El plan para nuestra segunda jornada en los Fiordos del Oeste consistía en recorrer la carretera 643 hasta su comienzo, para luego saltar por la 61 hasta Ísafjarðardjúp, el gran fiordo que prácticamente parte la región en dos. Una vez allí, daríamos un rodeo hasta el final de Snæfjallastrandarvegur, para acabar durmiendo en la granja de Heydalur, en el Mjóifjörður. Pero, como tantas veces ocurre en Islandia, nuestros planes duraron lo que tardamos en salir a la calle, donde nos encontramos con las nubes flotando apenas unos metros por encima de nuestras cabezas. Teníamos que pasar del Reykjarfjörður al Veiðileysufjörður superando un puerto de montaña a unos 250 metros de altitud. Además de la dificultad de conducir por la pista entre una espesa niebla, nos perderíamos los espectaculares paisajes que habíamos podido disfrutar el día anterior.

Niebla sobre Djúpavík

Niebla sobre Djúpavík.

Sobre la marcha decidimos hacer tiempo dando un rodeo hasta Norðurfjörður, aprovechando para intentar explorar Fellsvegur, la carretera que no habíamos podido recorrer en la jornada previa, durante nuestra excursión hasta Ófeigsfjörður. Al final, tendríamos que regresar a Djúpavík, pues la 643 es un callejón sin salida hacia el norte, pero con suerte la niebla habría levantado y podríamos disfrutar de nuevo de las impresionantes vistas sobre el Veiðileysufjörður.

Arrancamos sobre las nueve de la mañana. Ya conocíamos la pista y las nubes bajas ocultaban buena parte del paisaje, por lo que avanzábamos con relativa rapidez. A pesar de que, en algunas ocasiones, acabamos conduciendo entre la niebla, el simple hecho de no detenernos hizo que en poco más de treinta minutos estuviéramos en Norðurfjörður.

Norðurfjörður

Norðurfjörður.

El lugar era remoto, pero no tanto como Ófeigsfjörður. Tenía un pequeño puerto, un café que solo abría en las tardes de verano y hasta un surtidor de gasolina. Un diminuto oasis de civilización en la remota costa de Strandir. Según parece, es uno de los puertos desde donde parten los barcos que llevan a Hornstrandir, la península más salvaje y virgen de Islandia. Pero, en el verano de 2021, no parecía haber mucha actividad en sus muelles. En realidad, no vimos ni una sola persona durante nuestra breve estancia en Norðurfjörður. La pequeña aldea forma parte del municipio de Árneshreppur que, con 54 habitantes, es el menos poblado de Islandia. Su densidad de población apenas llega a los 0,07 habitantes por kilómetro cuadrado.

Krossnes

Krossnes.

La carretera no terminaba allí. Seguía hacia el sur, rodeando Krossnesfjall, una montaña de 646 metros de altura que permanecía oculta tras la niebla. En realidad, el nombre de Fellsvegur viene de la granja de Fell, cerca del extremo septentrional de la península, el punto final de la pista de tierra. Además, de camino había una zona de aguas geotermales, con una piscina al aire libre. Pese a que el día no invitaba al baño, decidimos seguir adelante. En apenas unos minutos, llegamos a Krossnes, donde hay unos cuantos manantiales en los que el agua brota a 64ºC. Entre 1952 y 1954 se edificó la piscina al aire libre y desde 1978 el agua también se utiliza para calefactar la granja de Krossnes. No había absolutamente nadie en la piscina y el lugar parecía un tanto destartalado. Algo, por otra parte, relativamente común en Islandia. Ni tan siquiera nos molestamos en bajar a curiosear.

Costa junto a Krossnes

Costa junto a Krossnes.

La pista seguía serpenteando junto a la costa, desapareciendo entre la niebla, que hacia el norte flotaba a menor altura. No parecía tener mucho sentido seguir avanzando en esas condiciones. En cambio, hacia el sur, el sol parecía intentar romper entre las nubes. ¿Habría llegado el momento de intentar llegar al Veiðileysufjörður? Dimos un breve paseo por los manantiales hidrotermales y emprendimos el regreso. De momento, la excursión no había dado mucho de sí.

Melavik

Melavik.

Pronto se hizo evidente que la niebla apenas había levantado. Según rodeábamos la agreste ladera del Urðartindur, hacia el sur podíamos ver cómo las nubes, al otro lado de la ensenada de Trékyllisvík, prácticamente rozaban el agua. Con el paisaje circundante oculto tras un manto gris, nuestra atención se centró cada vez más en la costa que íbamos recorriendo. La marea baja revelaba un extraño paisaje de rocas y algas, que el día anterior había permanecido oculto por la pleamar.

La pista apenas ascendía 50 metros para atajar desde Trékyllisvík al Reykjarfjörður, pero fueron suficientes para meternos de lleno en la niebla. Cuando llegamos a la altura del fiordo, la situación no mejoró mucho. La capa compacta de nubes bajas nos privaba del paisaje extraordinariamente hermoso del día anterior, pero aportaba un dosis extra de misterio al salvaje entorno que recorríamos.

