El paso de Dynjandisheiði tiene su extremo septentrional en la orilla de Dynjandisvogur, la pequeña ensenada que forma el brazo meridional del Arnarfjörður, muy cerca de la impresionante Dynjandi. Tras zigzaguear durante 30 kilómetros por el oeste de las Tierras Altas de Gláma, uno de los páramos a mayor altitud de los Fiordos del Oeste, vuelve a alcanzar el nivel del mar en las inmediaciones de Flókalundur, junto al Vatnsfjörður. A la complejidad de su trazado se une un buen tramo sin asfaltar, creando una de las rutas más complicadas de la región habitada más remota de Islandia. Sobre todo durante su largo invierno.

La carretera 60 está cortada

La carretera 60 está cortada.

Dynjandisheiði se había convertido en el protagonista inesperado de mi viaje invernal a los Fiordos del Oeste. Al encontrarlo cerrado, tuve que resignarme a pasar la primera noche en Patreksfjörður, con la consecuencia de que me alcanzó un temporal de viento y acabé bloqueado durante un día y medio en la pequeña ciudad. Cuando, por fin, cesó el vendaval, Dynjandisheiði seguía cerrado al tráfico. Para llegar desde Patreksfjörður hasta Ísafjörður, me vi obligado a dar un amplio rodeo, que convirtió en 443 kilómetros los 149 de la ruta directa. No puedo quejarme. Cuando decidí visitar en invierno los Fiordos del Oeste, sabía de sobra dónde me estaba metiendo.

La ruta está abierta

La ruta está abierta.

Tras pasar cuatro días en la región, había llegado el momento de seguir mi ruta hacia el este de la isla. Aunque no tenía reserva de hotel, a priori mi destino era Laugarbakki, en las inmediaciones del Miðfjörður. El plan era comenzar avanzando hacia el norte por la carretera 60. En las inmediaciones de Ísafjörður me incorporaría a la carretera 61 con rumbo este, regresando a la 60 cerca de Króksfjarðarnes. Desde allí, seguiría hasta el cruce con la Ring Road, donde volvería a girar hacia oriente. A priori, un trayecto de 474 kilómetros que, salvo los primeros 7.500 metros, encontraría completamente asfaltados. Era la ruta que marcaba Waze y la que parecía más razonable. Sin un motivo concreto, más allá de verificar que en Islandia no puedes confiar en él, consulté el navegador de Google Maps. Éste me enviaba atajando por Dynjandisheiði y la carretera 59. Una ruta de apenas 283 kilómetros. La sorpresa vino cuando, al entrar en umferdin.is para confirmar el error de Google, me encontré Dynjandisheiði marcado en azul: carretera resbaladiza, con más del 20% de su superficie cubierta por hielo o nieve dura. Además, había obras y podía encontrar agua en la carretera. Una ruta complicada, pero abierta. Por una vez, Google tenía razón.

Mientras recorría los escasos 750 metros que separan el aparcamiento de Dynjandi del cruce con la carretera 60, mi mente evaluaba aceleradamente las opciones que, de forma imprevista, se abrían ante mí. El plan inicial, recorriendo de nuevo la orilla meridional del Ísafjarðardjúp, era interesante. Pero palidecía frente a la posibilidad de recorrer Dynjandisheiði en invierno. Mi principal duda era si realmente sería capaz de completar el trayecto. Duda que el destino se encargó de disipar. Según me acercaba al cruce, llegaba una furgoneta desde el norte, arrastrando un pequeño remolque. Inicialmente pensé que iría a Dynjandi. Cuando vi que enfilaba las primeras rampas de Dynjandisheiði, seguí sus huellas sin pensarlo dos veces.

Aún no las tenía todas conmigo. Había atravesado Dynjandisheiði en verano y sabía que era una ruta dura y complicada. El día, aunque bastante más benigno que el anterior, podía torcerse en cualquier momento, como me había demostrado la intensa nevada que me sorprendió entre Ísafjörður y el túnel de Vestfjarðagöng. Pero, por encima de todo, me preocupaban las temperaturas inusualmente altas. Un brusco deshielo podía convertir Dynjandisheiði en un barrizal o incluso anegar la carretera, haciéndola intransitable. Según ascendía, me adentraba lentamente en un universo cada vez más dominado por el blanco. En unos minutos, la carretera también desapareció bajo la nieve. Al menos ésta parecía mantener cierta consistencia, facilitando el agarre de los neumáticos de invierno. Poco después me crucé con un pequeño convoy, encabezado por un vehículo del servicio de emergencias islandés. Todo parecía indicar que, finalmente, la carretera sería transitable.

Sobre el Arnarfjörður

Sobre el Arnarfjörður.

