A pesar de estar viajado a Islandia por décima ocasión, jamás había visitado una cueva de hielo. Por un lado, en su mayor parte tan solo son accesibles en invierno. Durante el corto estío islandés, se las considera demasiado inestables. Nuestro intento de visitar una de las pocas que son accesibles en verano, en el Langjökull, había acabado en fracaso. A esto se une mi escasa afición a las actividades en grupo. En invierno, cuando viajo a Islandia en solitario, suelo preferir recorrer a mi ritmo sus páramos desolados a la interacción con otros humanos.
En cualquier caso, mi cuarto viaje invernal a Islandia estaba resultando bastante atípico. Después de pasar tres días compartiendo aventuras en Ásgarður, junto al corazón de las salvajes Tierras Altas, estaba más dispuesto que nunca a realizar una actividad «enlatada». Tras otras dos jornadas solitarias, fotografiando el fascinante entorno de Eystrahorn, me animé a romper nuevamente una de mis reglas viajeras. Acabé contratando una excursión organizada, con el rimbombante nombre de «Cueva de Hielo Azul Cristalino». Tras cruzar el Rubicón, en forma de un abultado cargo en la tarjeta de crédito, la suerte estaba echada.
La excursión partía del aparcamiento principal de Jökulsárlón. Uno de los lugares (el aparcamiento, no la laguna) que más detesto de Islandia. Coches, autobuses, contenedores reconvertidos en baños públicos, puestos de venta de perritos calientes, gente gritando y haciendo cola para todo . . . Y, en medio de aquel pequeño caos, el enorme «super jeep» que nos debía llevar a la cueva de hielo. Al menos, éramos un grupo relativamente pequeño. Apenas una decena de personas, dirigidas por un guía islandés, que además haría las veces de conductor. Por puro azar, acabé sentándome en el mejor asiento del vehículo, en la primera fila del lado derecho. Aquello comenzaba con buen pie.
Exactamente quince minutos antes de la una de la tarde, atravesábamos en dirección oeste el puente sobre el Jökulsá á Breiðamerkursandi. El pequeño río domesticado, con apenas 500 metros de longitud, por el que desagua la mayor laguna glaciar de Islandia. Excepto cuando la marea está alta. La laguna se encuentra tan cerca de la costa y a tan escasa altitud que, en determinadas ocasiones, el río termina fluyendo tierra adentro.
Poco después, nos desviábamos por Breiðárlónsvegur. La misma «carretera» por la que había intentado conducir un año atrás. Sin demasiado éxito, todo hay que decirlo. Esta vez, estaba aún en peor estado. Quizá había menos charcos, pero en algunos tramos, las rodadas en la nieve congelada eran bastante más profundas. En cualquier caso, no suponían mayor problema para el descomunal Mercedes en el que íbamos montados.
Tardamos unos 35 minutos en llegar al final de la pista. Allí, el guía repartió un par de crampones y un casco con lámpara frontal por cabeza, seguidos por unas breves instrucciones sobre cómo desenvolvernos en la cueva. A continuación, vino un corto paseo sobre la gélida superficie del Breiðamerkurjökull. El glaciar es una de las principales lenguas meridionales del gran Vatnajökull. Su retroceso, que comenzó alrededor de 1890, ha sido la causa del nacimiento de Jökulsárlón. Anteriormente, sus hielos llegaban prácticamente hasta la costa. Aunque tenemos constancia histórica de que, durante la lejana época del landnámsöld, el frente glaciar estuvo 20 kilómetros al norte de su ubicación actual.
En apenas diez minutos llegamos frente a una antiestética caseta de madera, medio enterrada entre el hielo. Aunque las cuevas de hielo turísticas sean de origen natural, su interior ha sido acondicionado para facilitar el acceso. Las distintas empresas de excursiones colocan cuerdas y esculpen peldaños, intentando facilitar el tránsito por las galerías. La casamata era, principalmente, una forma de proteger su inversión, al permitir cerrar el paso. Una práctica que, en Islandia, genera cierta polémica.
