Su puerto es el único de Islandia unido por una linea regular de ferry con el resto del mundo. Todas las semanas, el Norröna llega a sus muelles, procedente de Dinamarca y las Islas Feroe. Una carretera de 27 kilómetros, atravesando el paso de montaña de Fjarðarheiði, une el puerto con la vecina Egilsstaðir, en la Ring Road. Una pequeña ciudad con aeropuerto, donde es posible alquilar un coche. En verano, el servicio de autobuses que une ambas localidades hace un trayecto especial, coordinado con la llegada del Norröna. En invierno, el escaso número de viajeros hace inviable este servicio, por lo que las únicas opciones disponibles son llamar un taxi, algo bastante caro, ya que tiene que acudir desde Egilsstaðir, o esperar al autobús del día siguiente, a las 7:45 de la mañana. Opté por la segunda, quedándome a dormir una noche en Seyðisfjörður.
Había elegido para dormir el Hotel Snæfell, situado a tan solo 500 metros del muelle en el que atraca el Norröna. Aunque, siendo franco, tampoco tenía muchas opciones. Era el único hotel abierto en febrero. Mi primer objetivo tras desembarcar era dejar el equipaje en la habitación. Para recoger la llave, tuve que acercarme al Skaftell Bistro, a unos 400 metros de distancia del hotel. El Snæfell resultó ser modesto pero acogedor. Un edificio tradicional, en el que las pequeñas habitaciones comparten zonas de estar comunes. Me asignaron una habitación de esquina en la primera planta, con vistas tanto al puerto como al centro de Seyðisfjörður. Creo que era el único huésped en la planta, aunque había alguien más en el piso superior, pues por la noche escuché crujir el suelo de madera bajo sus pies.
Entre unas cosas y otras, no estuve listo para salir a recorrer Seyðisfjörður hasta después de las once de la mañana. Tampoco tenía muy claro qué iba a hacer el resto del día, en pleno invierno y en un lugar tan pequeño. Decidí dirigirme al centro del pueblo y llegar hasta Seyðisfjarðarkirkja, su fotogénica iglesia azul, a menos de trescientos metros de distancia. Como de alguna forma ya esperaba, estaba cerrada, al igual que todos los bares y restaurantes que se apiñan en la calle principal, frente a la iglesia. Decidí seguir andando y ver qué encontraba más adelante. El día, a pesar de ser gris, iba mejorando lentamente. Había dejado de nevar y, bien abrigado, era agradable pasear. Unos quinientos metros más allá, las vistas sobre el fiordo y el pequeño muelle de Hafaldan comenzaron a prometer.
Una vez dejé atrás las últimas casas de Seyðisfjörður, seguí mi tranquilo paseo por la carretera que bordea la orilla septentrional del fiordo. Aunque había recorrido el Seyðisfjörður a bordo del Norröna tan solo unas horas antes, la vista me era totalmente nueva, al haber desaparecido las nubes bajas que ocultaban las cimas a primera hora de la mañana. Incluso el sol intentaba brillar tímidamente entre las nubes, sobre las montañas de la orilla meridional.
Animado por el buen tiempo, decidí avanzar algo más por la carretera nevada. Poco después, pude ver el comienzo del Seyðisfjörður y el mar abierto. Hacia el este, las oscuras nubes grises todavía dominaban en el cielo, contrastando vivamente con el blanco de las montañas en la boca del fiordo.
Pero el tiempo empezaba a dar indicios de un nuevo cambio, en esta ocasión a peor. En el angosto fiordo, la tarde era plácida. Por contra, sobre las cumbres circundantes una fuerte ventisca enviaba señales cada vez más evidentes. En un cielo que se iba tornando azul, destacaban los fuertes remolinos de viento, blancos por la nieve que levantaban de las cumbres. Desde mi posición, era imposible saber si, acompañando la ventisca, se acercaba un frente nuboso. Además, la tarde iba avanzando y pronto comenzaría a oscurecer. Era buen momento para emprender el regreso.
