Tras detenernos unos minutos en el hotel de Djúpavík, los justos para registrarnos y averiguar la hora límite para cenar, seguimos nuestra ruta hacia el norte. No teníamos un plan muy claro. Tan solo una vaga referencia de una carretera de montaña que avanzaba zigzagueando hacia el norte por la costa, para ir a morir junto a un río en medio de ninguna parte. Sabíamos que era la pista que más se interna en la costa septentrional de los Fiordos del Oeste, pero poco más.
Más allá de Djúpavík, la 643, también conocida como Strandavegur, seguía avanzando hacia el oeste, adentrándose hasta el fondo del Reykjarfjörður. Tras alcanzarlo, describía un amplio giro de 180º, para regresar hacia el este recorriendo ahora la orilla septentrional del fiordo. Tanto la carretera como las espléndidas vistas que ofrecía eran muy similares a las que habíamos podido disfrutar de camino a Djúpavík. Una pista de tierra, razonablemente bien mantenida, que zigzagueaba sin parar por un impresionante entorno de montañas, envueltas entre nubes y brazos de mar.
La pista iba mas o menos paralela al Reykjarfjörður, aunque a veces la orografía del fiordo la obligaba a separarse de éste y tomar altura. En estas ocasiones, al aliciente de una conducción mas entretenida se añadían las mejores vistas que ofrecía la mayor elevación, aunque ésta en ningún caso fuera excesiva. Al otro lado del brazo de mar, se elevaba la extraña silueta del monte Kambur, coronada por una afilada cresta de rocas. Era la misma montaña que habíamos contemplado desde el sur, mientras recorríamos el Veiðileysufjörður camino de Djúpavík. Mas allá, la mole del Byrgisvíkurfjall sobresalía por encima de una gran nube, aferrada a su ladera.
Poco antes de llegar a Gjögur, la pista se separaba de la costa, atajando por el interior de la península. Durante unos minutos, perdimos de vista el mar, mientras rodeábamos el lago Gjögurvatn camino de Trékyllisvík. Una vez llegamos a la ensenada, embelesados con el paisaje casi nos pasamos de largo del cruce con la 649. Ésta se adentraba hacia un collado, entre montañas cuyas cimas rozaban las nubes. Afortunadamente, el collado estaba por debajo de éstas. Aprovechamos para hacer una breve pausa y contemplar el espléndido panorama.
Hacia el este, podíamos ver Trékyllisvík, en cuyas orillas había alguna granja dispersa. Por contra, hacia el oeste, la única señal de civilización era la estrecha pista, avanzando ceñida al mar. A lo lejos, apenas distinguíamos las cimas de Drangaskörđ, adentrándose en el mar como si fuera la espina dorsal de algún monstruo prehistórico parcialmente sumergido. Sabíamos que no llegaríamos hasta ellas, pues la pista terminaba once kilómetros al sur. Más allá, fuera de nuestra vista, se encontraba Hornstrandir, la región más remota de Islandia. Sin pistas y completamente deshabitada, tan solo es accesible por mar o andando.
Iniciamos el vertiginoso descenso hacia el Ingólfsfjörður, que alcanzamos en un lugar llamado Eyri. La dispersa agrupación de casas parecía una versión reducida de Djúpavík, aún más remota y decrépita. Factoría de procesado de arenques incluida. En este caso, había sido edificada por la empresa Ingólfur hf. entre 1942 y 1944. Pero la instalación tuvo una vida útil extraordinariamente corta. El brusco descenso de las capturas forzó su cierre en 1952, dos años antes que la de Djúpavík. No nos detuvimos en Eyri. Aún teníamos 15 kilómetros por delante, que suponíamos serían los peores. Seguimos avanzando, por una pista que pasaba literalmente bajo la vieja factoría.
En Eyri la «carretera» 649 se convirtió en la F649, solo apta para vehículos con tracción a las cuatro ruedas. Al principio, apenas notamos la diferencia. Simplemente, la pista era algo más estrecha. Pero, según avanzábamos por la orilla septentrional del Ingólfsfjörður, el firme iba estando cada vez en peor estado. Los baches era más profundos y abundantes y comenzaron a aparecer charcos y zonas húmedas.
