Llevaba tiempo queriendo visitar Krísuvíkurberg. Lo había intentado en el invierno de 2019, pero la pista que lleva hacia los acantilados estaba impracticable, cubierta por una gruesa capa de nieve. En esta ocasión, era el barro de la primavera islandesa el que podía hacer fracasar mis planes. A pesar de la lluvia de la jornada anterior, encontré la pista en buenas condiciones. Incluso habían construido un precario «puente» sobre el vado del Vestarilækur. Apenas me llevó unos minutos recorrer sus escasos tres kilómetros de longitud.
Lo primero que me llamó la atención, según descendía del coche, fueron los carteles advirtiendo del peligro de acercarse al borde. Como toda la isla, los acantilados están formados por roca volcánica, muchas veces inestable y no siempre resistente ante la furia del mar. La costa de Islandia es un campo de batalla, en el que a veces la tierra conquista terreno al océano, pero en otras ocasiones es éste el que reclama sus antiguos dominios. En Krísuvíkurberg, las cicatrices de la contienda son evidentes, delatadas por la roca de color rojizo que queda expuesta tras cada derrumbe. Parte del interés de los acantilados viene dado por su formación, fruto de sucesivas coladas de lava, perfectamente visibles en la erosionada pared del acantilado. En algunos lugares, se pueden contar hasta diez capas, claramente diferenciadas.
Incluso en la superficie es posible apreciar la continua erosión del terreno, en forma de sutiles fisuras que recorren el suelo en paralelo al acantilado. Pero también hay grietas mucho más evidentes, que hacen temer que grandes secciones del acantilado vayan a precipitarse en cualquier momento sobre las olas. Además, Krísuvíkurberg está a poco más de 10 kilómetros en linea recta de la nueva erupción volcánica en Geldingadalir, por lo que la actividad sísmica que precedió a ésta también se dejó sentir en sus paredes, provocando varios derrumbes.
Muy cerca del aparcamiento está el lugar conocido como Ræningjastígur. Según la tradición, aquí fue donde los piratas berberiscos desembarcaron el 20 de junio de 1627, por lo que también se le conoce como «el sendero pirata». No pude distinguir la supuesta senda que, antiguamente, permitía descender hasta el mar. Posiblemente la constante erosión haya eliminado cualquier vestigio. Tampoco quedan restos de la granja que, durante aquella época, había en las proximidades. Respecto al desembarco, se suele afirmar erróneamente que fue llevado a cabo por piratas argelinos. En realidad, el ataque al suroeste de Islandia lo realizó un grupo de corsarios procedentes de Salé, en la costa atlántica de Marruecos. Los dirigía Jan Janszoon van Haarlem, un renegado de origen holandés, conocido entre sus hombres como Murat Reis. La incursión duró poco más de una semana y tuvo como consecuencia el secuestro de entre veinte y treinta personas, la muerte de otras dos y el apresamiento de un buque danés. Tras un intento fallido de desembarcar en Bessastaðir, al norte de Reikiavik, regresaron con su botín a Salé.
Desde el aparcamiento, la pista continua hacia el este, remontando una colina en paralelo a los acantilados. Hay que recorrerla andando. Por una parte, es una pista privada, por la que está prohibido circular con vehículos no autorizados. Por otra, algunos tramos estaban en un estado deplorable, hasta el punto de que acabé haciendo parte del camino campo a través. La pista recorre toda la extensión de los acantilados, para luego girar hacia el norte y regresar a la carretera 427. De todos modos, mi intención era llegar hasta el faro de Krísuvíkurberg, a un par de kilómetros del aparcamiento.
El faro es una pequeña construcción, en parte de hormigón y en parte metálica, pintada en un llamativo color anaranjado. No tiene el menor interés, más allá de las vistas que ofrece. Mientras las contemplaba, un sonido atrajo mi atención, empujándome a continuar unos cuantos metros más. Resultó ser la mezcla de miles de graznidos, emitidos por las aves que habitan esa sección del acantilado, sobre una gran oquedad batida por el incesante oleaje. En pleno verano, se estima que su población supera las 57.000 parejas, una de las más numerosas de la isla. En cualquier caso, apenas había comenzado la primavera, por lo que faltaban por llegar las aves migratorias que anidan en los acantilados, entre los que incluso hay una pequeña colonia de frailecillos. El resto del año, la mayor parte de las aves son gaviotas.
Ese si fue el punto final de mi excursión a Krísuvíkurberg. Regresé por el mismo camino, disfrutando tanto de las vistas sobre el mar como de la desolada llanura que termina abruptamente en los acantilados. En toda la excursión, que duro algo más de hora y media, estuve en la más absoluta soledad, con la única compañía del sonido del oleaje, rompiendo contra la costa, y los graznidos de las gaviotas, que ocasionalmente volaban sobre el acantilado. La tarde se había vuelto espléndida, ayudada por un tibio sol y una casi total ausencia de viento. Poder pasear a solas por el desolado paisaje de Islandia, en una asombrosamente plácida jornada de primavera, fue el complemento perfecto a la ya de por sí interesante visita a los acantilados.
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En ingles, Guide to Iceland tiene un largo artículo describiendo una visita en invierno (https://guidetoiceland.is/connect-with-locals/6147/the-cliffs-at-krysuvikurbjarg), así como otro genérico, bastante más breve (https://guidetoiceland.is/travel-iceland/drive/krysuvikurbjarg).
También es interesante la entrada en Hit Iceland: https://hiticeland.com/kr%C3%ADsuv%C3%ADkurberg.
Quien quiera ampliar la información sobre los ataques berberiscos a Islandia de 1627, puede visitar https://jddavies.com/2017/02/20/the-barbary-corsair-raid-on-iceland-1627/.
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