Entre dejar el hotel y hacerme una PCR para regresar a Madrid, llegué al aparcamiento más tarde que en las jornadas anteriores. Eran casi las once de la mañana cuando, tras aparcar el coche, comenzaba la caminata. Apenas me detuve un par de veces para reponer fuerzas. La primera vez, en la cresta de la primera quebrada, donde pude comprobar que el día no era tan espléndido como aparentaba en los valles bajos. Desde el norte, llegaban fuertes rachas de viento, que al menos no eran continuas. A mediodía llegaba junto al frente de avance de la colada de lava, en el extremo meridional de Syðri-Maradalur. No pude evitar sorprenderme por su progresión. En poco más de 18 horas, se había acercado visiblemente al pequeño resalte que limitaba el valle por su extremo meridional. Un par de semanas más tarde, levantarían dos terraplenes unos metros más al sur, en un vano intento de evitar que la lava invadiera Nátthagi, el último valle hacia la carretera 427 y el mar.
También me llamó la atención el avance de la colada hacia el camino, del que apenas la separaban media docena de metros. En este caso, era el resultado de la lenta pero inexorable colmatación del valle. En contra de lo esperable, tan solo una pequeña parte de la lava que escupía el volcán acababa en Meradalir, a priori el valle más bajo de los que rodeaban la erupción. Por contra, tanto Syðri-Maradalur como el propio Geldingadalir acaparaban la mayor parte del flujo de magma. Tan solo 38 días después de mi última visita (un instante en términos geológicos) la lava rebosaba desde Geldingadalir hasta Syðri-Maradalur, enterrando para siempre el último tramo de la senda A.
A pesar de lo cual, cuando llegué al final del camino, junto a la ladera desde la que se tenía la mejor perspectiva del volcán, el volumen de lava aparentaba ser más reducido. Al contrario que el día anterior, su caudal no llegaba hasta los bordes del cauce, que en cualquier caso también parecía estar recrecido. La pequeña vaguada que antes había entre la ladera de la colina y el canal de lava había desaparecido, tras acabar llena de lava encordada, del tipo que los geólogos llaman «pahoehoe».
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La propia actividad de Rag, como se conocía extraoficialmente al cono más impetuoso, parecía haber ido a menos. La señal más evidente eran los chorros de material candente que expulsaba al cielo, mucho más modestos que los del día anterior. ¿Estaría el volcán apagándose? Mis temores resultaron ser infundados. Tan solo una semana más tarde, el géiser de lava alcanzaría una altura estimada en 300 metros, llegando a ser perfectamente visible desde Reikiavik.
Era un día soleado, aunque bastante más ventoso que los dos anteriores. Además, el viento soplaba desde el norte, justo hacia la ladera en la que me encontraba. A pesar de la menor actividad volcánica, poniendo atención era posible escuchar el sonido de pequeños impactos, unos segundos después de cada chorro de lava. Al principio, me costó identificar la causa. Hasta que descubrí que eran provocados por diminutos fragmentos de magma solidificado, denominados lapilli, que el viento empujaba hacia la colina. Debido a su alto contenido en gases, apenas pesaban, por lo que eran arrastrados con facilidad a cientos de metros del volcán.
Recordando mi anterior percance, mientras volaba el dron desde esa misma ladera en un día mucho más tranquilo, pensé que la combinación entre viento y lapilli resultaba demasiado arriesgada. Lo intentaría más tarde desde Syðri-Maradalur, un sitio a priori bastante más seguro, sobre todo para despegar y aterrizar. Así que me limité a buscar un lugar cómodo entre las piedras del terreno, sentarme y disfrutar del espectáculo. Estaba prácticamente solo en la ladera y, lo que era todavía mejor, el tráfico de helicópteros era nulo. Apenas tenía interés en hacer fotos, pues no iba a mejorar las de la anterior jornada, con más medios y mejor luz. La hora y media que pasé frente al volcán, limitándome a contemplar su asombrosa energía, acabó siendo la que más disfruté de todo el viaje. Sensación que alcanzó su momento álgido cuando las pocas personas que había por la zona acabaron desapareciendo, dejándome a solas con la impresionante vista y los continuos sonidos que emanaban del cono. Durante aquellos largos minutos, tuve la sensación de ser la única persona viva en el planeta. Un testigo privilegiado de la creación del mundo.
