Qaqortoq también había sido el primer lugar en el que había pisado suelo groenlandés, durante una escala de crucero a finales de julio de 2017. Aunque, en realidad, habíamos pasado poco tiempo en sus calles. Empleamos la primera parte de la escala en una espléndida excursión hasta las ruinas de Hvalsey, un rato recuperando calor corporal en la cafetería del hotel Qaqortoq y otro visitando el interesante museo local. Apenas nos quedaron unos minutos para dar un breve paseo hasta la orilla del lago Tasersuaq, antes de regresar al MS Rotterdam y seguir nuestro periplo trasatlántico. No me importaba volver a recorrer sus calles, en esta ocasión con más calma y centrándome en observar la peculiar forma de vida local.
Esta vez llegué a Qaqortoq como buena parte de los groenlandeses: en helicóptero. La otra opción habría sido ir en barco, ya que no hay ninguna carretera que comunique Qaqortoq con otras localidades de Groenlandia. Ni tan siquiera hay sendas. La densidad de población es tan baja, que los escasos núcleos habitados se comunican entre sí mediante lanchas, aprovechando la intrincada red de fiordos. El transporte a mayor distancia se realiza mediante el ferry o por vía aérea. Según escribo estas líneas, en Qaqortoq tan solo hay un helipuerto, aunque se está construyendo un pequeño aeropuerto, que debería estar operativo en 2026. Al menos, eso me dijo un compañero de vuelo, también residente en Madrid, que llegaba a la ciudad para trabajar en su construcción.
A las cinco estaba acomodado en el hotel. Era pronto, pero estaba bastante cansado. Llevaba doce horas saltando de aeropuerto en aeropuerto, desde Copenhague. Un vuelo en reactor, otro en un turbohélice y el tercero en helicóptero, mientras me adentraba en la Groenlandia más meridional. En cualquier caso, decidí salir a dar un primer paseo, haciendo un recorrido muy similar al de ocho años atrás. Aunque, en esta ocasión, iría solo y con algo más de calma. La exploración la dejaría para la siguiente mañana.
Aunque hay indicios de poblamiento en la zona desde hace 4.300 años, la actual Qaqortoq fue fundada en 1775 por el noruego Anders Olsen y bautizada como Julianehåb, en honor a Juliana María, entonces reina de Dinamarca y Noruega. El núcleo histórico de la Julianehåb colonial se articula junto al riachuelo por el que las aguas del Tasersuaq llegan al fiordo. El edificio más antiguo es una construcción de madera alquitranada, levantada en 1797. Como era habitual en la época, fue construido en Dinamarca y posteriormente ensamblado en Julianehåb. Aún es posible apreciar la numeración de los tablones, realizada en números romanos. En la actualidad, aloja el pequeño museo local, que por supuesto estaba cerrado. Afortunadamente, había podido visitarlo en 2017.
En las inmediaciones hay otros edificios históricos, como la antigua oficina comercial, de 1804, o la residencia del oficial gubernamental, de 1856. Todo ello rodeando una pequeña fuente de madera y piedra, levantada en 1932 y que, durante muchos años, fue la única de toda Groenlandia. La coronan tres ballenas que, al menos en teoría, deberían expulsar agua por sus bocas.
Durante los años de la colonia, los daneses vivían en la orilla oriental del río, mientras los groenlandeses lo hacían en la occidental. Precisamente en esa orilla está la iglesia del Salvador, la más antigua de la localidad y la única levantada en Groenlandia durante el siglo XIX que aún sigue en uso. Fue construida en Drammen, al sur de Oslo, y ensamblada en Julianehåb en 1832. La iglesia parece contener alguna pintura histórica, así como un salvavidas del Hans Hedtoft, que desapareció en 1959, mientras navegaba por el estrecho de Dinamarca en una travesía entre Qaqortoq y Copenhague. Es el único resto que se pudo recuperar del barco o sus ocupantes. En cualquier caso, encontré sus puertas cerradas.
No muy lejos de la iglesia están los dos cementerios de Qaqortoq. Di con ellos por casualidad, mientras intentaba llegar a una colina cercana. Aquel encuentro fortuito fue el comienzo de una extraña fascinación por los camposantos groenlandeses. De unas dimensiones desproporcionadas para el tamaño de las localidades y llenos de cruces blancas de madera. Un material increíblemente escaso en Groenlandia, donde tan solo existe un bosque, de pequeños abedules, en un remoto valle meridional. La mezcla de nombres, daneses e inuit, el contraste entre las cruces y el áspero terreno circundante o la alternancia de elementos occidentales con vestigios de antiguas tradiciones locales, contribuía a crear un ambiente tan extraño como hipnótico, que alcanzó su clímax, varios días más tarde, durante una visita al cementerio del diminuto asentamiento de Ilimanaq, casi mil kilómetros más al norte.
