la hermosa Skogafoss, indica que, cuando recibió su nombre, había un bosque en la zona. Entonces, según la narrativa más extendida, los mismos vikingos que bautizaron aquellos lugares, acabaron con los árboles. Otro tópico.
Los «vikingos».
Para empezar, los que llegaron a Islandia en el landnámsöld no eran vikingos, por mucho que hasta la Wikipedia insista en denominarlos así. En la Escandinavia medieval, ser vikingo era una profesión. Un trabajo temporal. Un granjero, un herrero, un pescador o un noble, por poner algunos ejemplos, dejaba durante un tiempo su ocupación y se iba a realizar una actividad que, en muchas ocasiones, mezclaba el comercio con el saqueo. El pillaje con el intercambio pacífico. Cuando Ingólfr Arnarson decidió zarpar hacia Islandia, en el 874, había poco que saquear en un lugar despoblado.
Aunque, en realidad, este sea otro tópico. Cada vez es mayor el consenso sobre la existencia de un reducido grupo de pobladores, de origen celta, establecido en la isla. Probablemente, monjes irlandeses, conocidos por los noruegos como «papar». En cualquier caso, no pudieron impedir la llegada de los escandinavos y acabaron abandonando Islandia. Quizá el nombre de las islas Vestman (Hombres del Oeste) se deba a la presencia de estos monjes. O quizá a un grupo de esclavos celtas que, tras escapar, buscó refugio en ellas.
En cualquier caso, los que llegaron a Islandia no lo hicieron como guerreros, en busca de botín. Su intención era establecerse en nuevos territorios y fundar granjas, huyendo de la tiranía de Harald I de Noruega. Al menos, eso afirman las sagas. Pero cada vez es más común entre los historiadores la opinión de que, en realidad, el rey que unificó Noruega tenía tanto de opresor y cruel como nuestro Pedro I de Castilla. Otro tópico, aunque en este caso sea de hace un milenio. La promesa de tierras vírgenes, a disposición del primero que las reclamara, la incipiente cristianización de Noruega o el deseo de no pagar impuestos, pudieron ser varios de los factores que propiciaron el éxodo de los noruegos hacia occidente. Un éxodo que, en cualquier caso, había empezado casi un siglo antes, con la colonización de las Feroe, por lo que sus raíces eran profundas.
La deforestación.
Pero esta entrada iba de bosques. Volvamos a ellos y, más concretamente, a su historia. Tras la llegada de los primeros noruegos, vino el reparto de la isla. Éste no se hizo por un gobierno establecido. En realidad, cada uno se adueñó de aquello de lo que pudo apropiarse y fue capaz de defender, durante un largo periodo que se podría calificar como una anarquía feudal. En unos años, prácticamente todo el territorio con cierto valor económico había sido reclamado. Los colonos habían llegado a una tierra virgen pero extraordinariamente frágil, con unas características a las que no estaban acostumbrados, donde la capacidad de regeneración de los bosques y del suelo eran muy inferiores a los de su Noruega natal. Un territorio sobre el que establecieron un régimen de explotación agrícola y ganadera que resultó insostenible, con el resultado de una deforestación feroz.
Una vez más, la historia no es tan simple. Aunque es cierto que la introducción de la agricultura y varias especies de ganado tuvieron un impacto brutal en la vegetación de la isla, hubo otros factores que ayudaron al desastre ecológico. El mismo descenso de temperaturas que afectó a los asentamientos noruegos en Groenlandia, hasta el punto de hacerlos inviables, debió tener su efecto en la capacidad de regeneración de los bosques islandeses. Y el vulcanismo no es precisamente un potenciador del crecimiento de los bosques. Con toda probabilidad, las grandes erupciones que, desde el mismo comienzo del landnámsöld, asolaron varias regiones de Islandia, tuvieron una importante repercusión, en forma de incendios y pérdida de suelo.
El resultado es una impresionante desolación, en gran parte responsable de los fascinantes paisajes de Islandia. Grandes extensiones limpias de árboles, en las que la vista se pierde en el horizonte. Zonas totalmente desprovistas de vegetación, donde es posible apreciar claramente las huellas de los procesos geológicos que dieron lugar al extraño entorno. Páramos infinitos, en los que el espíritu siente una extraña amalgama de sentimientos, entre la insignificancia y el éxtasis.
Pero, durante siglos, también fue responsable de las pésimas condiciones que sufría buena parte de la población islandesa. Viendo su prosperidad actual, es difícil asumir la pobreza en que, hasta tiempos muy recientes, vivía la mayor parte del país. Una pobreza que no solo era causada por la deforestación, pero que indudablemente fue potenciada por ésta. La recurrente falta de madera, tan solo aliviada por los troncos que llegaban flotando a sus costas desde la lejana Siberia, hizo común la reutilización de los escasos recursos. En ocasiones, se reciclaban los materiales. Otras veces, edificios enteros eran trasladados de un lugar a otro.
La recuperación.
