Tras pasar un día y medio en Patreksfjörður, inmovilizado por un intenso vendaval, había llegado el momento de reanudar mi tercer periplo invernal por Islandia. El objetivo prioritario del viaje era llegar a Ísafjörður, la capital de los Fiordos del Oeste. Con Dynjandisheiði cerrado, mis opciones eran esperar a que reabrieran el paso de montaña, rodear por la ruta 61 o darme por vencido y continuar viaje hacia el este de la Tierra de Hielo, regresando a Stykkishólmur en el ferry del domingo. La primera opción era demasiado incierta. Podían pasar días, o incluso semanas, hasta que limpiaran la nieve del paso. No iba a elegir la última, estando tan cerca de mi destino. Quedaba la segunda. Una ruta que conocía casi en su totalidad, con la única excepción de los 25 kilómetros de Djúpvegur entre las carreteras 60 y 68, atravesando Bæjardalsheiði.
Aunque la había recorrido a finales de agosto, sabía que me enfrentaba a un reto complicado, con ciertas similitudes a atravesar en verano las duras pistas de las Tierras Altas. Aquí, en lugar de vados, los puntos críticos parecían ser los pasos de montaña. Entre los principales, el primero era Kleifaheiði, a 404 metros de altitud. El que menos me preocupaba de todos. Tan solo estaba 20 kilómetros al este de Patreksfjörður y, gracias a la información de umferdin.is, podía esperar a que la primera máquina quitanieves de la mañana limpiara la carretera. Después vendrían Bæjardalsheiði, a 382 metros, y Steingrimsfjörðurheiði, a 440 metros de altura. Aunque ambos estaban ya en una ruta relativamente transitada. En realidad, el tramo que más temía eran los 129 kilómetros de la carretera 60 entre Flókalundur y el cruce con la carretera 61. Un trayecto tan solo parcialmente asfaltado, atravesando una región casi totalmente despoblada.
Dado que tenía un largo viaje por delante, preferí madrugar. Acabé saliendo de Patreksfjörður justo cuando comenzaban a clarear las primeras luces del alba. Aunque la carretera estaba completamente cubierta de nieve, por lo demás las condiciones eran óptimas. Una temperatura ligeramente por debajo de los cero grados, ausencia de niebla o precipitaciones y un viento casi inexistente. Hice una breve parada a unos 5 kilómetros de Patreksfjörður, para esperar el paso de la quitanieves. Mientras tanto, aproveché la asombrosa sensación de calma para despedirme tranquilamente del fiordo.
A las 9:30 llegaba frente a las primeras rampas de Kleifaheiði, pisando los talones a la máquina. Hice otra breve pausa, para dejar que ésta se distanciara. De paso, evalué en umferdin.is la situación de las carreteras que tenía por delante. Había algún tramo complicado, pero ninguno cerrado. Con el temporal alejándose rápidamente de Islandia, la situación únicamente podía ir a mejor. Seguiría adelante.
Atravesé Kleifaheiði con calma, a cierta distancia de la quitanieves. Más allá de ésta, el tráfico era completamente inexistente, pero la carretera estaba razonablemente limpia y, pese a que aún estaba amaneciendo, la visibilidad era mucho mejor que cuando crucé el paso en dirección contraria, un par de días atrás. En unos 20 minutos, había superado el primer posible escollo sin la menor complicación.
Al sur de las montañas el día era mucho más gris y plomizo. De vez en cuando nevaba débilmente, pero al menos no hacía viento. Una extraña neblina velaba el horizonte, envolviendo el paisaje con un halo de misterio, que lo hacía aún más interesante. Hice una pausa en la misma playa sin nombre, a los pies del monte Blankur, en que nos habíamos detenido en el verano de 2021. La visibilidad era mucho peor que en aquella ocasión. La escasez de luz oscurecía el mar y la arena, creando un extraño contraste con la nieve, que prácticamente llegaba hasta la orilla del mar. Aunque, en esta ocasión, decidí no bajar hasta la playa. Aún tenía 391 kilómetros por delante.
