La ocasión llegó en el invierno de 2024, mientras recorría el sur de una Islandia menos blanca de lo habitual en esas fechas. En contra de mi costumbre, realizaba un viaje condicionado por varias actividades «enlatadas». Como una intensa aventura en las Tierras Altas o una visita a la cueva de hielo del Breiðamerkurjökull. La tercera y última sería un viaje en avioneta, despegando desde la pequeña pista de tierra que hay en las proximidades de Skaftafell.
Llegué al aeródromo con algo más de media hora de margen. Lo justo para hacer algunas fotos, curiosear un poco y mantener una breve charla con el piloto, que casualmente se había formado en una escuela de aviación del sur de España. Mientras tanto, fueron llegando las demás personas que realizarían la excursión. Hasta un total de cinco, la capacidad máxima del Cessna 207 en el que volaríamos.
Acabamos despegando unos minutos antes de la hora prevista, tan pronto como llegó la última pareja que iba a participar en el vuelo. Siguiendo los consejos de la chica de recepción, me coloqué en el lado izquierdo de la última fila de asientos, de forma que el soporte del ala de la avioneta no quedara en medio de mi encuadre. Para hacer las fotos, utilizaría tanto el teléfono como la cámara. Esta última, una vez más por consejo de la recepcionista, con la lente de 50 mm. La avioneta dispone de tres pequeñas ventanas, que pueden abrirse para realizar fotos «limpias». Pero tan solo permiten su uso en los vuelos fotográficos, mucho más caros que las simples excursiones como la que había contratado. En cualquier caso, resultaba posible hacer fotos aceptables a través de los cristales. Aunque posteriormente haya tenido que intentar corregir el balance de blancos, que tendía a derivar hacia un tono azul verdoso, y la nitidez no llega a alcanzar el nivel que me habría gustado.
Despegamos en dirección sureste. La mañana era espléndida. De las mejores que jamás he podido disfrutar en Islandia. Si de algo pecaba el día era de exceso de luz. Un problema, buscando fotografiar un paisaje nevado, que se vería agravado por la falta de tiempo para ajustar los parámetros de la cámara. Tras sobreexponer la primera foto que hice al Svínafellsjökull, decidí no arriesgar. Mejor pecaría de lo contrario y ya intentaría levantar las sombras en el procesado. Aun así, acabé con alguna fotografía levemente «quemada».
En apenas un minuto estábamos volando sobre el Svínafellsá. El río por el que desagua la laguna meridional del Svínafellsjökull. Tras pasar bajo el puente de la Ring Road, se desparrama en una caótica maraña de brazos, mientras se adentra en el este de Skeiðarársandur.
Otro minuto, y alcanzábamos el Falljökull. El paisaje pasaba ante nuestros ojos a una velocidad que apenas dejaba un mínimo margen para buscar el mejor encuadre. De ajustar parámetros en la cámara, mejor no hablar. Estoy acostumbrado a hacer fotos sobre la marcha, sobre todo desde la cubierta de barcos en movimiento. Pero aquel nuevo reto estaba a otro nivel.
La avioneta giró según superábamos el Falljökull. Mi vista ahora era hacia el sur, donde Skeiðarársandur se desvanecía entre la bruma, haciendo imposible distinguir el límite entre la tierra y el mar. La llanura siempre me ha parecido un lugar tan interesante como hermoso, precisamente por lo extraño de su paisaje. Una desolación de agua y arena, que cambia continuamente al ritmo de las estaciones y los relativamente frecuentes jökulhlaup. Desde el cielo, resultaba todavía más fascinante.
A pesar de su tamaño, en un suspiro atravesábamos la mayor parte de Skeiðarársandur. Tras poco más de tres minutos, comenzamos a sobrevolar una laguna glaciar. Era evidente que estábamos llegando a Skeiðarjökull. La más occidental y, con diferencia, la mayor de las lenguas glaciares que descienden desde el Vatnajökull hasta Skeiðarársandur.
La avioneta viró hacia el norte, comenzando a volar sobre una gran superficie de hielo. Al oeste, podía ver la inconfundible mole del Lómagnúpur, elevándose sobre la llanura hasta alcanzar los 764 metros de altitud. Más allá, la antigua costa meridional de Islandia se difuminaba entre la bruma. A lo lejos, justo sobre el horizonte, se adivinaba la existencia de un gran inselberg. ¿Sería Hjörleifshöfði, en el suroeste de Mýrdalssandur?
Seguimos avanzando sobre el Skeiðarjökull, con Súlutindar al frente. Como tantas veces en Islandia, la falta de referencias visuales hacía complicado apreciar la auténtica magnitud del paisaje y casi imposible plasmarla en una fotografía. El glaciar nace en la zona central del Vatnajökull, para avanzar 45 kilómetros hacia el sur, donde termina creando un gran frente en forma de arco, que se extiende por 18 kilómetros. Es uno de los glaciares de Islandia más propensos a sufrir un jökulhlaup pues el Grímsvötn, uno de los mayores volcanes activos de la isla, se encuentra cerca de su cabecera.