De regreso al hotel, visité la parte central de Piedra y Hombre. Una curiosa obra impulsada por la artista local Hans Hedtoft, consistente en 30 piezas repartidas por diversos emplazamientos de Qaqortoq. Hay creaciones de diversos artistas de países nórdicos: Suecia, Finlandia, Noruega y las Islas Feroe. La idea es que sea una obra viva, a la que se deberían ir añadiendo periódicamente más elementos, aunque el núcleo central procede de 1993 y 1994. Este consiste en una especie de «jardín de esculturas», ubicado en la ladera que hay a los pies del hotel Qaqortoq.
Al día siguiente, mi paseo estaría más centrado en la forma de vida local. Comenzando por una visita a Sissami en la parte baja de Qaqortoq. Una de las típicas tiendas de Groenlandia en la que venden un poco de todo. Desde enormes bolsas de alubias, hasta rifles con mira telescópica. Cuchillos de proporciones asombrosas, ropa de invierno que, solo con mirarla, te hacía sudar, sistemas de comunicación vía satélite o anzuelos que, por su tamaño, parecían pensados para capturar un cachalote. Lo normal para sobrevivir en el hostil entorno de Groenlandia. Desde mi primera visita a la isla, siempre que puedo entro a alguna de estas tiendas. Son un buen lugar para comprobar hasta qué extremo la forma de vida tradicional de los inuit es distinta de la nuestra y hasta qué punto logra mantenerse dicha excepcionalidad.
Un modo de vida que se va diluyendo lentamente, al menos en los principales núcleos urbanos. Para comprobarlo, no hay más que visitar el local de Pisiffik, en la orilla occidental del río. Un lugar prácticamente indistinguible de cualquier supermercado de una pequeña localidad española. Con un amplio surtido de productos traídos de lugares remotos, como plátanos, naranjas, chocolate o café. Incluso podías comprar chorizo de España. La única concesión a la cultura local parecía estar en la carnicería y en algunas «delicias» de pescado seco, traídas de Islandia, que también parecen tener su público en Groenlandia. En cambio, me llamó la atención no encontrar pescado fresco.
La respuesta estaba relativamente cerca, en la diminuta lonja que hay junto a la desembocadura del río. Atraído por una pequeña aglomeración de gente, decidí acercarme a curiosear. El motivo era sencillo: un par de pescadores acababan de llegar con su lancha y vendían sus productos. Unas bolsas que contenían algo negro, difícil de distinguir. Resultó ser carne seca de foca, en forma de delgadas lonchas. Por el revuelo y la forma en que los compradores abrían las bolsas, para oler su interior, debía ser un pequeño manjar local. Primero hicieron la venta al por mayor, directamente desde la lancha, de grandes bolsas que llevaban empaquetadas y pesadas. Después pasaron al interior de la lonja, donde vendieron el resto al menudeo.
Mientras, en una lancha cercana, lo que parecían ser restos de otra foca permanecían en el fondo de la embarcación, manchando el suelo de sangre. La caza de focas sigue siendo habitual en Groenlandia, donde se estima que su población rondará los doce millones de ejemplares. Tradicionalmente, los inuit aprovechaban todas las partes del animal: huesos, carne, vísceras o piel. Precisamente la venta de pieles de foca fue durante muchos años una de sus principales fuentes de ingresos. La progresiva prohibición de dicho comercio, tanto en Europa como en Norteamérica, ha reducido la actividad. En la actualidad, quedan aproximadamente 1.900 cazadores de focas registrados en toda la isla.
También había diversos tipos de pescado fresco, repartidos por toda la lonja en varias bandejas de plástico, sin necesidad de cámaras frigoríficas. La temperatura ambiente, que rondaba uno o dos grados centígrados, bastaba para conservarlos. Unos cuantos huevos moteados, expuestos en pequeñas cantidades, como si fueran preciadas delicatessen, completaban la oferta.
Después recorrí la orilla meridional del Tasersuaq. Un paseo que presumía bucólico y acabó siendo todo lo contrario, aunque me sirvió para corroborar otra de las peculiaridades de Groenlandia: su serio problema con los desechos. Algo que es posible observar en otras zonas del Ártico y su periferia, pero que en la Tierra Verde alcanza cotas asombrosas. Los groenlandeses parecen tener la costumbre de dejar tirada cualquier cosa en cualquier lugar. La pista que recorría la orilla meridional del lago atravesaba una pequeña «zona industrial», que en realidad más bien parecía una chatarrería, donde era posible encontrar los objetos más extraños. Desde embarcaciones desfondadas hasta grandes antenas parabólicas, pasando por motos de nieve desahuciadas y restos de maquinaria de construcción. Todo ello amontonado sin orden ni concierto, mientras se oxidaba lentamente bajo el adverso clima subártico. No es lo que encontrarás en las guías de viaje sobre Groenlandia, pero forma parte de la idiosincrasia de la isla. Al menos de momento.