Me sacó de la ensoñación una extraña luz, que lentamente se iba adueñando del paisaje. Tanto el cono principal como el río de lava iban adquiriendo tonos más propios del atardecer. Pero faltaban más de cinco horas para el ocaso. Al darme la vuelta y mirar directamente hacia el mediodía, descubrí la sencilla explicación. El viento arrastraba la nube de gases del volcán hacia el sur, de forma que tamizaba los rayos del sol, bañando el entorno con una sutil tonalidad cobriza. Pero los gases volcánicos y la soledad son malos compañeros. Cuando un fragmento de lapilli me golpeó en la cara, decidí que iba siendo hora de abandonar la ladera. Además, seguía teniendo pendiente volar el dron. Con tristeza, miré por última vez frente a frente al volcán y comencé el regreso hacia el sur.
Nuevamente recorrí el borde occidental de la colada de magma, cada vez más cercano a la senda. La familiaridad con el entorno, que a esas alturas había atravesado unas cuantas veces, no lo hacía menos atractivo. Al contrario, me permitía reconocer los lugares que, lentamente, iban desapareciendo bajo la lava, lo que me ayudaba a entender su progresión. Y, más allá del fascinante avance de la lava candente, cada vez apreciaba más los fenómenos menos espectaculares, pero también interesantes, asociados a éste. Como las grandes rocas que, a modo de gigantescos cantos rodados, arrastraba a su paso. O los desplazamientos del terreno, provocados por la masa candente, que en su imparable avance a veces se comportaba como una enorme excavadora.
Llegó un momento en el que tuve que separarme de la colada. Una humareda, provocada por la lenta combustión del musgo más cercano a la lava, me cortaba el paso. El espeso humo llegaba hasta el camino. Su intenso olor amargo hacía tan incómodo como desagradable atravesar esa zona a los cada vez más numerosos visitantes que, como cada tarde, comenzaban a llegar hasta el volcán. Unos días después, cuando las explosiones de magma alcanzaron los 300 metros de altura, el lapilli se convirtió en bloques de tefra de mayor tamaño, que además llegaban bastante más lejos. Al caer sobre las laderas del Fagradalsfjall, provocaron grandes incendios, cuya extraña belleza no los hacía menos peligrosos.
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Al final, el mejor sitio que encontré para volar el dron fue cerca del extremo meridional de Syðri-Maradalur, apenas unos metros por delante del frente de lava. Además de ser un lugar tranquilo, volaría el dron contra el viento, lo que me facilitaría recuperarlo si el asunto se complicaba. Y se complicó. El viento, a cierta altura, era mucho más fuerte que a ras de suelo. Pero si volaba demasiado bajo, corría el riesgo de achicharrar el dron. Hubo un momento en que era prácticamente imposible avanzar. Estaba a punto de tirar la toalla cuando, de golpe, cesó el viento. Logré llegar frente al cono más activo y realizar alguna toma cenital del río de lava. Hasta que, según grababa, el viento regresó de forma tan imprevista como se había marchado. Comenzó a soplar tan fuerte que el dron pasó de largo sobre mi cabeza, rumbo a Nátthagi. Afortunadamente, al dejar atrás la zona de lava pude volar más pegado al terreno, lo que me permitió recuperarlo sin más contratiempos.
