El SH Vega comenzó su singladura poco antes el mediodía. El capitán parecía resistirse a realizar el largo rodeo por el este. Navegábamos lentamente, describiendo un amplio arco hacia el sur, mientras desde el puente hacían un último intento de encontrar una ruta entre los icebergs de Røde Fjord. Intento que resultó infructuoso. Una lástima. El paisaje hacia el mediodía tenía un aspecto magnífico.
A popa, el extraño lugar que acabábamos de visitar se empequeñecía por momentos. Sus enormes proporciones palidecían frente al desmedido entorno que recorríamos. Un entorno salvaje y remoto, donde la única huella de civilización era el barco en el que navegábamos.
El día, que ya era espléndido, no hacía más que mejorar por momentos. Hasta tal punto que, una vez más, acabamos comiendo en cubierta. El contraste con la anterior jornada no podía ser más acusado. Aunque no todo eran ventajas. El sol, cada vez más brillante, creaba fuertes contraluces, que con toda seguridad harían muy complicado lograr buenas fotografías.
Tras poco más de una hora navegando hacia el este, el SH Vega se detuvo en la confluencia entre Snesund y el Øfjord. El nuevo plan era realizar una excursión por Snesund, intentando encontrar vida salvaje. En apenas unos minutos, las zódiac estaban en el agua y nos alejábamos del barco, con rumbo sureste.
El canal conocido como Snesund separa las dos islas principales del sistema de fiordos de Scoresby Sund. Milneland, al este, es la mayor de todas, con una superficie de 3.913 km². Ligeramente superior a nuestra isla de Mallorca. Storø, también conocida como Kaasarip Nasaa, es bastante más pequeña, alcanzando una extensión de 193 km². Ambas están completamente deshabitadas y tienen su agreste interior cubierto de glaciares.
Snesund fue bautizado por la expedición danesa, dirigida por Carl Ryder, que exploró la zona entre 1891 y 1892. El nombre tendría su origen en la capa de nieve, con un espesor superior al medio metro, que cubría la zona en abril de 1892. Nieve que, el día de nuestra visita, se había retirado a las alturas. El canal tiene una longitud superior a los 30 kilómetros y su ancho está en el entorno de los 4.000 metros.
Una vez más, nuestro intento de avistar animales terminó en fracaso. Y, una vez más, el premio de consolación fue un paseo alrededor de los icebergs que flotaban en el canal. En esta ocasión, la estrella fue un iceberg de un tamaño mediano, con una extraña textura en una de sus caras y una gran veta de hielo recorriendo el extremo opuesto. Estas vetas, a veces casi transparentes, se forman cuando el agua líquida entra en las grietas de los glaciares, para posteriormente congelarse en su interior.
También hicimos una incursión frente a un glaciar sin nombre, que descendía hasta el mar desde las alturas de Milneland. Pese a no ser una gran lengua, nos llamó la atención su atormentada superficie y una cueva en su frente, que parecía estar a punto de derrumbarse. Aunque quizá lo más llamativo eran las evidentes huellas del retroceso del hielo. En sus costados, tanto el color de la roca como los restos de sus antiguas morrenas revelaban que no estaba pasando por sus mejores momentos.
Tras regresar al SH Vega, retomamos nuestra ruta hacia el este. Si, durante la tarde anterior, las nubes y las brumas habían aderezado un paisaje mágico, que era una delicia fotografiar, ahora el sol creaba unos intensos contraluces, complicando las tomas hasta unos extremos asombrosos. Siempre he preferido el Ártico etéreo y brumoso. Aquella tarde, no fue una excepción.
En cualquier caso, no era cuestión de quejarse. Al fin y al cabo, estábamos recorriendo un entorno tan hermoso como remoto y salvaje. Y cambiante, aunque no precisamente a mejor. Al norte, los valles que rompían la agreste costa de Storhamrene mostraban signos inequívocos del retroceso de los hielos. Ninguno de los glaciares que descendían desde la elevada meseta que ocupa el centro de Renland lograba llegar hasta el fiordo. También eran evidentes las señales de su retroceso. Tanto en el color de las rocas recientemente expuestas por la retirada del hielo, como en las zonas en que éste había dejado atrás un terreno aún más áspero y yermo que el área circundante.
Al sur, las lenguas de hielo que descendían hacia el Øfjord desde Milneland tenían un aspecto mucho más saludable. Aunque, en algunos casos, también era posible apreciar huellas de su retroceso, éste aparentaba ser mucho menor. Los glaciares, de mayor tamaño, lograban llegar hasta el fiordo sin ninguna complicación.
Buena parte de los icebergs entre los que navegábamos debía tener su origen en estos glaciares, pues sus dimensiones eran relativamente modestas. Aunque había excepciones, su sección emergida solía ser más reducida que el SH Vega. Lo cual no implica que estuvieran faltos de interés. Sus formas, que en ocasiones parecían imposibles, compensaban con creces su tamaño.
