Al día siguiente, desperté en Suðureyri poco antes del amanecer. Las calles estaban tan desiertas como la noche anterior, pero había dejado de nevar. Además, la temperatura era asombrosamente alta. Nada menos que 7ºC. Toda la nieve que había caído durante la noche y parte de la que quedaba de los días anteriores se había derretido, encharcando la calle principal y creando una película líquida, tan delgada como resbaladiza, sobre las placas de hielo que aún resistían aquella extraña «ola de calor». Bajo las primeras luces del alba, el lugar trasmitía una asombrosa sensación de tranquilidad, como si el tiempo se hubiera detenido.
Finalmente, poco después de las nueve de la mañana, me ponía en marcha. El principal objetivo del día era Dynjandi. La espectacular cascada que había visitado un par de veranos atrás en compañía de Olga. Quería conocerla en invierno. Pero antes haría un breve desvío, hasta el que había sido punto final de nuestra primera visita a los Fiordos del Oeste. Una misteriosa pista, que avanzaba entre los escollos y una ladera de roca, musgo y agua, para acabar perdiéndose entre un paisaje etéreo, parcialmente velado por la bruma. Desde aquella tarde de julio de 2017, no había podido quitarme la imagen de la cabeza. ¿Cómo sería aquel lugar en invierno? Pese a la falta de bruma, no me decepcionó. Aunque, aquella mañana, tampoco me adentré en la pista. Ahora sabía que ésta no llega muy lejos y, pese a llevar un coche más adecuado y tener mucha más experiencia conduciendo por las complicadas carreteras de Islandia, esa misma experiencia me hacía intuir el peligro. La ladera estaba literalmente derritiéndose frente a mí. El agua rezumaba por todas partes, creando varias cascadas y restando consistencia al terreno. Las condiciones perfectas para uno de los desprendimientos que tan comunes son en la región. Además, Dynjandi me estaba esperando.
Retrocedí, atravesando la pequeña población, para después recorrer la orilla meridional del Súgandafjörður camino de Vestfjarðagöng. Ese extraño túnel en forma de Y que, desde 1996, hace relativamente sencillo llegar a Suðureyri en cualquier época del año. El paisaje era todo lo salvajemente hermoso que se puede esperar de los Fiordos del Oeste. Bajo un cielo encapotado, montañas cubiertas de nieve enmarcaban las oscuras y gélidas aguas del fiordo. Tan gélidas, que su tramo final estaba completamente congelado. Por aquel mundo, indómito y duro, zigzagueaba una línea negra, que acababa desapareciendo entre la nieve de la ladera que cerraba el fiordo hacia el sureste. Era Súgandafjarðarvegur, la carretera por la que saldría del remoto valle, perdido entre montañas. Me despedí con lástima de aquella especie de Shangri-La boreal al que, por segunda vez, había llegado casi por casualidad.
Comenzó a lloviznar según me aproximaba a la boca del túnel. Cuando quise salir por su extremo suroccidental, camino del Önundarfjörður, llovía a cántaros. Pasé la hora siguiente saltando de fiordo en fiordo, mientras atravesaba un mundo con tintes apocalípticos. Entre la lluvia y la elevada temperatura, la nieve desaparecía de las montañas por momentos. Había agua por todas partes. Formando ríos entre la nieve, lagunas sobre las placas de hielo o torrentes que atravesaban la carretera. Mientras tanto, la numerosa maquinaria que, en el duro invierno islandés, suele encargarse de mantener las carreteras libres de nieve, deambulaba de un lado para otro, sin tener muy claro cuál podía ser su cometido.
Las condiciones atmosféricas empeoraron según avanzaba hacia el sur. Cuando salí por el extremo meridional del túnel de Dýrafjarðargöng, en el Arnarfjörður, a la lluvia se había unido el viento, que formaba pequeños remolinos sobre las aguas del fiordo. Unos metros más allá, se acababa el asfalto. Justo antes del primer repecho de Dynjandisheiði, un desvío a la derecha me llevaba a una de las cascadas más hermosas de Islandia. A pesar de las dificultades, poco antes de las 11 lograba llegar a Dynjandi.
Dynjandi en invierno.
En el Dýrafjörður, al norte del túnel de Dýrafjarðargöng, parecía que la lluvia amainaba. Además, mi fallida excursión a Dynjandi me había dejado destemplado. Intentaría tomar un café en Þingeyri. Mi primera opción, Simbahöllin, estaba cerrada. No me sorprendió. En cambio, no esperaba que tampoco estuviera abierto el pequeño hotel que hay unos metros más allá. En realidad Þingeyri tenía todavía más aspecto de ciudad fantasma que Suðureyri. No pude ver un alma por sus calles. En cambio, una vez más, había agua por todas partes. Hasta tal extremo, que el sistema de alcantarillado era incapaz de absorber el caudal y sus tapas se habían convertido en pequeñas fuentes.
Decidí probar suerte más al norte, en Flateyri. Otros 41 kilómetros conduciendo bajo la lluvia, mientras recorría un mundo que cada vez me parecía más irreal. Un mundo en el que era posible ver tanto grandes charcos, cubriendo el hielo y la nieve en los campos, como placas de hielo, flotando sobre el fiordo. Aunque aquellos no eran los Fiordos del Oeste que llevaba años soñando con recorrer en invierno, he de reconocer que el paisaje no dejaba de tener un extraño interés. Aquella especie de comienzo anticipado de la primavera me había trasladado a un lugar que exudaba una intensa sensación de fuerza primigenia.
