Aquel día era una buena muestra. Un temporal llegaba a la isla desde el noroeste, procedente de la gélida Groenlandia. Se esperaban nevadas en las zonas altas y fuertes vientos en casi todo el país. La única excepción estaba en los Fiordos del Este, a sotavento del Vatnajökull y las Tierras Altas septentrionales. Ese era uno de los motivos por los que había elegido la zona como destino de mi sexta jornada de viaje. El otro, cumplir una serie de viejas aspiraciones: atravesar el paso de Öxi, conocer el Mjóifjörður y realizar un recorrido completo alrededor de la península de Vattarnes. Tres lugares que nunca había podido visitar en verano y normalmente son inaccesibles durante el largo invierno. Esa mañana, según salía del hotel, tampoco estaba seguro de poder alcanzar mis tres objetivos. En el cielo, hacia occidente, se alternaban los grandes claros con oscuros nubarrones. ¿Cuál de ellos acabaría imponiéndose?
Mi plan era ir directamente al grano, sin pausas intermedias. En Islandia, si te dispersas demasiado no llegarás a ninguna parte. El problema estaba en que recorría un paisaje que me resultaba completamente novedoso. La única vez que lo había atravesado en verano había sido en sentido contrario, llegando desde el norte. Y, en invierno, la nieve oculta los colores y texturas del terreno, despojándolo de muchos de sus fascinantes matices. En apenas diez minutos hacía la primera parada, junto a Skarðsfjörður, para fotografiar los enormes canchales que se descuelgan desde la oscura mole del Skarðstindur.
La siguiente pausa llegó justo antes de atravesar el largo puente sobre el Jökulsá. Hacia el noroeste, más allá de Hvannagil, el otoño se mostraba sin complejos, comenzando a cubrir las laderas del Grákinnartindur con un sutil manto blanco. El paisaje trasmitía una intensa sensación de fuerza, pero también podía presagiar problemas. En Öxi, mi ruta superaría los 500 metros de altitud. Por encima de algunas zonas nevadas en el Grákinnartindur. Y, como es normal a esas alturas del calendario, no llevaba neumáticos de invierno.
Volví a detenerme poco después de cruzar el río. Esta vez, atraído por la extraña silueta del Brunnhorn, en la que muchas guías turísticas quieren ver el perfil de un murciélago. Sus tres picos, el mayor de 435 metros de altitud, destacan con claridad desde Stokksnes y rematan el espléndido panorama más allá de Vestrahorn. Desde el norte, la vista no era tan espectacular. Habría podido ser bucólica, pero lo impedían las grandes balas de paja desparramadas por el campo, fruto de la reciente cosecha.
Tenía el firme propósito de no parar en Eystrahorn. Al fin y al cabo, iba justo de tiempo y sería difícil mejorar las fotografías de la anterior visita a uno de mis lugares favoritos de Islandia. Esta vez, la culpa fue de un grupo de cisnes que, enfrentado a un viento cada vez más intenso, buscaba refugio en el extremo oriental de Lón, a sotavento de Hvalnesfjall.
Quinta parada, en el primero de los miradores que jalonan el impresionante tramo de carretera entre Hvalnes y Lækjavik. La costa de Þvottárskriður, con las montañas que flanquean el Berufjörður por el norte como telón de fondo, estaba tan rabiosamente hermosa como siempre. Al menos, fui capaz de evitar el resto de los miradores, reduciendo los 45 minutos de mi anterior paso por la zona a tan solo 20.
Otra pausa, esta vez junto al río Hamarsá. Hacia el oeste, el valle de Hamarsdalur se perdía entre las mismas nubes que velaban las cimas de Hlíðarfjall y me impedían ver Þrándarjökull, el glaciar más oriental de Islandia. En cambio, la pálida Snædalsfoss destacaba claramente sobre un fondo de oscuras rocas. La cascada, dividida en dos saltos, parece tener una altura total de 37 metros.
Para variar, mi séptima pausa sí estaba planeada. Había previsto detenerme en el mirador que hay junto a la Ring Road, poco antes de llegar al final del Berufjörður y del desvío que lleva al paso de Öxi. Por una parte, disfrutaría de las espléndidas vistas. Además, aprovecharía para comprobar el estado de la carretera por la que pensaba adentrarme. Algo que, en Islandia, siempre es prudente hacer antes de recorrer una carretera secundaria. Más aún a principios de otoño y conduciendo con neumáticos normales.