Nos adentramos en una estrecha cueva, entre paredes formadas por un hermoso hielo azul y un suelo de nieve congelada. El lugar resultaba de una belleza indudable, aunque las posibilidades de disfrutarlo tranquilamente eran entre escasas y nulas. No tenías más remedio que moverte al ritmo que marcaba el guía, embutido entre otras nueve personas.
Aunque, todo hay que decirlo, el guía que nos tocó fue todo un lujo. Se notaba que le apasionaba su trabajo. Disfrutaba dando explicaciones sobre todo aquello que íbamos encontrando y respondiendo a cualquier pregunta que se nos ocurriera hacer. También tuve suerte con los compañeros de grupo. No había ningún «graciosillo» y era evidente que también estaban disfrutando con la visita y las explicaciones que recibíamos. Explicaciones que, de vez en cuando, se entremezclaban con algún chasquido seco, procedente del hielo. El Breiðamerkurjökull parecía querernos recordar que seguía vivo, moviéndose incansablemente hacia el sur.
El lugar era un pequeño laberinto, formado por varias grietas y galerías, que se entrelazaban y ramificaban bajo el glaciar. Aunque la ruta estaba perfectamente señalizada con cuerdas, no resultaba complicado desorientarse. En casi todas las galerías, la increíble transparencia del hielo se combinaba con un día anormalmente luminoso para crear una iluminación perfecta, que hacía el lugar aún más atractivo. Fue una lástima no disponer de más tiempo para fotografiarlo con calma.
Aunque, según nos adentrábamos en las entrañas del laberinto, la luz comenzó a escasear. Además, los hermosos tonos azulados, fruto de la mayor capacidad de absorción de la nieve comprimida en la banda larga del espectro visible, se iban tornando cada vez más verdosos, quizá por la presencia de impurezas en el hielo. El resultado era, si cabe, aún más irreal que en la zona azul de la cueva. Aunque también más difícil de plasmar en una foto.
Finalmente, tras pasar casi 30 minutos en el interior del Breiðamerkurjökull, llegó el «momento Instagram». En un lugar perfectamente estudiado, nuestro guía nos iba haciendo pasar, de uno en uno o por parejas, haciéndonos la foto perfecta para subir a las redes sociales. Una imagen en la que la cueva parece mucho más grande de lo que en realidad es y que, con toda probabilidad, acabará convertida en una eficaz herramienta de márketing. En Islandia, no suelen dar puntada sin hilo.
Después, salimos a la superficie por otra casamata de madera. Aunque, rodeado por el hielo, había sido difícil apreciarlo, el laberíntico recorrido en realidad era un circuito lineal, perfectamente estudiado. Su operativa era muy similar a la de una atracción de cualquier parque temático. Aquello estaba preparado para «procesar» cientos de personas al día. Con la principal diferencia de que la inversión era relativamente baja, mientras los precios habrían sido la envidia de cualquier parque español.
Cuando regresé al aire libre, comprendí que también había acertado con la hora. Haciendo el recorrido prácticamente al mediodía, llegué en plena «hora valle», entre los grupos de la mañana y los de la tarde. Ahora, frente a la casamata de entrada, se estaba formando una pequeña fila. Y el flujo de grupos, caminando cuesta arriba sobre el glaciar, era incesante. Prefiero no imaginar cómo puede ser visitar un espacio tan angosto y reducido, rodeado de tanta gente.
Tras desandar el camino hasta el «super jeep» y recorrer Breiðárlónsvegur en sentido contrario, disfrutando fugazmente de las vistas sobre Breiðárlón que no había alcanzado a contemplar el año anterior, a las tres y diez estábamos de vuelta en el aparcamiento de Jökulsárlón.