Llegué a Flateyri al filo de las dos y media. El pequeño puerto, con apenas 200 habitantes, tuvo cierta relevancia a finales del siglo XVIII como puesto comercial. En el XIX, se convirtió en centro ballenero, para en el XX dedicarse a la pesca. Aunque Flateyri es tristemente célebre en Islandia por los acontecimientos del 26 de octubre de 1995, cuando una avalancha asoló parte del pueblo, destruyendo 29 casas y sepultando a 49 personas. Finalmente, 29 pudieron ser rescatadas con vida, dejando la cifra de fallecidos en 20. Para intentar evitar que se repitiera la desgracia, se construyó un gran talud en forma de A, destinado a desviar futuras avalanchas. Fue puesto a prueba el 14 de enero de 2020, cuando se produjeron dos avalanchas consecutivas, una a cada lado del terraplén. La primera llegó al fiordo y creó un pequeño tsunami, que hundió 4 barcos de pesca. La segunda, llegó a alcanzar una de las casas, aunque afortunadamente no hubo heridos de consideración.
Mi objetivo en Flateyri era visitar Bræðurnir Eyjólfsson. Un local abierto en 1915, que presume de ser la tienda más antigua de Islandia. En la actualidad, es una mezcla de librería, tienda de artículos turísticos y pequeño museo. También ofrecen alojamiento y es posible tomar café con bizcocho casero. En medio del intenso chaparrón, parecía el paraíso en la tierra. Pero aquel no era mi día. Encontré la vieja librería de Flateyri cerrada a cal y canto. Tampoco me extrañó. En realidad, Flateyri también parecía un pueblo fantasma. El tercero de la mañana.
Fue el punto final de mi excursión hacia el sur. Me encanta la soledad y no me importa sufrir las inclemencias meteorológicas tan comunes en Islandia. Pero aquello era excesivo, incluso para mí. La lluvia volvía a arreciar y la temperatura seguía siendo muy elevada para la época del año. En safetravel.is alertaban de que la carretera por la que debía regresar a Ísafjörður podía tener tramos inundados y había riesgo de desprendimientos en toda la zona. Lo más prudente sería dirigirme a la capital de los Fiordos del Oeste.
Ísafjörður en invierno.
La tarde avanzaba, mientras el cielo se iba llenando de claros. El atardecer prometía, aunque Ísafjörður no parecía el mejor lugar desde el que disfrutarlo. Llegué a plantearme regresar a Dynjandi, pero apenas tenía tiempo y, sobre todo, no tenía ninguna garantía de que, tres fiordos más al sur, no siguiera diluviando. Me decidí por un objetivo mucho menos ambicioso: el museo marítimo de Ósvör. Aunque estaría cerrado, desde su ubicación, junto a la boca del Ísafjarðardjúp, tendría una hermosa vista del mar abierto y la salvaje costa de Hornstrandir.
Fue todo un acierto. Aunque me encontré con que el museo estaba en obras y no pude hacer la foto que tenía en mente, la serenidad del lugar y los colores del atardecer lo compensaron con creces. Siempre he preferido los Fiordos del Oeste grises y brumosos, pero debo reconocer que la hermosa luz de aquel crepúsculo y poder comprobar, por fin, que en el noroeste de Islandia también existe el cielo azul, tuvo un indudable interés.
400 metros al noreste del museo de Ósvör se encuentra el faro de Óshólaviti. Un modesto edificio, construido en 1937 y, como tantos faros de Islandia, pintado de un llamativo color naranja. El objetivo es que también sirva de referencia durante el día, al destacar sobre el paisaje circundante, sea éste blanco, verde o amarillo. Al estar en lo alto de un pequeño acantilado, su foco se eleva 30 metros sobre el nivel del mar. Más allá del faro, se encuentra Óshlíð. La vieja carretera entre Bolungarvík y Hnífsdalur fue abierta en 1950, para ser sustituida 60 años más tarde por el actual túnel de Bolungarvíkurgöng. Desde entonces, la antigua carretera se ha deteriorado rápidamente, hasta tal punto que en la actualidad solo se puede recorrer andando o en bicicleta. Aún así, hay que ir con cuidado, pues los desprendimientos son relativamente frecuentes.
Llegaba la hora de regresar a Ísafjörður. Antes, decidí rodear el Skutulsfjörður, para fotografiar la ciudad al ocaso, desde un montículo en el lado opuesto del fiordo, junto al diminuto aeropuerto. El crepúsculo avanzaba, oscureciendo el cielo, mientras las luces de la ciudad se encendían una tras otra. Apenas había tráfico y la tarde era asombrosamente serena. Sin lluvia, nieve o viento y con una temperatura relativamente agradable. Algo bastante inusual en los duros inviernos de Islandia y completamente excepcional en la región noroccidental de la isla. Pasé un buen rato disfrutando del momento, mientras recapitulaba la extraña jornada que había vivido. Aunque en aquel momento no podía imaginarlo, el día siguiente acabaría trayéndome todavía más sorpresas.
Para ampliar la información.
En este mismo blog, quien no tenga experiencia conduciendo en Islandia durante el invierno encontrará ayuda en https://depuertoenpuerto.com/conducir-en-islandia-el-invierno/.
Se puede ver un recorrido muy similar por la zona, durante el verano, en https://depuertoenpuerto.com/en-los-fiordos-del-oeste/.
El blog El Descanso del Escriba tiene una larga e interesante entrada sobre las avalanchas de Flateyri: https://descansodelescriba.blogspot.com/2020/01/las-avalanchas-de-flateyri-de-2020.html.
En el mismo blog, hay un artículo dedicado a Bræðurnir Eyjólfsson: https://descansodelescriba.blogspot.com/2019/01/brurnir-eyjolfsson-la-vieja-libreria-de.html.
En inglés, la página web de Bræðurnir Eyjólfsson está en https://flateyribookstore.com.
La web oficial de turismo de los Fiordos del Oeste tiene una entrada sobre Óshlíð: https://www.westfjords.is/en/place/oshlid.
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