En unos minutos llegué al primer mirador, pocos metros antes del puente sobre el Dynjandisá. La vista sobre Dynjandisvogur y el tramo final del Arnarfjörður era un tanto extraña. De nuevo había desaparecido la nieve, reducida a unos cuantos jirones, sobreviviendo a duras penas entre los recovecos del terreno. Al frente, hacia la boca del fiordo, una oscura nube se adueñaba del paisaje, envolviéndolo en un aura de misterio. La misma nube me recordaba que la mañana podía empeorar en cualquier momento. Debía seguir mi camino.

Más allá del Dynjandisá, la carretera ascendía nuevamente, volviéndome a trasladar a un mundo cada vez más cubierto de nieve. Hacia el sur, las nubes parecían más densas y bajas, llegando a ocultar las laderas de las montañas. Podía acabar conduciendo entre la niebla. Por otra parte, la presencia de alguna máquina hacía evidente que seguían trabajando activamente para mantener la carretera abierta.

Según seguía avanzando hacia el sur, comenzaron a hacerse evidentes los efectos del deshielo. La nieve cada vez tenía menos consistencia y, en algunos tramos, la pista llegaba a estar completamente despejada. En otros, la atravesaban pequeños riachuelos. Al menos, el firme parecía seguir congelado, impidiendo la formación de barro.

Hielo y agua en Dynjandisheiði

Hielo y agua en Dynjandisheiði.

Mientras, el paisaje que me rodeaba tomaba tintes cada vez más irreales. El deshielo era tan rápido, que formaba arroyos y pequeños lagos sobre zonas aún congeladas. El hielo que había sobre el terreno, por debajo el agua, hacía que ésta adquiriera unos sutiles tonos azul turquesa, tan hermosos como extraños. En esas condiciones, era complicado centrarse en la conducción. Afortunadamente, el tráfico era casi inexistente, por lo que podía avanzar a un ritmo bastante pausado.

Aunque, siendo sincero, había más tráfico del que inicialmente habría esperado. Algo que suele ser común en Islandia cuando una carretera lleva varios días cerrada, como había ocurrido con el tramo septentrional de la 60. En sus 30 kilómetros, además de la furgoneta que me impulsó a cambiar de ruta, me adelantó un único vehículo. En dirección contraria, me crucé con el pequeño convoy de 3 vehículos, un camión y un coche «normal». Éste último, un BMW con el chasis bajo y sin tracción a las 4 ruedas, fue la señal inequívoca de que atravesaría Dynjandisheiði sin demasiados contratiempos.

El Geirþjófsfjörður desde la carretera 60

El Geirþjófsfjörður desde la carretera 60.

Poco antes del mediodía, llegaba a la altura del Geirþjófsfjörður. El más septentrional de los tres fiordos en que se divide el Suðurfirðir, que a su vez es el brazo meridional del Arnarfjörður, el segundo mayor fiordo de la región. Los Fiordos del Oeste forman un auténtico laberinto de agua y roca, tan hermoso como complicado de recorrer. Sobre todo en invierno, cuando a sus dos elementos fundamentales se unen el hielo y la nieve. En cualquier caso, esa misma complicación añade interés a la región, ensalzando su belleza y, al menos de momento, poniéndola a salvo de la creciente avalancha turística que, lentamente, está devorando el sur de Islandia.

Una pausa bajo el Botnshestur

Una pausa bajo el Botnshestur.

Hice una breve pausa. Quería estirar las piernas y disfrutar tranquilamente del imponente entorno que me rodeaba. Hacia el sur, por encima de mí, las laderas de nieve y roca del Botnshestur desaparecían entre las nubes. Hacia el noroeste, apenas podía entrever un tramo del Geirþjófsfjörður, que igualmente se desvanecía entre los mismos negros nubarrones que ocultaban el Arnarfjörður en mi anterior parada. Entre ambos, la carretera desaparecía, más allá del siguiente repecho, camino de Helluskarð, el tramo más elevado de Dynjandisheiði.

Lago color turquesa

Lago color turquesa.

Más riachuelos efímeros, más lagos color turquesa, más nieve, algún escarceo con la niebla. Seguía avanzando lentamente, por un mundo de una belleza tan extraña como mágica. Según progresaba el día, las señales del deshielo eran cada vez más evidentes, dando al paisaje un aire de fugacidad que lo hacía, si cabe, aún más atractivo.

Aquel fue el tramo más complicado de la ruta. Al ir ascendiendo, me acercaba peligrosamente a la niebla. Paradójicamente, la temperatura también ascendía, convirtiendo la pista sobre la que circulaba en una mezcla, cada vez más resbaladiza, entre nieve, agua y barro. Mientras, la nieve acumulada en las cunetas impedía que la pista desaguase, favoreciendo la formación de grandes charcos. Aunque, todo hay que decirlo, mi falta de prisa y la seguridad que ofrecía la continua presencia de maquinaria se combinaron para hacer de la conducción una auténtica delicia.

