El amanecer nos encontró atracados en el muelle de la terminal de cruceros, junto al ángulo noroccidental del Cuerno de Oro. Nuestro viejo amigo, el tifón Francisco, parecía habernos perseguido desde que zarpamos de Kōchi. Afortunadamente, tras bordear la península coreana, dirigiéndose directamente hacia Vladivostok, finalmente derivó hacia el noreste, camino de Hokkaidō. Durante la noche habíamos cruzado su estela, navegando entre Kanazawa y Vladivostok. Para no correr riesgos innecesarios, el capitán del Maasdam decidió aumentar la velocidad de crucero, llegando al protegido Cuerno de Oro en plena noche, mientras dormíamos. Nos quedamos sin la entrada a puerto coincidiendo con el alba.
Llegar antes de lo previsto a Vladivostok no supuso que pudiéramos desembarcar. La pesada burocracia rusa se interponía en nuestro camino. Al no tener visado, estábamos obligados a descender a tierra de la mano de una excursión organizada. De todos modos, los escasos afortunados que disponían de visado tampoco tuvieron mucha más suerte. Se vieron forzados a esperar hasta que el personal de aduanas ruso verificó su documentación. Lo que por supuesto hicieron a partir de la hora inicialmente prevista para el atraque. En cualquier caso, la espera no fue en absoluto aburrida. El puente Zolotoy sobre el Cuerno de Oro, los buques de la Flota Rusa del Pacífico atracados en las inmediaciones y la colina del Águila, con su parte superior parcialmente velada entre las nubes, formaban una escena lo suficientemente atractiva como para tenernos más que entretenidos.
Una excursión por Vladivostok.
En la estación final del Transiberiano.
Tras la visita a la estación, volvimos a cruzar por la pasarela sobre las vías del Transiberiano, pero esta vez con dirección a la orilla septentrional del Cuerno de Oro. Mientras bordeábamos la valla del puerto, podíamos ver perfectamente las unidades de la Flota del Pacífico, alineadas en los muelles. La presencia de la flota en la ciudad propició que, durante los años de la Guerra Fría, Vladivostok fuera una de las «ciudades cerradas» de la extinta Unión Soviética. Desde 1958, los vuelos al extremo oriente ruso aterrizaban en Khabarovsk y los barcos tenían que desviarse a Nakhodka. Los extranjeros tuvimos estrictamente prohibida la entrada a la ciudad hasta el año 1992. Incluso para los rusos, era complicado entrar o salir de la zona. La situación actual, con la ciudad intentando convertirse en uno de los polos de comunicaciones y turismo de Extremo Oriente, es radicalmente distinta. Buscando favorecer este movimiento, se está estudiando eliminar la necesidad de visados para estancias breves.
El paseo por el puerto nos llevó hasta el submarino S-56. Botado en 1939 en los astilleros de Vladivostok, los acuerdos entre la Unión Soviética y Japón propiciaron que fuera destinado al escenario atlántico. Allí participó en diversas acciones de guerra contra buques alemanes, hundiendo dos buques militares y otros dos civiles. En 1954 fue devuelto a la Flota del Pacífico, en la que permaneció hasta 1964. Tras unos años como buque-escuela, en 1975 fue sacado a tierra y convertido en un museo. Allí sigue, varado sobre un jardín a escasos metros de la sede central de la Flota Rusa del Pacífico, como mudo testigo de una época felizmente superada. Actualmente es posible recorrer su interior, aunque la larga cola que había para la visita nos hizo desistir.
Justo al lado del submarino, está la diminuta capilla de San Andrés, una muestra de los cambiantes tiempos que vive Rusia. Fue edificada en 2004, coincidiendo con el traslado de unas reliquias del santo a Vladivostok, y consagrada al año siguiente por el arzobispo de la ciudad. Frente a la capilla se ubica un monumento dedicado a los caídos en la Gran Guerra Patriótica. La mezcla entre el submarino soviético, los cañones que «adornan» el memorial y la capilla era bastante chocante.
