La carretera 82 se divide en dos tramos claramente diferenciados. El primero, entre su cruce con la Ring Road, 7 kilómetros al noroeste de la última rotonda de Akureyri, y Ólafsfjörður, es una carretera asfaltada. La ruta que conecta directamente la capital del norte de Islandia con las poblaciones de la costa oriental de la península de Tröllaskagi. En el centro de Ólafsfjörður, la carretera cambia su número por el 76, adentrándose en los túneles de Héðinsfjarðargöng, camino de Siglufjörður, cerca del extremo septentrional de la península. La ruta 82 gira a la izquierda, siguiendo su trazado histórico por el valle de Ólafsfjörður. Tras avanzar unos cuantos metros, se convierte en una pista de tierra.
El tramo más salvaje de Ólafsfjarðarvegur no es demasiado conocido. Por una parte, está alejado de las indómitas Tierras Altas de Islandia. Por otra, no forma parte de la Carretera de la Costa Ártica, la incipiente ruta turística con la que el gobierno islandés intenta promocionar las comunidades más septentrionales de la isla, más allá de la Ring Road. Al final, se ha quedado un poco en tierra de nadie. Que, además, sea intransitable durante buena parte del año, no ayuda a su popularidad. Todo ello convierte la carretera en un auténtico lujo dentro de una Islandia cada vez más acosada por el turismo. Una espléndida oportunidad de conocer con tranquilidad una de las zonas menos visitadas de la Tierra de Hielo.
Llegamos al comienzo de la ruta poco después de las 10 de una mañana de verano que, aunque agradable, se iba tornando cada vez más gris. Tras dejar a nuestra derecha el Ólafsfjörðarvatn, la carretera saltaba sobre el río y se adentraba en un paisaje que, para ser Islandia, casi podría calificarse como bucólico. Tan solo las lejanas montañas, todavía con algún rastro de nieve en sus cimas, nos indicaban que nos adentrábamos en una de las zonas más agrestes de la Tierra de Hielo. No en vano, después de las Tierras Altas que ocupan el centro de Islandia, Tröllaskagi es la zona más elevada de la isla, con varias cumbres por encima de los 1.000 metros de altitud.
Muy pronto, la pista comenzó a tomar altura. Desaparecieron las granjas, mientras el paisaje se volvía más duro y agreste. Ólafsfjarðarvegur se adentraba entre praderas de un verde rabioso, mientras las cumbres nevadas cada vez estaban más cerca. El tráfico era completamente inexistente y, pese a los baches del firme, conducir era una auténtica delicia. Avanzábamos lentamente, con las ventanillas bajadas, disfrutando del aire fresco y limpio.
Entre la escasa velocidad y alguna pausa fotográfica, tardamos casi cuarenta minutos en coronar Lágheiði. El paso de montaña, con 400 metros de altitud, fue durante siglos la única ruta terrestre a Ólafsfjörður. Hubo que esperar a 1966 para que se abriera una ruta directa desde Dalvík, por la ladera del Múlakolla. La pista era tan peligrosa y propensa a los desprendimientos, que en 1991 fue sustituida por el túnel de Múlagöng, todavía en servicio, pese a contar con un único carril. Aún más complicadas eran las comunicaciones de Siglufjörður, donde la primera carretera apta para vehículos se inauguró en 1948. De todos modos, Skarðsvegur tan solo permanecía abierta unas pocas semanas durante el verano, por lo que la pequeña ciudad estuvo prácticamente incomunicada hasta la construcción del túnel de Strákagöng, en 1967.
Hicimos una larga pausa en lo alto de Lágheiði. La mañana avanzaba, mientras las nubes se amontonaban sobre nuestras cabezas. Pero aún no llovía y el viento era casi inexistente. Tratándose de Islandia, podíamos decir que disfrutábamos de un espléndido día de verano. Tan solo el murmullo del agua de los arroyos y los sonidos de las pocas ovejas que pastaban tranquilamente por el campo rompían el silencio que nos envolvía. La sensación de paz era completa.
Las ovejas que recorren el campo de Islandia en aparente libertad no son autóctonas. Fueron introducidas en la Edad Media por los primeros colonizadores noruegos. Siglos de aislamiento y adaptación al medio han dado como resultado una raza peculiar, con patas cortas, cuernos tanto en las hembras como en los machos y una lana con dos capas aislantes, perfecta para el intenso frío invernal. En verano, se las puede ver deambulando por las grandes fincas de la isla. Al contrario que nuestras ovejas, no forman rebaños. Lo habitual es ver grupos formados por un macho y dos hembras. Alcanzaron su pico en 1978, cuando había unos 891.000 ejemplares. Cuatro veces más que humanos. En la actualidad, se estima que habrá pocas más de 400.000. De mantenerse la tendencia, en pocos años la isla contará con mas personas que ovejas.
Reanudamos nuestro lento avance. En apenas unos metros, comenzó el descenso hacia Fljót, en la costa occidental de Tröllaskagi. La carretera se precipitaba hacia el abrupto valle del río Fljótaá, que desemboca en el Miklavatn, una laguna junto a la orilla septentrional de Islandia. Pese a su tradicional aislamiento, Fljót tuvo cierta relevancia durante la época del landnámsöld, pues tras un primer intento fallido en los Fiordos del Oeste, Hrafna-Flóki Vilgerðarson acabó estableciéndose junto a su costa.