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En cualquier caso, decidí no arriesgar más y emplear lo poco que quedaba de tarde haciendo una breve excursión hasta Reykjanestá, en el extremo sudoccidental de Islandia. Acabó siendo, con diferencia, mi visita más breve al volcán. Menos de siete horas desde que dejé el coche hasta que volví al aparcamiento. También la más corta, pues no llegué a caminar ni once kilómetros. Pero, en cierto modo, es la que recuerdo con más nostalgia. Además de llegar por última vez a sitios actualmente inaccesibles, cuando no directamente inexistentes, el que estuviera completamente fuera de mis planes iniciales me hizo disfrutar de una forma mucho más despreocupada que en ocasiones anteriores. También estaba más familiarizado con la zona, por lo que me desenvolvía con mayor seguridad y apreciaba mejor sus cambios y peculiaridades. En otras palabras: estaba como pez en el agua.
¿Se puede domesticar un volcán?
Un par de semanas más tarde, se levantaban dos terraplenes, al sur de Syðri-Meradalir. La lava superaría el terraplén oriental el 22 de mayo, pocos días después de su finalización. El occidental aguantó algo más, hasta el 5 de junio. En cualquier caso, los terraplenes cumplieron su función. Tan solo eran una prueba para intentar comprobar si un simple muro de tierra compactada sería capaz de frenar un flujo de lava.
Con las lecciones aprendidas, se han levantado otros dos terraplenes. El primero, con la intención de desviar un nuevo flujo que va directamente hacia Nátthagi desde el sur de Geldingadalir y puede acabar descendiendo hacia Nátthagakriki, el siguiente valle en dirección a Grindavik. El segundo, en el extremo meridional de Nátthagi, intentando detener el previsible avance de la lava hacia la carretera 427 y el mar. Según escribo estas líneas, el terraplén de Nátthagakriki parece estar dando resultado. La lava aún no ha llegado hasta el de Nátthagi, aunque se encuentra a muy pocos metros. Este interesante gráfico, creado por Alistair Hamill (@lcgeography), ayuda a comprender el estado de las coladas de lava y la posición de los diversos muros a finales de junio de 2021.
¿Podemos intentar controlar una fuerza tan colosal como un volcán en erupción? Los islandeses ya lo consiguieron parcialmente, evitando que la erupción del Eldfell, en 1973, bloqueara la bocana del puerto pesquero de Heimaey. Pero aquella erupción tan solo duró seis meses y no se pudo impedir la destrucción de 400 casas. El resultado final en Geldingadalir dependerá de la duración de la erupción. Si ésta apenas dura unos meses, puede que incluso se logre salvar la carretera 427, que recorre Reykjanes por el sur. Si, como afirman algunos geólogos, la erupción acaba durando décadas y estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo volcán en escudo, estos esfuerzos tan solo lograrán comprar un poco de tiempo adicional. En cualquier caso, las lecciones que se extraigan serán muy valiosas y puede que, en el futuro, permitan salvar de la destrucción infraestructuras vitales para Islandia.
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En https://depuertoenpuerto.com/un-viaje-imprevisto-a-reykjanes/ se puede ver el itinerario completo de mi viaje de abril de 2021.
El blog de Jordi Pujolá tiene una entrada sobre el volcán: https://escritorislandia.com/volcan-geldingadalir-islandia/.
En inglés, la página de safetravel.is sobre la erupción está en https://safetravel.is/eruption-information-site. Es imprescindible consultarla antes de emprender el camino.
Se puede encontrar el pronóstico meteorológico para el Fagradalsfjall en https://en.vedur.is/weather/forecasts/areas/#group=58&station=7365.
La previsión sobre dispersión de gases del volcán se puede consultar en https://en.vedur.is/volcanoes/fagradalsfjall-eruption/volcanic-gases.
En Views of the World hay varias fotos y mapas que ayudan a entender la evolución de la erupción: http://www.viewsoftheworld.net/?p=5783.
Por último, en Volcano Discovery es posible ponerse al día sobre las últimas novedades de la erupción: https://www.volcanodiscovery.com/reykjanes/crisis2021/current-activity.html.
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