Poco después llegaba a Flókalundur, donde la carretera 62 se une a la 60. Había pensado hacer alguna fotografía en el lugar en que Islandia recibió su actual nombre, pero había demasiada nieve en el camino al pequeño monolito que lo conmemora. Flókalundur también era el último oasis de civilización en los 129 kilómetros que me separaban del cruce con la carretera 61. Un oasis formado por un hotel y una gasolinera, aunque el primero estaba cerrado y la cantidad de nieve acumulada revelaba que habían pasado varios días sin que nadie se hubiera detenido a repostar. Tras comprobar nuevamente el estado de las carreteras, seguí adelante, adentrándome en el tramo más incierto del trayecto con una extraña mezcla de respeto y fascinación. En cierto modo, no podía resistirme a la llamada del reto que tenía por delante.
Superé el panel que anticipa las condiciones de Klettsháls, el pequeño paso entre Kollafjörður y Kvígindisfjörður. Vientos de 36 kilómetros, procedentes del suroeste, y -2ºC. Más allá del panel, Vestfjarðavegur se adentraba en un mundo dominado por el blanco de la nieve, cubriendo la carretera y buena parte del paisaje circundante, hasta fundirse con el gris de las nubes que flotaban a escasa altura. Tan solo algunas plantas y rocas lograban romper la aparente monotonía de un paisaje con un aire espectral. Me adentraba en un mundo duro y fascinante, realzado por la sensación de soledad y aislamiento y aderezado con los copos de alguna nevada que, ocasionalmente, se descolgaba desde el manto de nubes.
En condiciones normales, los Fiordos del Oeste son de una belleza tan extraña como etérea. Aquella mañana, parecían empeñados en superar su ya elevado listón. El paisaje, reducido a una estrecha franja entre el mar, de un azul ceniciento, y unas nubes grisáceas, flotando a pocos metros sobre su superficie, se desplegaba lentamente, apareciendo fugazmente entre la bruma. Según me adentraba en Kerlingarfjörður, podía apreciar claramente un laberinto de escollos repartido por sus someras aguas. En cambio, apenas era posible distinguir la orilla opuesta del fiordo, difuminada por la bruma a tan solo 2.500 metros de distancia.
Poco después me encontré con el fondo del fiordo envuelto por una caótica superficie congelada, en la que era complicado distinguir los límites entre la tierra y el mar. Una infinidad de bloques de hielo, dejados atrás por la marea, se repartía sobre la tierra que había quedado expuesta durante la bajamar. La playa estaba cubierta por una extraña mezcolanza entre bloques a medio derretir y agua al borde de la congelación, incapaz de deslizarse hacia el fiordo. Sobre la oscura superficie de éste, nadaba un pequeño grupo de patos, aparentemente indiferentes a las gélidas temperaturas del aire y el agua. Eran la única nota de vida, en una naturaleza aparentemente inerte.
Vattarfjörður, el siguiente fiordo, presentaba un aspecto todavía más anárquico. Aquí, ni tan siquiera era posible distinguir la playa, oculta entre placas de hielo rotas por el descenso de la marea y una zona de agua congelada, formando extrañas texturas. La bruma era más densa y flotaba a menor altura, impidiéndome ver la orilla opuesta del fiordo. Además, la total ausencia de plantas, aunque fueran simples troncos pelados, esperando el regreso de la primavera, o de algún ave merodeando por la zona, ayudaba a resaltar la dureza del entorno.
Poco antes de las once y media, me cruzaba con una máquina quitanieves, que me aportó una reconfortante dosis de tranquilidad. Aunque, como suele ser común en Islandia, no limpiaba completamente la carretera, dejando una fina capa de nieve compactada sobre el asfalto, aquel encuentro significaba que seguían trabajando en la carretera. Además, aunque continuaba nevando débilmente, a partir de ese momento tenía una zona mas amplia sobre la que circular. En cualquier caso, continué avanzando por una carretera solitaria, con mi campo de visión limitado a unos pocos centenares de metros.