No era la primera vez que me detenía en aquel lugar, pero he de reconocer que jamás lo había encontrado tan rabiosamente bello. Hacia el sur, las abruptas laderas del monte Dys, tamizadas por las recientes nevadas, se alzaban hasta rozar las nubes. La Ring Road pasa justo a sus pies, pero desde la carretera, conduciendo hacia el norte, es complicado apreciar su hermosa figura.
Aunque, al menos aquel día, la indudable estrella del lugar era el Smátindur, levantándose al otro lado del fiordo, justo frente al mirador. Un monte de por sí llamativo, con una silueta tan agreste como extraña. Aquella mañana, cubierto por un sutil manto blanco, que más bien parecía harina espolvoreada por algún gigante de una leyenda nórdica, resultaba deslumbrante.
Otoño en el paso de Öxi.
Mjóifjörður en otoño.
En la península de Vattarnes.
Aun así, hice algunas breves pausas. Las justas para fotografiar lo más destacado del hermoso paisaje que recorría. Comenzando con el monte Súlur, en el Stöðvarfjörður, elevando su agreste cima hasta los 644 metros de altitud.
Después Papey, la mayor isla deshabitada de Islandia. Aunque estuvo poblada desde los tiempos del landnámsöld hasta 1966. Puede que incluso anteriormente. Según la tradición, Papey sería una derivación de papar. Nombre con el que los primeros noruegos que llegaron a la Tierra de Hielo conocían a los monjes irlandeses que encontraron en la isla. Su presencia en Papey habría sido descubierta accidentalmente por Ingólfur Arnarson, el fundador de Reikiavik, durante el invierno que pasó en Geithellar. En la década de 1970 se realizaron excavaciones arqueológicas, buscando huellas de la presencia de los monjes celtas en la isla. Sin el menor éxito.
Tras una nueva pausa para fotografiar desde otro ángulo un Dys cuya cima estaba aún mas velada por las nubes que durante la mañana, quince minutos después de las siete llegaba al cruce de la carretera 98, junto a Djúpivogur. El panel que muestra las condiciones atmosféricas en el Hamarsfjörður tenía malas noticias: vientos del suroeste, con rachas de 34 metros por segundo. Más de 120 km/h. Finalmente, el temporal había llegado a los Fiordos del Este. Aquella fue la señal definitiva de que debía darme prisa.
Tan solo hice una última parada, en la diminuta área de descanso que hay en la orilla de Lón, a los pies de Hvalnesfjall. El atardecer daba sus últimos coletazos, tiñendo de tonos asalmonados las nubes más allá de Almannaskarð y Skeggtindar. Al otro lado de aquellas montañas, que atravesaría por el túnel de Almannaskarðsgöng, estaba Höfn, donde llegué poco antes de las nueve, con el ocaso agonizando hacia el oeste. Cansado, tras una larga jornada en la que había recorrido 537 kilómetros, en parte por carreteras sin asfaltar. Pero satisfecho. De mis tres objetivos, había logrado dos y medio. Tan solo había fracasado en mi intento de llegar al faro de Dalatangi, al final de la 953. Fue el precio a pagar por las seis paradas imprevistas que hice durante la mañana. En Islandia, si te dispersas demasiado no llegarás a ninguna parte. Y, a poco que te disperses, tendrás que renunciar a alguno de tus planes.
Para ampliar la información.
En https://depuertoenpuerto.com/los-fiordos-del-este/ puedes ver mi primera visita a la zona, en invierno.
La segunda, en verano, está en https://depuertoenpuerto.com/de-egilsstadir-a-hnappavellir/.
Encontrarás mi siguiente recorrido, durante un invierno complicado, visitando https://depuertoenpuerto.com/de-djupivogur-a-egilsstadir/.
El cuarto fue una buena muestra de que, en Islandia, hasta en un febrero suave la situación puede complicarse en cualquier momento: https://depuertoenpuerto.com/de-egilsstadir-a-hofn/.
Finalmente, en https://depuertoenpuerto.com/mas-alla-de-eystrahorn-en-el-sur-de-los-fiordos-del-este/ encontrarás mi anterior intento de atravesar Vattarnes, también partiendo desde Höfn.