Mientras tanto, un pequeño ejército seguía luchando por mantener la carretera transitable. Alguna quitanieves, palas hidráulicas, retroexcavadoras, creo que durante mi travesía de Dynjandisheiði pude ver más maquinaria que vehículos transitando por la carretera. Cada vez que me cruzaba con alguna, no podía evitar acordarme de Sísifo. Al igual que el rey de Éfira, las personas que me saludaban desde las cabinas de las enormes máquinas, realizaban una tarea tan titánica como, en cierto modo, infructuosa. En unos días, otra nevada volvería a cerrar el paso. Y lo volverían a abrir, hasta la siguiente nevada. Y así pasarían todo el largo invierno islandés, quizá hasta bien entrado mayo, luchando contra la inclemente naturaleza de la isla. Hasta que ésta tuviera a bien dar una breve tregua, que terminaría con el siguiente invierno, a finales de octubre.

Poco después, superaba el cruce con la carretera 63, de la cual el único rastro era una señal, indicando la distancia a Bíldudalur, y dos hileras de postes, perdiéndose hacia el oeste entre la nieve. En aquel lugar, en fecha tan tardía como 1959, se conectó por primera vez la red de carreteras del norte de los Fiordos del Oeste con la del resto de Islandia. Aunque, entonces, no existían los túneles de Dýrafjarðargöng y Vestfjarðagöng. Llegar a Ísafjörður por aquellas pistas, con los vehículos de la época, debía ser una auténtica aventura, virtualmente imposible de completar en invierno. Si, incluso hoy en día, los Fiordos del Oeste parecen una región remota y aislada, ¿qué sensaciones trasmitirían en aquellos tiempos?

Llegaba al único tramo de la carretera que no conocía, pues en mi anterior travesía había seguido la ruta hacia Bíldudalur. Superado su punto más elevado, la rampa de bajada hasta Flókalundur está asfaltada casi en su totalidad, con un trazado bastante aceptable. Había logrado vencer a Dynjandisheiði. Pero, como si Islandia no quisiera dejar que me confiara, me envió un nuevo recordatorio de donde me encontraba. Mientras, hacia el sur, el sol comenzaba a rasgar el manto de nubes, iluminando las aguas del Breidafjörður, comenzó a nevar.

Desde Flókalundur

Desde Flókalundur.

Al filo de las doce y media, aparcaba en Flókalundur, junto a la orilla del fiordo. 66 minutos para recorrer 30 kilómetros. Aunque había hecho un par de paradas, es una buena muestra de lo complicado que puede ser conducir en Islandia durante el invierno. En cualquier caso, llegué a Flókalundur lleno de satisfacción. Había superado el paso en condiciones difíciles, durante el duro invierno islandés. Y, quizá, había aprovechado mi última oportunidad para hacerlo. Más allá de un ambicioso proyecto para excavar un túnel bajo Dynjandisheiði, a corto plazo se está construyendo un trazado alternativo para la carretera. Mientras atravesaba el páramo, entre la niebla, pude ver fugazmente maquinaria trabajando en la nueva ruta, al este de la actual.

Para ampliar la información.

En https://depuertoenpuerto.com/invierno-en-los-fiordos-del-oeste/ se puede ver todo mi viaje invernal por los Fiordos del Oeste.

Quien no tenga experiencia conduciendo en Islandia durante el invierno, puede encontrar ayuda en https://depuertoenpuerto.com/conducir-en-islandia-el-invierno/.

En https://depuertoenpuerto.com/de-isafjordur-a-patreksfjordur/ se puede ver otro recorrido por la zona, en verano y descendiendo de Gláma por la carretera 63.

En inglés, Reyjavík Grapevine tiene un artículo sobre la nueva carretera en Dynjandisheiði: https://grapevine.is/news/2020/07/09/new-road-through-dynjandisheidi-raises-concerns/.

Quien quiera ver lo complicado que puede llegar a ponerse el paso, puede visitar Iceland Magazine: https://icelandmag.is/article/nine-metre-high-snow-wall-lines-part-dynjandisheidi-mountain-road.

En YouTube, el canal de Jakub Šánek tiene un video de la carretera en invierno, en un día bastante más despejado: https://www.youtube.com/watch?v=wNxLwDKvt0c.

En https://www.youtube.com/watch?v=KLPJYlK1p1I se puede ver el trayecto completo, entre el aparcamiento de Dynjandi y Flókalundur, en verano y antes de que asfaltaran el tramo de bajada.