¿Mereció la pena? No tengo una respuesta clara. El recorrido fue sin duda interesante y la cueva de hielo de una belleza extraordinaria. Además, como ya he comentado, los dioses nórdicos tuvieron a bien obsequiarme con una de esas raras ocasiones en las que todo te viene de cara: el clima, el asiento, el guía, los compañeros de ruta, la hora . . . De haber fallado alguno de estos factores, mi opinión probablemente sería mucho más negativa. Aunque, por encima de todo, está el eterno «pero» a cualquier actividad organizada en Islandia: la isla tiene tanto que ver, con la posibilidad de hacerlo a tu aire y generalmente en la más absoluta de las soledades, que emplear mi precioso tiempo en la Tierra de Hielo «empaquetado» en un grupo suele parecerme un auténtico desperdicio. Si tuviera que elegir entre la espléndida excursión a Morsárdalur del año anterior y la que acabo de describir, no dudaría ni un segundo. A pesar de que la primera fue, en cierto modo, un fracaso, del que regresé literalmente agotado.
Una última consideración. Ten en cuenta que las cuevas de hielo cambian continuamente. Un buen ejemplo es la que existe en el Katla. La otra opción que estuve considerando durante este viaje, además de una de las pocas que suele ser accesible en verano. El espectacular arco de hielo, que era uno de sus principales reclamos, colapsó durante la siguiente primavera. Podría decirse que cada visita a una cueva de hielo acabará siendo única, para bien o para mal. Las galerías, las texturas, los colores, todo cambia continuamente. Por tanto, si decides visitar alguna, procura mantener tus expectativas bajas y, como siempre en Islandia, llevar contigo una dosis de resistencia a la frustración. Quizá no seas capaz de contemplar la espectaculares imágenes que has visto en una página web, pero al menos podrás ver, de primera mano, un extraño fenómeno natural, que se da en muy pocas zonas del planeta.
¿Son peligrosas las cuevas de hielo?
En los siete meses que han pasado entre el recorrido que acabo de describir y la publicación de la entrada del blog que estás leyendo, esta misma cueva sufrió un desprendimiento, con el trágico resultado de una persona muerta y otra herida. A lo que, en Islandia, ha seguido una intensa polémica, que provocó la suspensión de toda visita a las cuevas en lo que quedaba de verano.
Imagino que las cuevas reabrirán tan pronto como regrese el invierno. Esperemos que con medidas de seguridad reforzadas y, lo que es casi más importante, explicando correctamente a los excursionistas los riesgos que corren. Islandia no es un parque temático, por mucho que determinadas empresas turísticas y parte de sus visitantes se empeñen en comportarse como si lo fuera. Su naturaleza, asombrosamente hostil, tiene siempre la última palabra sobre el destino de todos aquellos que la visitamos. Lo importante es saberlo y asumir (o no) los riesgos conscientemente y con la debida información.
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Para ampliar la información.
También es recomendable leer el artículo en español de Guide to Iceland sobre el mismo tema: https://guidetoiceland.is/es/naturaleza-en-islandia/cuevas-de-hielo-en-islandia.
En inglés, puedes encontrar consejos desde el punto de vista fotográfico en https://iceland-photo-tours.com/articles/photography-tutorials/complete-guide-to-photographing-ice-caves-in-iceland.
Contraté la excursión con Troll Expeditions (https://troll.is/ice-caves-in-iceland/), aunque acabé haciéndola con Ingos Icebreaking Tours (https://icebreakingtours.com/). Una práctica (la de la subcontratación) muy habitual en Islandia.
Uno de los problemas de este tipo de excursión es la falta de oportunidades para hacer fotografía. Si éste es tu principal objetivo, quizá sea mejor que busques alternativas más relajadas, aunque también resultarán más caras. Una buena opción puede ser https://www.stepman.is/ o una combinación entre viaje en helicóptero y visita a una cueva de hielo: https://flightseeing.is/product/3144927683.
El blog de Stepman tiene una interesante reflexión sobre el trágico accidente que se produjo en esta misma cueva: https://www.stepman.is/2024/08/27/thoughts-on-recent-events/.