Para ahondar las contradicciones, tan solo unos metros detrás se levanta el Arco Triunfal del Zarévich, también conocido como Puerta de Nicolás. Fue edificado en 1891, para agasajar durante su visita a Vladivostok al entonces heredero de la dinastía Románov, el zarévich Nicolás Aleksándrovich, quien más tarde se convertiría en Nicolás II, el último Zar de Todas las Rusias. Con el triunfo de la revolución soviética, en 1923 fueron eliminados los símbolos monárquicos que lo adornaban. Lo poco que quedaba del arco fue demolido en 1930. En 1998, el empresario local Alexander Yermolayev decidió sufragar su reconstrucción. Al no haber sobrevivido los planos originales, fue necesario recrearlos basándose en descripciones y fotografías antiguas. Finalmente, en 2003 se pudo inaugurar el monumento por segunda vez. Hoy en día, con su curiosa mezcla de elementos rusos y bizantinos, se ha convertido en uno de los iconos de la ciudad.
Decidimos regresar hacia el puerto por la calle Svetlanskaya, una de las más antiguas de la ciudad. Su denominación procede de la fragata Svetlana, en la que llegó a la ciudad el zarévich Nicolás. Como era de esperar, durante la existencia de la URSS su nombre se cambió a Leninskaya. A partir de finales del siglo XIX, sus edificios de madera originales comenzaron a ser reemplazados por otros de piedra, que afortunadamente sobrevivieron a la era soviética. El resultado es una hermosa calle, flanqueada por varias de las mejores construcciones de la ciudad. Como el gran almacén inaugurado en 1906 por la firma alemana Kunst and Albers, que hizo llevar desde Hamburgo buena parte de los materiales de construcción. O el hermoso edificio de correos, levantado a finales del siglo XIX según el diseño del arquitecto ruso-polaco Alexander Gvozdiovsky. Un magnífico ejemplo de estilo neorruso, cuyas lineas recuerdan las de la estación del Transiberiano.
Nuestro paseo nos llevó a la Plaza Central, el corazón de la ciudad, donde confluyen las calles Svetlanskaya y Okeanskiy Prospekt. Dimos un paseo por esta última, pero comenzaba a hacérsenos tarde y la calle, más allá de algún comercio decadente y un tráfico que de puro caótico era digno de ver, no parecía demasiado atractiva. De vuelta a la plaza, nos entretuvimos con el Monumento a los Luchadores por el Poder Soviético, una gran composición escultórica en tres piezas que cierra la calle por el sur. Inaugurado en 1961, destaca su parte central, de 30 metros de altura, coronada por un soldado que mira desafiante hacia el este enarbolando una bandera soviética. Simboliza el final de la campaña de liberación del Extremo Oriente ruso frente a las tropas japonesas, que ocupaban la región en 1922. El grupo escultórico del este está dedicado a los marinos y trabajadores sublevados en San Petersburgo en 1917, pisando un águila bicéfala, símbolo de la monarquía zarista. Por contra, el grupo del oeste es un homenaje a los guerrilleros que colaboraron con el Ejercito Rojo en la liberación de la ciudad. Todo con la épica tan del gusto de los regímenes totalitarios. Aunque, realmente, en la retirada nipona tuvo más peso la presión diplomática de los países anglosajones, recelosos de las auténticas intenciones del Japón, que la intervención militar soviética.
En la misma plaza se encuentra la futura Catedral de la Transfiguración, destinada a ser el principal templo ortodoxo de la ciudad. El edificio llevaba llamando nuestra atención desde que habíamos salido a cubierta por primera vez. Era imposible ignorar sus doradas cúpulas con forma de bulbo, coronando las torres a 67 metros de altura. Tras un primer intento de levantar la catedral en 1912, truncado por la Primera Guerra Mundial y la caída de la monarquía zarista, la idea de construir el templo revivió con el fin de la Unión Soviética. Después de varias polémicas sobre su estilo arquitectónico y emplazamiento, finalmente las obras comenzaron en 2012, en el mismo lugar que había sido elegido un siglo atrás. Aunque, durante nuestra visita, el edificio parecía estar prácticamente terminado, todavía lucía un andamio en su fachada principal y por supuesto no estaba abierto al público.