Aunque a esas alturas pudiera parecerme imposible, el paisaje era cada vez más fascinante. Los últimos 1.500 metros del tramo final del Skálmarfjörður parecían estar congelados. Una pequeña banquisa se entremezclaba con las zonas libres de hielo. Los bloques ganaban en tamaño y densidad según me adentraba en el fiordo, hasta cubrir completamente la superficie de éste.
Una vez más, en el fondo del Skálmarfjörður, la marea baja había dejado atrás una caótica superficie de bloques de hielo, formando un paisaje extraño, que al principio me costó interpretar. Aquí, el mayor espesor del hielo hacía imposible estar seguro de qué había debajo, aunque en algunos lugares era evidente que el agua se había congelado durante la pleamar, sobre islotes rocosos. El resultado, al descender la marea, eran extraños amontonamientos de hielo, destacando por encima de una superficie blanca que, en comparación, resultaba mas anodina.
Poco después, pasadas las once y media, comenzaba el ascenso hacia Klettsháls. Aunque, a priori, el incremento de altitud podía complicar la conducción, tuve suerte. Apenas había niebla y, contra todo pronóstico, la parte más alta de la carretera estaba completamente libre de nieve. Por primera vez en el día, pude conducir directamente sobre asfalto. Quizá el intenso vendaval del día anterior había limpiado la carretera. No se me ocurre otra explicación.
En cualquier caso, según iniciaba el descenso hacia el Kollafjörður, la carretera no tardó en volver a estar cubierta de nieve. Una vez más, el fondo del fiordo estaba completamente cubierto de hielo. Aunque, en esta ocasión, la zona de transición con las aguas abiertas era mucho más clara. En el lado occidental del fiordo, una nítida línea marcaba el límite entre el agua y el hielo. En la orilla oriental, donde me encontraba, una zona de grandes bloques de hielo se entremezclaba con otra en la que el agua parecía estar en proceso de congelación. En todo caso, apenas pude detenerme. De nuevo comenzaba a nevar y aún estaba a 323 kilómetros de mi destino.
Reanudé mi avance hacia el este, en medio de una débil nevada. La parte relativamente limpia de la carretera se había vuelto a reducir a un único carril, pero éste mostraba huellas del reciente paso de algún vehículo. Tan solo 70 kilómetros me separaban del cruce con la carretera 61, a partir del cual aumentaría el nivel de tráfico. Pero estaba llegando a Ódrjúgsháls, el paso más complicado de la zona. Un tramo sin asfaltar, en el que debería descender por una sinuosa pendiente con una inclinación del 15%.
Atravesar Ódrjúgsháls acabó siendo menos complicado de lo que temía. Bastó con conducir en una marcha muy corta, sin dejar que el coche se embalara en ningún momento. Al otro lado, me encontré con otro fiordo parcialmente congelado. En este caso el Djúpifjörður, encajonado entre las penínsulas de Hallsteinsnes, al este, y Grónes, hacia occidente. Hice una breve pausa, para estirar las piernas y comprobar por enésima vez el estado de las carreteras. A priori, sin ningún problema, aunque aún tenía que superar Hjallaháls, otro páramo sin asfaltar.
Atravesé el pequeño paso bajo una nevada de cierta intensidad, para llegar a la orilla del Þorskafjörður quince minutos antes de la una. El fiordo estaba casi completamente congelado, aunque en su área central había una amplia zona libre de hielos. Quizá fuera consecuencia de las obras de un nuevo puente, que deberían estar finalizadas para el verano de 2024. El puente forma parte de un ambicioso proyecto que, cuando esté completado, sustituirá la ruta actual, evitando el paso por Ódrjúgsháls y Hjallaháls.
En la orilla del Þorskafjörður regresé a la seguridad del asfalto. Por una parte, respiré aliviado. Había logrado superar la parte más complicada de la ruta y, a partir de ese punto, no tenía ningún tramo de tierra por delante. Tan solo me encontraba a 27 kilómetros del desvío de la carretera 61. Aunque también me invadió esa curiosa sensación de pérdida que, en Islandia, siento cada vez que vuelvo a la zona más civilizada del país.