Más allá de la zona industrial y su tráfico, por fin logré encontrar el sosiego que buscaba. Un lago tranquilo y solitario, rodeado por pequeñas montañas, en las que los últimos retazos de nieve se entremezclaban con una tundra subártica que parecía resistirse a la llegada del tan breve como inminente verano. La única señal del mismo eran unas cuantas plantas, que comenzaban a reverdecer, y un par de mosquitos, que encontré revoloteando sobre una pequeña charca. En el fondo, fue una buena noticia. En Groenlandia, los mosquitos pueden ser increíblemente molestos. Si en el sur de la isla aún eran escasos, lo más probable era que no encontrase ninguno según fuera avanzando hacia el norte.
Para rematar la mañana, decidí subir a una de las colinas que rodean la ciudad. En concreto, la que se ubica justo al este. Había leído que ofrecía una buena perspectiva sobre Qaqortoq, su puerto y el lago. De camino, podría seguir explorando las distintas peculiaridades del lugar. Como la dificultad intrínseca de moverse por una zona con un clima y una orografía a cual más complicados. Circunstancia que obliga a muchos residentes a disponer de tres vehículos: un automóvil, una moto de nieve y una lancha. Buena parte de estas últimas pasan el invierno varadas en tierra. Con la llegada de la primavera y la desaparición de los hielos en el fiordo, había llegado el momento de devolverlas a su medio natural. Durante mis paseos por Qaqortoq pude ver varios camiones-grúa transportando lanchas de diversas dimensiones y depositándolas en las aguas del puerto.
Como muchas localidades de Groenlandia, Qaqortoq está llena de cuestas. Casi cualquier paseo acabará convirtiéndose en un incesante subir y bajar, mientras saltas de colina en colina. Aunque, en esta ocasión, las bajadas brillaban por su ausencia. Aún no había remontado la mitad de la cuesta cuando ya iba con la lengua fuera. Entonces vino en mi ayuda otra de las peculiaridades de la zona: un enraizado espíritu de solidaridad, que también he podido ver en lugares como Islandia o la Noruega más septentrional. En un entorno increíblemente hostil, donde es prácticamente imposible sobrevivir en solitario, siempre encontrarás a alguien dispuesto a ayudarte, sin necesidad de pedírselo ni esperar más que un agradecimiento. En este caso, un vehículo se detuvo a mi lado y, preguntándome si subía al mirador, se ofreció a llevarme hasta sus inmediaciones, ahorrándome una buena parte del repecho.
La vista desde las alturas, junto a una pequeña antena de comunicaciones, tenía su interés. La pequeña ciudad con sus coloridas casas, los muelles, el lago, el helipuerto. También había algún rastro de la Groenlandia menos fotogénica: los clásicos depósitos de combustible, tan habituales en cualquier núcleo habitado de la isla, o algún otro amontonamiento de cachivaches. Al fondo, cerca del horizonte y del lugar donde el fiordo se une con la amplia ensenada de Julianehåb, estaba uno de los motivos reales de mi viaje: una agrupación de pequeñas manchas blancas, que en realidad eran grandes icebergs. Aunque no tan grandes como los que esperaba ver en Disko Bugt.
Mi tiempo en Qaqortoq se agotaba. Tras descender a comer en el hotel, me acerqué al puerto a ver la llegada del Sarfaq Ittuk. El pequeño ferry en el que viajaría hasta Ilulissat, en la gran bahía de Disko, realizando un itinerario que tardaría varios días en completar. Pasé un rato viendo como atracaban, la descarga de mercancías, el trasiego de personas. Por unos instantes, el tranquilo puerto de Qaqortoq se convirtió en un lugar lleno de vida, de reencuentros y despedidas. Mientras tanto, mi momento de abandonar la pequeña ciudad también se acercaba. Subí por última vez una de las cuestas de Qaqortoq, hasta el hotel, para recoger mi equipaje. A las seis en punto, una hora antes de que el Sarfaq Ittuk zarpara hacia el norte, entraba en el camarote donde dormiría las siguientes cuatro noches. Tras una breve introducción, comenzaba el primer capítulo de mi viaje por Groenlandia.
Para ampliar la información.
Mi anterior visita a Qaqortoq, que en cierta forma complementa lo que acabas de leer, está en https://depuertoenpuerto.com/escala-en-qaqortoq/.
El blog Con un par de botas tiene una entrada sobre Qaqortoq: http://www.conunpardebotas.com/qaqortoq-la-ciudad-mas-grande-al-sur-de-groenlandia/.
En inglés, se puede visitar la web oficial de turismo de Groenlandia en https://visitgreenland.com/destinations/qaqortoq/.
Trap Greenland tiene una buena página sobre la ciudad: https://trap.gl/en/kommunerne-og-byerne/kommune-kujalleq/qaqortoq/.
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