Faltaba más de una hora para zarpar, pero decidimos que iba siendo hora de regresar al barco. Al fin y al cabo, estábamos en suelo ruso de forma dudosamente legal y no tenía sentido seguir tentando a la suerte. Antes de embarcar, no pudimos evitar dar un último rodeo para, por segunda vez, ver las vías y la estación del Transiberiano. Aunque en esta ocasión nos limitamos a pasear por las pasarelas sobre las vías. Desde allí, hicimos el camino inverso al de nuestra «fuga» de unas horas antes, regresando a la terminal de cruceros. Nos llamó la atención el ambiente que había en su interior. Al pasaje del Maasdam se unía una gran cantidad de rusos, atraídos por la llegada del crucero. Parecía como si la ciudad, tras décadas aislada del exterior, estuviera ansiosa por abrirse a cualquier novedad. Después de hacer un breve recorrido por la terminal, regresamos al barco, con la idea de aprovechar el tiempo que nos quedaba disfrutando de las espléndidas vistas y preparándonos para una singladura por el puerto que, sin duda, iba a ser interesante.
Vladivostok nos dejó muy buenas sensaciones. A pesar del caos de su tráfico y de una cierta desidia en el mantenimiento, que contrastaba vivamente con el impoluto Japón desde el que habíamos llegado. Pero los factores a su favor eran numerosos. Su hermoso emplazamiento, sus bellos edificios y la vitalidad de sus habitantes se unieron a la extraña sensación de estar en la escala final del ferrocarril más largo del mundo, en un lugar que, hasta no hace muchos años, estaba vedado a cualquier extranjero, para dar a la ciudad un innegable atractivo. Por si esto fuera poco, Vladivostok nos recibió con una temperatura fresca y una débil llovizna, ambos muy de agradecer viniendo del insufrible calor estival de sur de Japón. Sus cielos plomizos, por los que apenas lograba colarse algún tímido rayo de sol, nos parecieron una bendición. Y, por encima de todo, la impresión de estar en una ciudad que, precisamente por sus inequívocas referencias europeas, resultaba exótica en medio del Oriente más extremo. Una constatación de lo relativa que puede ser nuestra percepción de la realidad.
También hay un artículo interesante en Russia Beyond: https://es.rbth.com/viajes/2013/07/13/vladivostok_donde_acaba_el_transiberiano_29993.
El blog Viaja o Revienta tiene una entrada sobre la ciudad: http://viajaorevienta.es/transiberiano-y-por-fin-vladivostok/.
En https://depuertoenpuerto.com/crucero-extremo-oriente/ se puede ver el itinerario completo de nuestro viaje por Extremo Oriente.
En inglés, Koryo Tours tiene una buena introducción a Vladivostok: https://koryogroup.com/travel-guide/vladivostok-russia-travel-guide.
En la web geohistory hay un artículo sobre la historia de la ciudad: https://geohistory.today/vladivostok/.
En Russia Beyond se puede consultar un artículo sobre los edificios más destacados de Vladivostok: https://www.rbth.com/travel/332443-vladivostok-beautiful-buildings.
Speaking in Tongues contiene una descripción del centro histórico de la ciudad: https://vladivostok.com/speaking_in_tongues/vladick.htm. Antigua y sin fotos, pero interesante.
Quien esté interesado en el cambiante papel de Vladivostok como capital del Extremo Oriente ruso puede visitar The Diplomat: https://thediplomat.com/2016/09/vladivostok-the-many-lives-of-russias-far-eastern-capital/.
Trackbacks/Pingbacks