Quince minutos después de haber pasado bajo la decrépita factoría de Ingólfsfjörður, al salir de una curva, nos dimos de bruces con una gran manada de caballos islandeses, dirigida por un grupo de jinetes. Nos apartamos a un lado de la pista, donde esperamos tranquilamente a que terminaran de pasar. Uno más de los tan insólitos como hermosos momentos que te regala la conducción en Islandia.
Al filo de las cinco y media, teníamos a la vista Ófeigsfjörður. Una granja solitaria, habitada únicamente durante el corto verano islandés. Más allá de sus casas, podíamos ver Húsárfoss, despeñándose desde el desolado interior de Strandir. La sensación de aislamiento y soledad que transmitía la granja era asombrosa, a pesar de que en sus inmediaciones había aparcados unos cuantos coches.
Aún faltaban cinco kilómetros para nuestro destino, en la remota Hvalárfoss. Habíamos superado un par de vados, prácticamente secos, y aún nos quedaban otros seis. Pero, viendo el escaso caudal de Húsárfoss, pensamos que no encontraríamos mayor problema. Estábamos equivocados. Tras atravesar otros tres vados que eran poco más que charcos, llegamos frente al río Húsá. Éste tenía un caudal muy reducido, pero el vado estaba junto a su desembocadura y habíamos llegado poco antes de la pleamar. El río fluía tierra adentro, señal inequívoca de que la marea seguía subiendo. No nos pareció prudente atravesarlo.
Siendo sincero, el vado tan solo fue uno de los factores que nos llevaron a renunciar a nuestro destino final, que por otra parte nunca habíamos estado seguros de poder alcanzar. La niebla estaba cada vez más baja y nos preocupaba el collado que debíamos saltar entre Ingólfsfjörður y Trékyllisvík. También teníamos una gran manada de caballos, que seguramente nos ralentizaría en nuestra vuelta hacia Eyri. Por último, comenzaba a hacerse tarde y estábamos bastante cansados. Tanto, que al final tampoco intentamos llegar a Húsárfoss, de la que nos separaba un corto paseo de quince minutos.
La mala suerte que tuvimos en el vado del Húsá se compensó durante el camino de vuelta. Alcanzamos a los caballos justo mientras hacían un descaso en la granja de Ingólfsfjörður, ubicada en el fondo del fiordo. También nos libramos de la niebla, aunque en este caso por los pelos. Superados los dos posibles contratiempos, pudimos relajarnos y desandar el camino a Djúpavík disfrutando del paisaje.
Éste se había vuelto, si cabe, más impresionante. El atardecer avanzaba lenta pero inexorablemente. La niebla, cada vez más baja, acrecentaba el halo de misterio que envolvía al lugar. Cuando regresamos al Reykjarfjörður, apenas podíamos ver el Byrgisvíkurfjall, en cuya cima las nubes parecían estar ganando lentamente la batalla. De la hermosa silueta del Kambur, no había el menor rastro.
Según nos adentrábamos en el fiordo, recorriendo su orilla norte, hubo un momento de una extraña belleza. La pista zigzagueaba, siguiendo la ladera a media altura, mientras desde ésta una «cascada» de nubes se precipitaba hacia el fiordo. Parecía una carrera, por ver quién alcanzaba antes la última cuesta, antes de que la carretera volviera a descender hacia el Reykjarfjörður. Pero las nubes se iban disolviendo según descendían, por lo que en ningún momento llegamos a conducir entre la niebla.
Como suele ser frecuente en Islandia, el día cambió según avanzábamos por la pista hacia el fondo del fiordo. En este caso a mejor. En el interior del Reykjarfjörður, las nubes estaban más altas y no había indicios de niebla. Incluso el sol intentaba romper en algunos puntos, creando curiosos contrastes de luces y sombras.