Como si quisiera despedirse con sus mejores galas, Vestfjarðavegur me regaló una espléndida vista sobre Berufjörður. Otro de los topónimos repetidos de Islandia, que no debemos confundir con su homónimo en el extremo opuesto de la isla. Tras la última nevada, la tarde se había vuelto asombrosamente serena, con el sol intentando romper entre las nubes, mientras teñía de tonos plateados las grisáceas aguas del fiordo. Todo ello con las montañas del norte de Vesturland como telón de fondo. La vista era tan espléndida, que tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para seguir mi camino, sin hacer un desvío hacia Reykhólar.
Quince minutos antes de las dos llegaba al cruce entre las carreteras 60 y 61. Me incorporaba a Djúpvegur, la ruta que suelen utilizar los habitantes del norte de los Fiordos del Oeste cuando quieren viajar en invierno a Reikiavik. Por una parte, se acaban los largos kilómetros conduciendo a mis anchas por carreteras solitarias. A cambio, encontraría un asfalto mucho más limpio y, sobre todo, la relativa seguridad que, en el duro invierno islandés, te ofrece la compañía de otros conductores.
En los 25 kilómetros de Djúpvegur, atravesando Bæjardalsheiði, encontré más vehículos que los que había visto en lo que llevaba de día. Superé el paso sin problemas, para encontrarme en Hólmavík con una gasolinera averiada. Un magnífico recordatorio de porqué es importante repostar en Islandia con frecuencia. Podría haber llegado a Ísafjörður con la gasolina que llevaba en el depósito, pero en los inviernos de la Tierra de Hielo nunca es aconsejable apurar el combustible. Afortunadamente, en Hólmavík hay dos gasolineras. Y la otra funcionaba sin ningún problema.
Unos kilómetros más allá de Hólmavík, la carretera se alejaba nuevamente del fiordo, para comenzar el largo ascenso a Steingrimsfjörðurheiði. Muy pronto, la mayor altitud se combinó con la lejanía del mar para trasladarme de nuevo a un mundo dominado por el blanco, en el que la única nota de color la ponían las hileras de postes amarillos que flanqueaban la carretera. En cualquier caso, tampoco encontré mayor problema para recorrerla. Estaba en una ruta principal, con un tráfico relativamente intenso, que mantenía la carretera razonablemente despejada.
A las tres y veinte llegaba a la orilla del Ísafjarðardjúp, el mayor fiordo de Islandia. Estaba cerca de su extremo oriental, por lo que aún debía recorrer 171 kilómetros para llegar a Ísafjörður. Tenía que acelerar el ritmo, o llegaría a mi destino de noche. En ese momento, recordé que aún no había reservado hotel. Hice una breve pausa junto a una cascada sin nombre, para descubrir que, contra todo pronóstico, el hotel Ísafjörður Torg no tenía disponibilidad. Parecía tratarse de un error de la aplicación. Podía haber llamado por teléfono pero, sobre la marcha, pasé al plan B. Iría a dormir a Suðureyri, unos kilómetros más allá.
La tarde avanzaba, mientras yo saltaba de fiordo en fiordo, zigzagueando por los recovecos de la orilla meridional del Ísafjarðardjúp. Un paisaje que rivalizaba en interés con el que había recorrido por la mañana. Más agreste y grandioso, aunque mucho menos remoto y solitario. Siempre me ha resultado complicado decidirme por una u otra zona de los fiordos noroccidentales de Islandia. Aquel día no iba a ser la excepción.
La temperatura, que había ido subiendo según avanzaba el día, era todavía más alta en la orilla meridional del Ísafjarðardjúp. El resultado era un paisaje mucho menos blanco y una carretera prácticamente limpia de nieve, por la que podía conducir con bastante seguridad. En cualquier caso, como suele ser común en Islandia, en medio de aquel impresionante entorno resultaba complicado mantener la atención en la conducción. La nieve y las duras condiciones de la mañana habían dado paso a un mundo si cabe más extraño, en el que las laderas congeladas parecían derretirse como un helado en una soleada tarde veraniega del sur de España. Había agua por todas partes. Rezumando por las laderas, chorreando de los carámbanos, formando arroyos en las cunetas. La escena tenía un cierto aire apocalíptico.
