Me puse en marcha unos minutos antes de las nueve, una vez cumplido el ritual de comprobar la página web con el estado de las carreteras y llenar a rebosar el depósito de gasolina. La mañana era bastante normal para un invierno islandés. Nevaba levemente, hacía algo de viento y el cielo estaba completamente encapotado. Según salía de Egilsstaðir, el panel luminoso que muestra las condiciones en Fagridalur indicaba viento del suroeste de 47 km/h, con ráfagas de 65. A priori, nada tan preocupante como para cambiar de plan. Lo peor era la temperatura: 0º C. Justo en el punto de deshielo.
En cualquier caso, no tardé en olvidarme de aquel dato. En menos de diez minutos, me metía de lleno en un temporal invernal. Atravesé Fagridalur en unas condiciones nefastas, con la visibilidad reducida a unos cuantos metros. A las 9:15 pasaba junto al refugio en la parte alta del valle. «A partir de ahora, debería ir a mejor», recuerdo haber pensado.
Diez minutos más tarde, dejaba atrás el temporal. La visibilidad, según descendía hacia el Reyðarfjörður, también mejoraba por momentos. Seguía avanzando por un mundo blanco, en el que resultaba complicado distinguir los rasgos del paisaje. Pero al menos podía ver claramente la carretera, que además tenía todo el aspecto de haber sido limpiada recientemente por una quitanieves.
Para cuando quise llegar a la altura del cruce con la carretera 92, la nieve se había convertido en aguanieve. Hice una breve pausa, para comprobar el estado de las carreteras. Vattarnesvegur estaba en blanco: carretera cubierta total o parcialmente por una capa de nieve suelta de hasta 10 cm. de espesor. No parecían las mejores condiciones para adentrarse por una pista poco transitada. En cualquier caso, dejé la decisión definitiva para el momento de llegar al desvío, apenas a 3 kilómetros de distancia.
Tardé menos de un minuto en salir de dudas. La temperatura no hacía más que subir, mientras del cielo seguía cayendo aguanieve. La carretera se había convertido en una pista de patinaje, donde resultaba sencillo acabar en la cuneta. También eran las condiciones perfectas para un alud, en las empinadas laderas de Vattarnes. Por si me quedaba alguna duda, una nube gris ocultaba completamente el paisaje hacia el este, presagiando mayores complicaciones. Sería más razonable recorrer los 5.850 metros de Fáskrúðsfjarðargöng, con su asfalto limpio y seco.
Si al norte del túnel las condiciones eran complicadas, no sé como describir lo que me encontré en su extremo meridional. Jamás había tenido tantos problemas conduciendo en Islandia. La nieve se convirtió en una pasta sin la menor consistencia, en la que los neumáticos de invierno eran completamente inútiles. Pasé un buen rato conduciendo a una velocidad ridícula, con el coche dando continuamente bandazos. Al menos, apenas había tráfico, por lo que pude ir por el centro de la calzada. Tan solo acerté a cruzarme con otro vehículo, que no parecía estar pasándolo mejor que yo.
Poco después de las diez llegaba al Fáskrúðsfjörður. Crucé el puente sobre un Dalsá completamente congelado. En 75 minutos, apenas había logrado recorrer 48 kilómetros. Afortunadamente no tenía prisa. Me había saltado el mayor desvío del día y, si seguía retrasándome, renunciaría a alguna de las otras visitas previstas. Además, en el peor de los casos tenía un plan B. Siempre podría quedarme a dormir en el hotel Framtíð, del que apenas me separaban 104 kilómetros.
Comencé a recorrer la orilla meridional del fiordo, atravesando un paisaje desdibujado por la nieve y las ventiscas. Al otro lado del Fáskrúðsfjörður, la costa oriental de Vattarnes se desvanecía tras un oscuro frente nuboso. Avanzaba lentamente, en medio de múltiples dificultades y bajo la amenaza de que, en cualquier momento, la situación se pudiera complicar todavía más. Pero, en el fondo, estaba disfrutando de cada minuto y cada kilómetro que lograba avanzar. Atravesar carreteras solitarias en condiciones difíciles es una de mis actividades favoritas en Islandia.
Entonces, en uno de los clásicos giros que tanto se dan en la Tierra de Hielo, según llegaba al faro de Hafnarnesviti, la nieve desapareció bruscamente. No solo dejó de nevar. Tanto la carretera como las zonas bajas estaban en su mayor parte despejadas, con la nieve retirándose hacia las montañas. Mi avance se aceleró. A las doce y media estaba junto a Blábjörg. Me detuve brevemente, pero había llegado coincidiendo con la pleamar. Además, la hermosa silueta de Goðaborg permanecía oculta tras una densa nube. El lugar tenía su encanto, pero no era rival para el paisaje que había recorrido un año atrás. Decidí seguir mi camino.
