Aquella erupción tan solo duró tres días. Pero fue el primer indicio de que algo estaba cambiando en el reciente ciclo volcánico de Reykjanes. Además de producirse al oeste de las anteriores, en el sistema volcánico de Eldvörp – Svartsengi, resultó ser mucho más violenta, sobre todo en lo referente a la expulsión de gases. El 14 de enero de 2024 comenzaba una nueva erupción, que duraría dos jornadas. Seguida de otra, el 8 de febrero, que apenas llegaría al día de vida. La situación se había vuelto mucho más caótica que en las erupciones del Fagradalsfjall. Con el agravante de su cercanía a Grindavik y a varias infraestructuras muy valiosas, como la planta geotermal de Svartsengi, la célebre Laguna Azul o las carreteras 43 y 427.
Llegué a Islandia en la madrugada del 13 de febrero, tan solo cuatro días tras el final de la sexta erupción consecutiva en Reykjanes. Los cortes de carreteras, la incertidumbre y, lo que era aún peor, los desperfectos causados por la erupción en el suministro de electricidad y agua caliente, tenían la península suroccidental de Islandia sumida en un pequeño caos. Hasta tal punto que, apenas unas horas antes de mi llegada, recibí un mensaje del hotel donde pasaría la primera noche, ofreciéndome cancelar la reserva sin ninguna penalización. Grindavik, cuyas casas habían sido alcanzadas por la lava durante la erupción de enero, permanecía evacuada. Mientras tanto, aún había varias carreteras cerradas y la Laguna Azul, la mayor fuente de ingresos turísticos de Islandia, seguía sin abrir sus puertas. Una buena muestra de la gravedad de la situación.
Con el volcán inactivo y la zona inaccesible, decidí mantener mi plan inicial, recorriendo el sur de la Tierra de Hielo. La situación comenzó a cambiar mientras me adentraba en las Tierras Altas de Islandia. El 16 de febrero la Laguna Azul reabría sus puertas. En principio, tan solo era accesible para clientes con reserva confirmada. Ante las protestas generalizadas, el gobierno de la isla se vio obligado a abrir la mano. Para cuando quise regresar a Reikiavik, el 24 de febrero, la carretera 43 parecía estar abierta para todo el que quisiera acercarse hasta el aparcamiento de la laguna. Aunque no estaba del todo claro, en la tarde del día siguiente, tras una larga visita al Museo Nacional de Islandia, decidí probar suerte.
Mi plan era muy simple. Intentaría llegar al menos hasta el aparcamiento de la cueva de lava de Dollan. En principio, el corte en la carretera 43 parecía estar algo más al sur. Una vez allí, evaluaría mis posibilidades. Llegué a Dollan sobre las dos y media, para encontrarme el fondo de la cueva cubierto por un gran amontonamiento de nieve helada. Tampoco me importó. Ya conocía el lugar y, de camino, había podido comprobar que en el extremo septentrional de Grindavíkurvegur no había el menor control sobre el tráfico. Seguiría hacia el sur. Además, el guardarraíl central que hay en ese tramo de la carretera no me dejaba otra opción. Lo más que podía pasar era que me obligaran a dar media vuelta.
Mientras conducía hacia el sur, podía ver el gran penacho de vapor de Svartsengi, flotando lánguidamente hacia el oeste. Había menos tráfico del habitual, pero no estaba completamente solo en la carretera. Tras superar el siguiente badén, tenía al frente el gran talud que habían levantado a toda prisa, con el fin de preservar Svartsengi y la Laguna Azul del avance de la lava. Pero antes, la carretera desaparecía bajo una de las coladas. La erupción del 8 de febrero había pasado literalmente por encima de la carretera, justo al norte del desvío de la Laguna Azul, dejándola inservible. Contra todo pronóstico, en apenas unos días la carretera volvía a estar abierta. Tan pronto como la capa superficial de lava estuvo razonablemente fría, crearon una pista sobre su superficie aún humeante. Atravesarla fue una experiencia extraña, más aún sabiendo que, apenas unos metros por debajo, todavía quedaba lava fundida.
Al otro lado de la colada, donde la carretera regresaba a la normalidad, habían improvisado un pequeño aparcamiento. Siendo sincero, no estaba del todo claro que estuviera permitido estacionar. Pero, al ver varios vehículos detenidos, fui incapaz de resistir la tentación. Salí del coche y me encaminé directamente hacia la lava solidificada, dejando a un lado las señales que prohibían caminar sobre la improvisada carretera.
Tras superar un pequeño repecho de lava completamente dura y fría, me encontré en medio de la antigua carretera 426. Los caprichos de la erupción habían preservado una pequeña isla de asfalto, completamente cercada por un caos de rocas negras. Incluso encontré una antigua señal de límite de velocidad, tumbada y a medio quemar. Hacia el este, podía ver la nueva «carretera», cuyo material, menos oscuro, era perfectamente distinguible del de la colada que había debajo.