Islandia comenzó a prosperar, aunque tímidamente, a finales del siglo XIX. A partir de 1863, se permitió que los campesinos, anteriormente atados a las granjas, pudieran buscar libremente empleo a tiempo completo. Esto favoreció el desarrollo de la pesca, que comenzó a generar cada vez más riqueza. Con el siglo XX, llegaron los primeros intentos de reforestación. Para entonces, la superficie arbolada se había reducido a menos del 1% del territorio de la isla. Un 0,5%, según algunas estimaciones. La Segunda Guerra Mundial trajo la ocupación aliada, la construcción de infraestructuras, la independencia de Dinamarca y un nuevo impulso económico. En algún momento, entre 1950 y 1980, cesó la deforestación. La pérdida de valor económico de la escasa madera local, la política de protección de los bosques restantes y las campañas de replantación de árboles, consiguieron revertir el proceso.
Hoy se estima que un 2% de Islandia está cubierto de árboles. En parte, los últimos restos de los bosques primigenios, que han incrementado su superficie por el simple crecimiento natural. A lo que debemos añadir aquellos creados artificialmente, a un ritmo que en 2015 rozó las 1.000 hectáreas anuales, con aproximadamente 3.100.000 árboles plantados solo en dicho año. Mas allá de los abedules, se están introduciendo especies de otras regiones, buscando aquellas que puedan adaptarse mejor a las duras condiciones de Islandia. En la actualidad, se experimenta con unas 150 variedades.
Los bosques.
Siendo sincero, no creo que sus bosques vayan a ser el motivo principal de cualquier viaje a la Tierra de Hielo, pero siempre puede resultar interesante contemplar los últimos vestigios de la vegetación original de la isla, o recrearse con los modernos esfuerzos por recuperar la masa forestal perdida. En mi experiencia, recorrer un bosque en Islandia es un perfecto contrapunto a sus paisajes infinitos. Una pausa entre tanta grandeza, que permite un breve descanso a nuestro espíritu.
Aunque existen muchos más bosques en Islandia, me limitaré a reseñar cuatro, rodeados por un entorno atractivo que incrementa el interés de una posible visita.
Hofði.
Ubicado cerca del extremo oriental del Mývatn, Hofði es una visita imprescindible si estás recorriendo las inmediaciones del lago. El bosque ocupa una pequeña península, casi completamente cubierta por los árboles que, a partir de 1937, plantaron Héðinn Valdimarsson y su esposa Guðrún Pálsdóttir. Dispone de un pequeño aparcamiento en su misma puerta y se puede recorrer por una intrincada maraña de caminos. Más allá del propio interés del bosquecillo, ofrece unas vistas inmejorables sobre las extrañas formaciones de Klasar.
Ásbyrgi.
Ásbyrgi es un hermoso cañón, de fácil acceso, unos kilómetros al norte de la espectacular Dettifoss. Rodeado por muros casi verticales de 100 metros de altura, resulta una visita muy interesante si estás recorriendo la Carretera de la Costa Ártica o el Círculo de Diamante. A la propia belleza del cañón, se une un frondoso bosque, de abedules y sauces, que tapiza la mayor parte de su superficie.
Hallormsstaðaskógur.
En la orilla oriental del lago Lagarfljót, Hallormsstaðaskógur fue el primer espacio forestal protegido de Islandia, al ser declarado bosque nacional en 1905. Desde entonces, se ha convertido en un lugar de experimentación, en el que se pone a prueba la capacidad de adaptación de especies foráneas. En la actualidad es el mayor bosque de la isla, con una superficie de 740 hectáreas. Lo atraviesa la carretera 931. En sus márgenes hay varios aparcamientos, desde los que salen sendas que permiten explorar la zona.
Bæjarstaðarskógur.
El mas próximo a Reikiavik de los cuatro y, a la vez, el de acceso más complicado. Bæjarstaðarskógur se ubica en la parte occidental del impresionante y poco frecuentado valle de Morsárdalur, en Skaftafell. Sus 22 hectáreas de abedul forman el bosque autóctono mejor conservado de Islandia, con ejemplares que alcanzan los 12 metros de altura. También es el único aquí mencionado que no conozco de primera mano. Me quedé a 1.700 metros, tras una larga caminata en un espléndido día de febrero. En cualquier caso, la ruta hasta el puente sobre el Morsá, atravesando Skaftafellsheiði, también recorre una interesante zona tapizada por abedules. Además de ofrecer unas vistas espectaculares sobre el entorno.
Para ampliar la información.
En https://depuertoenpuerto.com/en-el-canon-de-asbyrgi/ hay una entrada sobre Ásbyrgi.
En inglés, Hit Iceland tiene una entrada dedicada a Hallormsstaðaskógur (https://www.hiticeland.com/post/hallormsstadaskogur-small-wood) y otra sobre Bæjarstaðarskógur (https://www.hiticeland.com/post/a-great-hike-to-baejarstadarskogur-valley).
La web de Skógræktin, la agencia forestal islandesa, está en https://www.skogur.is/en.
Por último, mencionar la entrada sobre los bosques de Islandia en Guide to Iceland: https://guidetoiceland.is/nature-info/the-forests-of-iceland.
Trackbacks/Pingbacks