El ritmo de avance del glaciar alcanza los 400 metros al año en su zona central, donde se estrecha entre dos nunatak, que en invierno eran indistinguibles del paisaje circundante. A pesar de lo cual, como la mayor parte de los glaciares de la Tierra de Hielo, el Skeiðarjökull lleva al menos cien años retrocediendo. Un proceso que no ha sido simétrico, pues en su extremo occidental alcanza los 5 kilómetros, mientras en el costado oriental «tan solo» ha sido de 1.500 metros.
El plan de vuelo era muy simple: nos adentraríamos sobre el glaciar hasta que las condiciones atmosféricas hicieran desaconsejable seguir. Algo que, una vez más, apenas tardó unos minutos en suceder. Como ya nos había advertido el piloto, la combinación entre la fuerte insolación de la espléndida jornada que disfrutábamos y el aire gélido, procedente del Vatnajökull, crearía fuertes turbulencias. A la segunda sacudida que sufrimos, la avioneta viró a la derecha, de vuelta a la seguridad de Skeiðarársandur.
Nuevamente sobrevolábamos el rosario de lagunas glaciares que marca el extremo meridional del Skeiðarjökull. Ahora, con la gran masa helada formada por el glaciar extendiéndose hacia el horizonte, hasta fundirse con el Vatnajökull. El telón de fondo estaba formado por varias montañas, entre las que se encontraba el Grímsvötn. Aunque el piloto nos dio algunas indicaciones sobre su ubicación, fui incapaz de identificarlo.
Una vez más, la velocidad con la que el paisaje se deslizaba frente a nuestros ojos logró sorprenderme. Estuve a punto de no lograr fotografiar Morsárdalur, el espléndido valle ante el que había fracasado en mi excursión de apenas un año atrás. Había contemplado la posibilidad de hacer un segundo intento al día siguiente. Viendo la cantidad de nieve que aún lo cubría, muy superior a la de febrero de 2023, decidí dejarlo para mejor ocasión.
Después, volamos frente al Skaftafellsjökull. Un glaciar que había visitado en mi primer viaje invernal a Islandia, pero al que nunca he regresado. Quizá porque es, con diferencia, el más popular entre todos los que flanquean Skeiðarársandur por el norte. Su gran aparcamiento, su centro de visitantes y las numerosas excursiones que recorren sus hielos me mantienen alejado.
Pronto alcanzamos las laderas del Hafrafell, que llegan a los 810 metros de altitud en el Fremrimenn. No parecen muchos, pero sus laderas son tan empinadas, que hasta la nieve tiene dificultades para asentarse y, en invierno, la montaña suele destacar por sus tonos visiblemente más oscuros. Las mismas laderas son responsables del cierre de la pista que llegaba al Svínafellsjökull desde el oeste, pues se piensa que el riesgo de un desprendimiento es excesivo.
Un minuto más tarde volábamos frente al mismo Svínafellsjökull que había visitado a primera hora de esa mañana. El paisaje me era de sobra familiar, aunque desde las alturas resultaba más sencillo apreciar las huellas del desprendimiento de 2013. La gran mancha de restos de roca, que ocupa parte de la superficie oriental de la lengua de hielo, se desliza lentamente con éste. Se espera que cuando las piedras, más densas que el hielo, dejen de compensar la presión de las inestables laderas de Rák, éstas vuelvan a desplomarse sobre el menguante glaciar.
Ya solo quedaba volver a girar sobre la irreal superficie de Skeiðarársandur y enfilar hacia la pista de aterrizaje. A las 12:48, exactamente 36 minutos después de iniciar el despegue, la avioneta se detenía junto al hangar. Aunque el vuelo había durado unos minutos más de la media hora anunciada, la acumulación de sensaciones había sido tal, que apenas me pareció un instante. Tiempo que, en cualquier caso, dio bastante de sí. Había disparado 88 fotos y videos. Sin contar aquellos que, por un motivo u otro, acabé borrando.
¿Mereció la pena? Sin la menor duda. A pesar de su aparente brevedad, volar sobre el salvaje paisaje islandés fue una experiencia tan interesante como intensa. Y que, vista en perspectiva, no resulta mucho más cara que, por ejemplo, visitar una cueva de hielo, posiblemente masificada. Donde, en realidad, también estarás 30 minutos, aunque entre idas y venidas quizá acabes empleando más de dos horas. La diferencia es que, en la avioneta, empezarás a disfrutar de la experiencia desde el mismo momento en que ésta separe sus ruedas del suelo. He de confesar que inicialmente también tenía mis dudas, que me llevaron a contratar uno de los recorridos más cortos, entre las diversas opciones que ofrecían. La próxima vez, intentaré realizar el más largo.
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Para ampliar la información.
En inglés, la página de Atlantsflug sobre el recorrido está en https://flightseeing.is/product/1619280369.
La interesante web Glacier Change tiene entradas sobre el Skeiðarjökull (https://glacierchange.com/en/skeidararjokull/), Skaftafellsjökull (https://glacierchange.com/en/skaftafellsjokull/), Svínafellsjökull (https://glacierchange.com/en/svinafellsjokull/) y Falljökull (https://glacierchange.com/en/falljokull/).
La página oficial del parque nacional del Vatnajökull, al que pertenecen los glaciares, está en https://www.vatnajokulsthjodgardur.is/en.