A esas alturas de la tarde, me encontraba envuelto en una carrera personal por llegar con algo de luz al mirador que hay en el extremo norte del Eyrarfjall. Uno de los topónimos más repetidos de Islandia, en este caso flanqueado por dos fiordos. Al este, el Seyðisfjörður, que comparte nombre con otro fiordo en el extremo oriental de la isla. Al oeste, el hermoso Álftafjörður, el Fiordo del Cisne. Un topónimo que también encontraremos varias veces a lo largo de la intrincada costa de Islandia.
Pese a la inminencia del ocaso, la vista desde Eyrarfjall resultó aún más hermosa que aquella que recordaba de mi anterior paso por el lugar. Hacia el suroeste, el impresionante fondo del Álftafjörður se difuminaba entre las nubes y la menguante luz. Al otro lado del fiordo, comenzaban a encenderse las luces de Súðavík. Una localidad tristemente célebre en Islandia por la avalancha de enero de 1995, que obligó a trasladar la población a una ubicación más segura.
Hacia el norte, la vista no se quedaba atrás. Mas allá de las aguas del Ísafjarðardjúp, justo por debajo de un manto de nubes cada vez más oscuro, un valle glaciar de libro rompía la monotonía de la costa septentrional del fiordo. Era Ytraskarð, cuya silueta, formando una U casi perfecta, llevaba un buen rato llamándome la atención.
Llegué frente a Ísafjörður poco después de las seis de la tarde, con el ocaso avanzando rápidamente. Las luces de la ciudad, ya encendidas, daban un sutil tinte cálido a la dura escena que tenía al frente. La capital de los Fiordos del Oeste se extendía en una delgada línea, entre las oscuras aguas del Skutulsfjörður y la abrupta ladera de otro de los numerosos montes denominados Eyrarfjall que se reparten por la región más noroccidental de Islandia.
Media hora más tarde, llegaba a Suðureyri. Un lugar con menos de 300 habitantes, de los que aquella noche tan solo logré ver a uno. En concreto, la persona que me entregó la llave de mi habitación en el hotel Fisherman, donde también resulté ser el único cliente. Además, tuvo la amabilidad de prepararme algo de comida y de acompañarme durante la cena, que pasamos comentando las difíciles condiciones de vida en la zona durante los prolongados meses de invierno. Después, salí a dar un breve paseo. por una ciudad fantasma en la que parecía ser el único habitante. En ese momento, comenzó a nevar. Fue el argumento definitivo para buscar el calor de mi habitación.
Había pasado prácticamente todo el día conduciendo. Mi desvío imprevisto hasta Suðureyri acabó elevando la longitud del trayecto hasta los 458 kilómetros, que tardé en recorrer más de nueve horas y media. Aunque, como tantas veces ocurre en Islandia, la propia conducción en condiciones complicadas incrementó el interés del itinerario, hasta convertirlo en el protagonista indiscutible de la jornada. Kilómetros y kilómetros avanzando por carreteras vacías, en condiciones cambiantes, entreviendo paisajes de una belleza singular. Un mundo duro y hostil que, sin embargo, ejerce sobre mí una irresistible atracción. La soledad, el reto y la incertidumbre se unen a un entorno tan mágico como extraño, para crear una experiencia única, que no me canso de experimentar. Lo confieso, soy adicto a la Islandia extrema.
Para ampliar la información.
En este mismo blog, quien no esté familiarizado con la conducción invernal en Islandia puede visitar https://depuertoenpuerto.com/conducir-en-islandia-el-invierno/.
Los que busquen información sobre la zona en verano, la encontrarán en estas entradas:
En https://depuertoenpuerto.com/de-patreksfjordur-a-saelingsdalur/ se puede ver la primera parte de este trayecto, recorriendo el tramo meridional de la carretera 60.
En https://depuertoenpuerto.com/de-heydalur-a-isafjordur/ describo un recorrido por la orilla sur del Ísafjarðardjúp.
Encontrarás una entrada sobre el itinerario directo entre Ísafjörður y Patreksfjörður en https://depuertoenpuerto.com/de-isafjordur-a-patreksfjordur/.
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