En dirección contraria, una gran extensión de lava aún humeante iba a estrellarse contra el talud de contención de la Laguna Azul. Tanto la laguna como la cercana planta de Svartsengi se ubican en una pequeña depresión. De no haber sido por los taludes, el flujo natural de las coladas habría destruido ambas infraestructuras, fundamentales para el país. Las lecciones aprendidas durante las primeras erupciones, al este del Fagradalsfjall, acabaron dando fruto. Tanto para cambiar la actitud de las autoridades ante desastres de este tipo, como para servir de guía a las posibles actuaciones. En lugar de intentar detener los flujos de lava, tanto aquí como en los taludes que rodean Grindavik, se intentó canalizarlos hacia zonas donde pudieran causar el menor daño posible. Casi siempre con éxito.
Tras regresar al coche, decidí acercarme a curiosear por las inmediaciones de la Laguna Azul. Quería comprobar hasta qué punto los nuevos taludes habían afectado al extraño mundo que recorrí un par de inviernos atrás, en los alrededores de la laguna. Como ya temía, parte de los canales de aguas azuladas habían terminado sepultados, al igual que la senda circular que permitía visitarlos. Sin embargo otros se habían salvado, permitiéndome realizar alguna foto interesante.
Entonces, la tarde dio un brusco giro. Se levantó un viento gélido, que trajo consigo una nube asombrosamente oscura. En menos de un minuto comenzó a nevar intensamente. Nada fuera de lo común en Islandia, sobre todo en su inclemente invierno. En cualquier caso, estando en uno de los lugares más frecuentados de Islandia, tampoco era cuestión de preocuparse. Haciendo caso al viejo dicho islandés, «si no te gusta el día que hace, espera cinco minutos», me fui a tomar algo caliente en la cafetería de la laguna.
La nevada se fue tan rápidamente como había llegado, dejando tras de sí un entorno todavía más irreal, con una suave capa de nieve tamizando el verde pardusco del musgo. En cualquier caso, no parecía tener mucho más que hacer por la zona. Y parecía acercarse un nuevo frente de nieve. Buen momento para salir de allí.
La carretera 426 hacia el sur estaba cerrada. Mi única salida era desandar el camino, volviendo a conducir sobre la colada de lava solidificada. Una experiencia que, si cabe, la reciente nevada hizo aún más extraña. La ausencia de nieve en el tramo recién construido hacía más evidente la elevada temperatura de éste.
Aún quedaba algo de luz. Suficiente para acercarme hasta Brimketill, donde el oleaje resultó ser tan escaso como decepcionante. Aunque, en el fondo, creo que aquello tan solo fue una excusa para curiosear por la carretera 425, que se acerca a Grindavik desde el oeste. Me adentré en una calzada completamente solitaria. Estoy más que acostumbrado a conducir durante horas en Islandia sin cruzarme con un solo vehículo. Pero aquello era distinto. A la inusual ausencia de tráfico en la carretera se unían las fisuras que, de vez en cuando, atravesaban su asfalto. Aun cubiertas de grava, eran el recordatorio de la reciente actividad sísmica, que había fragmentado el terreno en las inmediaciones de la pequeña ciudad.
Me detuve en la última ensenada, antes de llegar a Grindavik, bajo un cielo cada vez más mortecino. La ciudad aún mostraba tenues señales de vida. Algún que otro coche aparcado y unas cuantas luces. La más visible, en un control de acceso que para mi sería infranqueable. Por lo demás, la extraña sensación de calma, realzada por la total ausencia de viento, resultaba un tanto ominosa. Emprendí el regreso hacia el hotel con una peculiar sensación de desasosiego, cuyo origen no logré identificar. ¿El plomizo atardecer, la sensación de velado peligro, la ciudad moribunda, la soledad? O quizá fuera la combinación de todos estos factores, potenciados por la nostalgia de saber que aquella sería la última foto de mi periplo invernal por Islandia.
Un mundo cambiante.
Si estás interesado en intentar explorar la zona, te puede venir bien esta otra entrada del blog: Nueva guía para visitar el volcán de Islandia.
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Para ampliar la información.
En este mismo blog, encontrarás otras entradas sobre los lugares aquí mencionados: la Laguna Azul (https://depuertoenpuerto.com/fotografiando-la-laguna-azul/), Brimketill (https://depuertoenpuerto.com/brimketill/) y Grindavik (https://depuertoenpuerto.com/recordando-grindavik/).
En https://depuertoenpuerto.com/invierno-en-el-sur-de-islandia/ puedes ver todo mi recorrido invernal por el sur de Islandia.
En Guide to Iceland hay un artículo sobre las erupciones: https://guidetoiceland.is/es/viaja-islandia/conduce/sundhnukagigar-craters.
En inglés, la web de Perlan tiene una entrada con la cronología del ciclo eruptivo en Reykjanes: https://perlan.is/articles/reykjanes-peninsula-volcano-overview.
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