Cincuenta minutos más tarde, lograba llegar a Djúpivogur, donde está el hotel Framtíð. Mi plan B para alojarme esa noche. Era demasiado pronto para dar el día por concluido. Intenté visitar Langabúð, uno de los edificios más antiguos de Islandia, que hunde sus raíces en el siglo XVIII. Pero llovía a cántaros. No se veía un alma por las calles y la puerta aparentaba estar cerrada. Comprobarlo me costaría un buen remojón. Preferí seguir mi lento avance hacia el sur.
Mientras tanto, la temperatura había alcanzado los 3ºC. Aprovechando que la lluvia parecía amainar, decidí hacer una breve pausa en Barkináfoss, una pequeña cascada justo al norte de la Ring Road. Pero aquello no era más que la calma antes de la tempestad. Aún no había terminado de aparcar, cuando comenzó a nevar con una intensidad asombrosa. Al final, ni me molesté en descender del coche.
Atravesé el río Þvottá. Según la tradición, aquí habría comenzado la cristianización de Islandia, a finales del siglo IX. Me detuve a evaluar la situación junto a las extrañas formaciones rocosas que hay en la orilla derecha del río. Las carreteras hacia el sur estaban despejadas, pero el día seguía siendo nefasto. Tan pronto diluviaba como se ponía a nevar. En esas condiciones, no tenía el menor sentido visitar Vestrahorn. Decidí recorrer con toda la calma del mundo una de las costas más hermosas de Islandia, dejando el Cuerno del Oeste para el día siguiente.
Mi primera parada fue en Lækjavik. Un lugar que guardaba poca relación con el que había visitado en mi primer periplo invernal por Islandia. La hermosa luz de aquel amanecer había sido substituida por un mundo en el que dominaban los tonos grises. En cualquier caso, Lækjavik seguía mereciendo una pausa. Continuaba cayendo aguanieve, mientras un intenso viento, procedente del interior, arrancaba penachos de espuma al intenso oleaje. Pasé un buen rato esperando un cambio en las condiciones atmosféricas. De nuevo infructuosamente, pues ni llegué a bajar del coche.
Regresé a la Ring Road, para comenzar un lento peregrinar por los numerosos miradores que salpican los escasos 9 kilómetros que separan Lækjavik de Hvalnes. Las agrestes laderas del Mælifell y del Krossanesfjall amortiguaban los fuertes vientos. También dejó de llover. El día mejoraba por momentos. Tan solo el mar seguía embravecido, batiendo incesantemente una costa repleta de escollos.
El trazado actual de la Ring Road es relativamente reciente. Hasta 1981 recorría el paso de Lónsheiði, a 398 metros de altitud, actualmente convertido en una ruta de senderismo. La nueva carretera, atravesando Þvottárskriður y Hvalnesskriður, recorre un paisaje de ensueño. El asfalto atraviesa enormes canchales, de roca muy suelta, que llegan hasta la orilla del mar. El terreno es tan inestable, que resulta sencillo observar, y sobre todo escuchar, los continuos desprendimientos. Varios tramos de la carretera están protegidos por barreras metálicas. Otros, por grandes balas de piedra.
En la costa, a los pies de la Ring Road, las playas negras se entremezclan con los escollos y, durante el invierno, la nieve suele confundirse con la espuma de las olas, creando un paisaje de una belleza sublime, en el que la única señal de civilización es la propia carretera que recorres. Si tienes suerte de acertar con un día claro, las montañas que flanquean el Berufjörður por el norte forman un impresionante telón de fondo. Aunque, aquella tarde, las nubes bajas y lo que parecía ser una intensa nevada ocultaban las montañas, la rabiosa belleza del lugar lo compensaba con creces.
Tardé casi una hora en recorrer aquel tramo de carretera. Cuando crucé el Hvaldalsá, en la pequeña llanura que se extiende entre el Krossanesfjall y Eystrahorn, el día seguía mejorando. Tan solo el viento se resistía a marcharse. Además, comenzaban los primeros compases de un atardecer que, aunque no tenia aspecto de llegar ser memorable, quizá me brindara algún momento de luz interesante. Pasando a escasos metros del faro de Hvalnes, decidí hacer la última parada del día.
Eystrahorn, el Cuerno del Este.
Para ampliar la información.
El segundo, en verano, está en https://depuertoenpuerto.com/de-egilsstadir-a-hnappavellir/.
El tercero, nuevamente en invierno, pero en sentido contrario, en https://depuertoenpuerto.com/de-djupivogur-a-egilsstadir/.
Puedes ver todo mi tercer itinerario invernal alrededor de Islandia en https://depuertoenpuerto.com/mas-alla-de-la-ring-road-17-dias-de-invierno-en-islandia/.
Quien no tenga experiencia conduciendo en Islandia durante el invierno, puede encontrar consejos útiles en https://depuertoenpuerto.com/conducir-en-islandia-el-invierno/.
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