Seguimos avanzando hacia el sur por la orilla occidental del Reykjarfjörður, entretenidos con el sinuoso trazado de la pista, que a veces ascendía hasta casi rozar las nubes, para volver a descender y aproximarse nuevamente al agua. Además, íbamos pendientes de la orilla, recordando nuestro trayecto del verano anterior por el Seyðisfjörður, en el extremo opuesto de Islandia, durante el que habíamos logrado ver una foca. Nuevamente estábamos recorriendo un fiordo con marea baja, todavía más remoto que aquel. Igual teníamos suerte.

Foca en el Reykjarfjörður

Foca en el Reykjarfjörður.

Comenzábamos a perder la esperanza cuando, frente a la pequeña playa de arena negra que hay en el fondo del fiordo, Olga vió algo moviéndose sobre el agua. Nos detuvimos en medio de la pista para comprobarlo y, en efecto, había una foca solitaria descansando plácidamente en lo alto de una roca cubierta de algas. He de reconocer que, de no haber sido por nuestro encuentro fortuito del año anterior, probablemente ni la habríamos visto, pues estaba bastante mimetizada con el entorno. Afortunadamente, en Seyðisfjörður habíamos aprendido a localizarlas.

Aparcamos en la inmediaciones y nos bajamos del coche, procurando no hacer ruido ni realizar movimientos bruscos que pudieran ahuyentarla. La foca, que nos había visto desde el primer momento (seguramente mucho antes que nosotros a ella), debía sentirse segura en su pedrusco en medio del agua, pues se limitó a desperezarse tranquilamente mientras nos observaba con curiosidad. La paz que se respiraba en el lugar, tan solo interrumpida por el graznido de las aves y el continuo murmullo del agua, era asombrosa. Pasamos un buen rato observando el espectáculo, durante el que aproveché para grabar algún video a mano alzada. No me atreví a sacar el trípode, por miedo a espantar a la foca.

Grupo de focas en el Reykjarfjörður

Grupo de focas en el Reykjarfjörður.

Tras una larga pausa, seguimos adelante llenos de satisfacción. Tan solo por aquel momento mágico, habría valido la pena la excursión. Pero no llegamos muy lejos. Apenas unos metros más adelante encontramos media docena de focas, repartidas en dos grupos. Volvimos a echar pie a tierra. Las focas se dividían entre las que se dedicaban a observarnos y las que simplemente nos ignoraban y seguían a lo suyo. Esta vez si me decidí a sacar el trípode. No fue una buena idea. Quizá fue por verme con el trípode en la mano, o simplemente pensaron que, al separarme de Olga buscando un mejor encuadre, estábamos intentando rodearlas. El caso es que, de forma brusca, las focas se echaron al agua y se alejaron nadando por el fiordo.

Aves en el Reykjarfjörður

Aves en el Reykjarfjörður.

Volvimos a ponernos en marcha, pero nuevamente nos detuvimos en menos de cinco minutos. Esta vez, la culpa fue de un grupo de aves. Parecían ser fulmares (si estoy equivocado, se agradece cualquier corrección), posados tranquilamente sobre unas rocas.

Charrán ártico

Charrán ártico.

Estábamos contemplando la escena, cuando vimos acercarse a un charrán ártico. Uno de los pájaros más asombrosos que existen. Habita en zonas boreales durante nuestro verano, para realizar una migración épica, atravesando el globo hasta latitudes próximas a la Antártida, donde pasa nuestro invierno. Algunos individuos recorren más de 80.000 kilómetros en su migración anual. Además, durante la época de cría demuestran una agresividad asombrosa, como habíamos podido comprobar durante nuestra excursión a Hvítserkur.

Charrán ártico sobre roca

Charrán ártico sobre roca.

Nuestro charrán se limitó a posarse sobre una roca solitaria, a cierta distancia de los fulmares. Tras permanecer allí apenas un minuto, observando detenidamente el fiordo, decidió seguir con su vuelo, regalándonos un despegue de una belleza asombrosa, que desgraciadamente no fui capaz de fotografiar.

Djúpavíkurfoss entre la niebla

Djúpavíkurfoss entre la niebla.

Nosotros también reanudamos nuestro camino. Estábamos a pocos metros de Djúpavík, por lo que decidimos hacer una breve pausa y tomar un café. Era casi mediodía y la niebla, aunque había levantado algo, seguía cubriendo el paso hacia Veiðileysufjörður. Nos resignamos a atravesarlo sin poder contemplar uno de los paisajes emblemáticos de los Fiordos del Oeste. Al menos, nuestra improvisada excursión a Norðurfjörður nos había permitido disfrutar de unos momentos tan hermosos como serenos, observando la fauna salvaje de Strandir. Una forma preciosa de despedirnos de una de las costas más remotas y vírgenes de Islandia.

Para ampliar la información:
La web Arctic Yeti tiene una brevísima reseña sobre Norðurfjörður: https://arcticyeti.es/islandia/lugares/nordurfjordur/.

En inglés, tampoco es que sea mucho mas extenso el artículo en la web oficial de turismo de los Fiordos del Oeste: https://www.westfjords.is/en/destinations/towns/nordurfjordur.

Igualmente breve la referencia en Hit Iceland: https://hiticeland.com/places_and_photos_from_iceland/norðurfjörður.

El lugar tiene una pequeña página web. Está en islandés, pero tiene alguna foto interesante: http://nordurfjordur.is/.