Según descendíamos, el valle de Hoarfdalur se desplegaba ante nuestra vista. Encajonado entre montañas de más de 1.000 metros, con las laderas tapizadas de vegetación rabiosamente verde y sus cimas parcialmente cubiertas por nieves perpetuas, resultaba de una belleza salvaje, acentuada por la sensación de aislamiento y soledad. Uno de los afluentes del Fljótaá remataba la escena serpenteando por las verdes praderas.
Aguas abajo, tras unirse ambos ríos, el valle comenzaba a abrirse. Algunos prados daban las primeras señales de agostarse, lo que servía para acentuar aún más el intenso verdor de los prados contiguos. Mientras, en las grises y hoscas cimas del otro lado del valle, un par de cascadas se descolgaba desde las alturas. A pesar de conocer la franja costera de la península, la majestuosidad del paisaje nos había dejado sin palabras.
Un poco más allá, nos encontramos con un buggy atravesado en la carretera. Toda una sorpresa, tras hora y media sin ver otro vehículo. En casi cualquier otro país del mundo, nuestro primera reacción habría sido de recelo. En uno tan seguro como Islandia, fue de curiosidad. ¿Qué habría pasado? Nos detuvimos en un pequeño ensanchamiento de la carretera, con la intención de ofrecer nuestra ayuda a la persona que había junto al vehículo. Éste resultó pertenecer a la cercana granja de Deplar. Granja que, en realidad, es uno de los alojamientos mas lujosos de Islandia. La sorpresa vino al descubrir que el conductor del buggy era un asturiano, que pasaba el verano trabajando en Deplar. Según nos contó, había subido con varios clientes, que querían visitar una cascada en las inmediaciones. Al maniobrar para dar media vuelta, el buggy se había bloqueado. Nos ofrecimos a llevarle hasta la granja, pero ya estaba en camino otro buggy con ayuda. Al final, nos recomendó visitar la cascada y se quedó esperando el auxilio.
Siguiendo su consejo, descendimos hacia el río, donde había una cascada sin nombre, que ni siquiera está reflejada en los mapas. Resultó ser un pequeño salto de agua, de apenas unos cuantos metros de altura, en el curso del río Fljótaá, poco antes de que éste se una al afluente procedente de Hoarfdalur. Un lugar agradable, pero nada digno de mención en la isla de las 10.000 cascadas.
Lo realmente interesante fue el paseo por el fondo del espléndido valle que habíamos contemplado desde la pista. Según descendíamos, nos cruzamos con el grupo de excursionistas, de regreso a Deplar. Después, nos quedamos nuevamente en la más absoluta soledad. Tan solo escuchábamos el murmullo del río y el sonido que nos llegaba desde la cascada. La senda atravesaba una zona encharcada, para acabar en un tablón de madera, que permitía atravesar el río. Allí se bifurcaba. El ramal de la izquierda llevaba a la cascada. El de la derecha, se adentraba tentadoramente hacia Hoarfdalur. Pero se nos hacía tarde. Tras visitar la cascada, emprendimos el regreso al coche.
Inicialmente, habíamos pensado parar a curiosear y tomar un café en Deplar. Una antigua granja del siglo XVIII, que en 2016 se convirtió en uno de los establecimientos más exclusivos de Islandia. Tan exclusivo, que nuestro inesperado amigo asturiano nos aconsejó que ni intentásemos entrar. Por si nos quedaba alguna duda, varios carteles a la entrada indicaban que se trataba de un lugar privado, al que solo podían acceder los clientes.
En cambio, nos detuvimos en la orilla del lago Stífluvatn, donde se remansan las aguas del Fljótaá. En realidad, se trata de un embalse, creado a mediados de la década de 1950 para alimentar la central hidroeléctrica de Skeiðsfoss. Lo cual no restaba belleza al paisaje, con las aguas del lago enmarcadas por las agrestes montañas del interior de Tröllaskagi.
Llevábamos dos horas y media en la parte sin asfaltar de Ólafsfjarðarvegur, recorriendo uno de los entornos más agrestes de Islandia. Nuestro plan, una vez llegásemos a la cercana costa, era intentar saltar otra vez las montañas por Skarðsvegur. Una carretera remota, de la que ni tan siquiera estábamos seguros que siguiera abierta al tráfico. Según reemprendíamos la ruta, comenzó a llover. Cuando quisimos llegar a la carretera 76, la lluvia se había convertido en un diluvio. Como tantas veces en Islandia, tocaba pasar al plan B.
Para ampliar la información.
En inglés, la península de Tröllaskagi tiene una página «oficial», aunque apenas tiene información sobre Lágheiði: http://www.visittrollaskagi.is/en.
Si alguien tiene curiosidad por el lugar, la web de la granja de Deplar está en https://elevenexperience.com/deplar-farm-iceland-summer.
La actividad de la granja crea sentimientos contrapuestos en la población local, como podemos leer en https://icelandmonitor.mbl.is/news/news/2019/07/16/deplar_farm_owners_buy_more_land/.
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