Aunque lo realmente interesante era el pasillo de roca por el que navegábamos. Más allá de sus ciclópeas dimensiones, las paredes entre las que avanzaba el SH Vega parecían un manual de geología. Las rocas desnudas, mostraban sin tapujos las cicatrices provocadas por sus millones de años de antigüedad.
Pasadas las cinco y media, superábamos la aguda arista de Pt. 1.882m. Veinte minutos más tarde, navegábamos a los pies de Grundtvigskirken. Al contrario que en la anterior tarde, ahora no había nubes entrelazadas con la roca. Ambas cimas recortaban nítidamente sus siluetas contra un cielo de un azul inmaculado.
Poco después, superábamos la mole de Ikaasakajiip Nuua, dejando atrás Milneland. Aunque ninguno de los canales existentes entre los islotes de Bjørne Øer debía tener demasiado calado, pues seguimos navegando hacia el noreste, hasta superar el extremo septentrional del archipiélago, frente a Skillebugt.
Según virábamos a estribor, contemplé por última vez el agreste cañón del Øfjord, perdiéndose entre imponentes paredes de roca. Había tenido la suerte de poderlo recorrer en dos jornadas bien distintas. Aunque prefería la primera, he de reconocer que la segunda no dejaba de tener su interés. No pude evitar sentir una punzada de melancolía. Será difícil volver a visitar ese paisaje mágico.
Mi momento nostálgico duró lo que tardé en dirigir la atención hacia proa. El SH Vega regresaba a las amplias aguas de Hall Bredning donde, una vez más, el espectáculo era impresionante. El horizonte estaba prácticamente cubierto por grades bloques de hielo, en su mayor parte mucho mayores que el barco en el que navegábamos. Y eso sin tener en cuenta que el 89% de su masa permanecía oculto a nuestra vista. Nuestro destino estaba al otro lado de aquel laberinto helado. La tarde prometía ser interesante.
Apenas tardamos unos minutos en adentrarnos entre los hielos. Aunque el SH Vega dispone de un casco reforzado, su capitán recelaba de aproximarse en exceso a los icebergs. Si alguno se daba la vuela cerca del barco, podía ser un serio problema. Pero había tantos, que resultaba imposible evitarlos todos. Imagino que los bloques más grandes, planos y cuadrados, tenderán a ser más estables que aquellos con formas más anárquicas. En consecuencia, acabamos pasando realmente cerca de alguno de ellos. En algunos casos, a menos de 10 metros.
El atardecer comenzaba a dar sus primeros compases, mientras dejábamos a estribor un grupo de grandes icebergs. Navegábamos frente a su lado en sombra, mientras un sol extraordinariamente brillante iluminaba la cara opuesta. Cada pocos minutos, podíamos escuchar el inconfundible sonido de un trozo de iceberg desprendiéndose sobre el agua. Un chasquido seco, seguido de un murmullo bronco, que apenas duraba unos segundos. Pero no pudimos contemplar ningún desprendimiento. Tuve que conformarme con fotografiar las pequeñas cascadas, descendiendo desde lo alto de las montañas de hielo.
Avanzábamos hacia el sur, con la proa enfilada hacia Kap Stevenson, en el extremo noroccidental de la costa de Volquaart Boon. A estribor, más allá de las islas de Bjørne Øer, podíamos ver las agrestes cimas de Renland, frente a las que habíamos navegado tan solo unas horas atrás. Haber podido conocer de cerca aquel paisaje lo hacía, si cabe, aún más atractivo. Además, la distancia cambiaba nuestra perspectiva, permitiéndonos entrever la capa de hielo que cubre el interior de la península.
El sol terminó ocultándose tras aquellas cimas. Pero aún teníamos por delante un largo atardecer ártico. Tan largo, que en realidad no habría noche. La «hora azul» comenzaría poco antes de las diez, para terminar al filo de la una y media de la madrugada. Después, comenzaría un nuevo amanecer. Como tantas veces en estas latitudes, el límite del espectáculo lo pondríamos nosotros. O nuestra tolerancia al cansancio.
Parecía imposible encontrar el momento de ir a dormir. Según avanzábamos hacia el sur, los icebergs se hacían más interesantes. Los descomunales bloques cuadrados, habían sido sustituidos por otros más pequeños, pero con formas más variadas. Mientras tanto, la orilla opuesta de Scoresbysund estaba cada vez más próxima y, en el cielo, los sutiles tonos asalmonados comenzaban una lenta transición hacia el azul. Veinte minutos pasadas las once de la «noche», se agotó la batería de la cámara. Señal inequívoca de que el día había sido tan largo como fructífero. Había llegado la hora de descansar.
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Para ampliar la información.
Y todo nuestro recorrido por Scoresby Sund en https://depuertoenpuerto.com/cuatro-dias-en-scoresby-sund/.
En inglés, quien esté interesado en la fascinante geología del este de Groenlandia, debería visitar https://depositsmag.com/2017/04/27/the-geology-of-east-greenland/.
También puede ser interesante descargar el PDF que se encuentra en https://www.geoworldtravel.com.
En https://data.geus.dk/ se puede explorar un interesante mapa interactivo, con topónimos e información de la zona.
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