Al final, mis temores fueron infundados. Seyðisfjörður permaneció resguardado de los vientos, al abrigo de las montañas circundantes. El paseo de vuelta resultó todavía más agradable que el de ida. La ausencia de viento, el sol y la cantidad de ropa que llevaba puesta hacían que mi sensación térmica fuera más próxima al calor que al frío. Frente a mi, las blancas laderas del monte Bjolfur cambiaban lentamente su color, hacia tonos más cálidos. El silencio era casi absoluto. Apenas me llegaban ocasionalmente los lejanos ecos de algún vehículo circulando por Seyðisfjörður. Mi propia respiración y el crujir del hielo bajo mis pasos eran los sonidos predominantes.
Regresé lentamente, recreándome en la belleza y majestuosidad del paisaje. Al otro lado del fiordo, el sol, que ahora brillaba con más intensidad, realzaba el relieve de la ladera occidental del monte Strandartindur, mientras las alargadas sombras anticipaban la inminente puesta de sol.
Cuando quise llegar a las calles de Seyðisfjörður, el cielo era completamente azul. El sol iluminaba oblicuamente la ladera oriental del Bjolfur, sobre la que el viento seguía formando remolinos de nieve. Di un paseo por las calles vacías y regresé de nuevo frente a Seyðisfjarðarkirkja, que nuevamente encontré cerrada. A pesar de que todavía no eran las cuatro de la tarde, comencé a pensar en la cena. No había tomado nada desde el desayuno, a bordo del Norröna, y no esperaba tener muchas opciones en un lugar tan pequeño, en plena temporada baja.
Pasé por el hotel a darme una ducha y cambiarme de ropa. Cuando salí de nuevo a la calle, el sol todavía iluminaba las cumbres en torno a Seyðisfjörður. Aunque no estaba en el Ártico propiamente dicho, me encontraba lo suficientemente cerca como para que los atardeceres fueran bastante prolongados. Una de las peculiaridades que hacen tan atractivas estas latitudes.
Me encaminé de nuevo a la calle principal, esperando que alguno de los restaurantes que la flanquea estuviera abierto. Para mi sorpresa, me encontré con una docena de personas fotografiando la iglesia. Más de las que había visto en todo el día, desde que había desembarcado del Norröna. Debía ser una excursión organizada, pues desaparecieron sin dejar rastro en un abrir y cerrar de ojos, mientras yo buscaba infructuosamente un sitio para cenar.
Al final, me di por vencido. A pesar de la hora, ninguno de los restaurantes estaba abierto o mostraba señal alguna de actividad. Me había resignado a comprar cualquier cosa en un supermercado cercano, cuando recordé mi conversación, a media mañana, mientras recogía las llaves en Skaftell Bistro. Ante mi pregunta de dónde podía cenar esa noche, la persona que me atendía me contestó con un escueto «aquí». En aquel momento, no lo tomé muy en serio, pues el local ofrecía pizzas y poco más. Pero acabó siendo la única opción de la noche. No cene mal. Una sabrosa pizza, en un local que me llamó la atención por su cálido ambiente y lo nutrido de su clientela. Todo un contraste con las gélidas y vacías calles de fuera.
Cuando regresé a la calle, era noche cerrada. Recorrí por última vez los 400 metros que separaban Skaftell Bistro del hotel, de nuevo por calles en las que no se veía un alma. Tras una breve pausa en la acogedora sala de estar del hotel, me fui a dormir. Al día siguiente, tenía que levantarme a las siete para coger el autobús rumbo a Egilsstaðir.
En https://depuertoenpuerto.com/islandia-en-invierno/ se puede ver todo mi itinerario invernal por Islandia.
La web guíadeIslandia contiene una breve descripción del lugar: https://www.guiadeislandia.es/seydisfjordur/.
En inglés, la página de turismo oficial está en https://visitseydisfjordur.com.
Muy interesante la entrada en Get Local: https://www.getlocal.is/blog/seydisfjoerdur-the-secret-gem-of-the-east.
También recomendable visitar el blog Sidetracked: http://www.sidetrackedtravelblog.com/blog/2015/11/getting-off-the-beaten-track-in-seydisfjordur-iceland.
Por último, el blog bite of iceland tiene una entrada sobre Seyðisfjörður: https://www.biteoficeland.com/seydisfjordur-iceland/.
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