Hicimos una última pausa en la orilla meridional del fiordo, poco antes de regresar a Djúpavík. La sensación de paz era asombrosa. Desde la orilla, en medio de un silencio tan solo roto por el viento, podíamos ver cómo las montañas de la costa septentrional del Reykjarfjörður iban desapareciendo, devoradas lentamente por la niebla. El sol aun intentaba dar una última batalla, iluminando débilmente algunas nubes. En una roca cercana, un grupo de fulmares descansaba tranquilamente, indiferentes a nuestra presencia.
Regresamos a Djúpavík poco antes de las siete y media, con apenas media hora de margen para la cena. La excursión, en la que entre ida y vuelta habíamos recorrido 92 kilómetros, nos había llevado casi tres horas y media. Aunque no logramos llegar a nuestro último objetivo, los paisajes que pudimos disfrutar cumplieron con creces nuestras expectativas. También tuvimos mucha suerte con las condiciones atmosféricas. Ni llovió ni tuvimos niebla, pero pudimos recorrer un paisaje rodeado de brumas de una increíble belleza, difícil de explicar. Los Fiordos del Oeste en estado puro.
A pesar de lo cual, creo que cometimos varios errores. El principal fue la falta de tiempo. Sé que no teníamos muchas opciones, habiendo llegado a Djúpavík más tarde de lo previsto, pero si tuviera que volver a planificar el viaje, pasaría dos noches en Djúpavík y dedicaría un día entero a visitar lo que hay más allá. Habría sido interesante recorrer la factoría abandonada de Ingólfsfjörður y tener tiempo para acercarnos a Húsárfoss y a Norðurfjörður, al final de la 643. También nos equivocamos al no tener en cuenta el horario de las mareas, que nos impidieron llegar a Hvalárfoss. Al día siguiente, enmendaríamos al menos uno de esos errores.
En inglés, hay un buen artículo sobre la zona en Guide to Iceland: https://guidetoiceland.is/connect-with-locals/regina/the-remote-strandir-in-the-westfjords-of-iceland.
Iceland The Beautiful tiene una entrada sobre Húsárfoss (https://icelandthebeautiful.com/husarfoss-waterfall-ofeigsfjordur-strandir-westfjords-iceland/) y otro sobre la factoría abandonada de Ingólfsfjörður (https://icelandthebeautiful.com/abandoned-hering-factory-eyri-strandir-westfjords-iceland/).
Sobre ésta última, se puede ver una buena galería fotográfica en https://www.urbex.nl/herring-factory-ingolfsfjordur/.
El blog de Rajan Parrikar tiene una entrada sobre Ófeigsfjörður: http://blog.parrikar.com/2017/08/13/ofeigsfjordur/.
Para mí, la costa de Strandir es una de las más especiales de toda Islandia… la soledad, el viento, los ostreros…
Fue mi último viaje en la isla con un Suzuki Jimny, que se desenvolvía muy bien en esas «carreteras» (y servía también de hotel, con los asientos tumbados, jaja).
Alguna nota, el que está después de Djupavík es el ayuntamiento más pequeño de Islandia: Árneshreppur. Aparece reflejado en la película islandesa The last autumn, donde se ve un poco la forma de vida de la zona y su decadencia (nosotros comimos pescado en el café del puerto). Me quedó la espinita de no continuar camino después de la granja abandonada de Ingólfsfjörður, así que he continuado un poco a través de las fotografías y relato de la entrada, ¡genial!
Djupavík también aparece reflejado en el documental de Sigur Rós, Heima (tocan una canción en el interior de uno de los grandes depósitos abandonados).
Gracias por el artículo
Hola Ernesto. Gracias por tu interesante aportación.
No conocía «The Last Autumn», pero tiene aspecto de merecer la pena. Intentaré verlo, aunque quizá no sea muy buena idea. Acabará alimentando mi ya intensa añoranza por una de las zonas más mágicas de Islandia.
La verdad es que si que parece el fin del mundo. Un lugar realmente solitario. Debe ser muy duro vivir allí, aunque solo sea el verano.
Muchas gracias por compartir estos parajes.
Mas que duro, debe ser complicado. Pero a los islandeses les encantan los lugares remotos y vivir en contacto con la naturaleza. Las pocas personas que vimos por la zona parecían muy felices.