Había recorrido un buen tramo de dicha costa el día anterior, durante una larga excursión hasta la península de Vattarnes, que no acabó como me habría gustado. En realidad, la excursión había sido fruto de otro fracaso, esta vez frente a Eystrahorn, donde el viento había logrado truncar mis planes. Al día siguiente, el Cuerno del Este volvía a ser el objetivo principal de la jornada. Aunque, dado que lo único en que había acertado la mañana previa había sido en lo referente al amanecer, esta vez no tenía prisa.
Acabé saliendo del hotel pasadas las nueve y cuarto de una mañana bastante más desapacible que la anterior. En realidad, el día era deplorable. Aunque si hay algo que en Islandia resulta imprevisible, es su caprichoso clima. Y, en cualquier caso, la previsión era algo mejor hacia el este. Algo que pareció confirmarse poco antes de llegar al túnel de Almannaskarðsgöng. Más allá del Skarðsfjörður, el sol lograba romper entre las nubes.
Aunque la mejoría tan solo era aparente. El eterno viento de Islandia soplaba todavía más fuerte que el día anterior. Decidí hacer una breve excursión hasta Skútafoss. Una cascada poco conocida, en el valle de Þorgeirsstaðadalur, que siempre había dejado de lado. Con suerte, el valle me ofrecería cierta protección, mientras esperaba una hipotética mejoría. Entre alguna breve pausa fotográfica y un encuentro fortuito con una pareja de renos, acabé llegando a Þorgeirsstaðadalur a las diez de la mañana. Allí, me encontré con la pista en muy malas condiciones. Tocaba seguir andando.
Un breve paseo me llevó frente a Skútafoss. Su nombre se traduciría como «cascada de la pequeña cueva», debido a una amplia oquedad que hay a espaldas del salto de agua. En verano, parece ser posible recorrerla parcialmente, hasta llegar tras la cascada. En invierno lo impedían la nieve y, sobre todo, el hielo. Incluso era imposible seguir por la orilla del río hasta llegar a los pies de la cascada. Me tuve que conformar con la vista desde la gran roca que domina la poza en la que se desploma Skútafoss. Que, en cualquier caso, ofrecía una buena perspectiva sobre el conjunto.
Skútafoss no está sola. Generalmente, otras dos pequeñas cascadas caen sobre el Þorgeirsstaðaá. En pleno invierno, tan solo había una. Curiosamente, sus aguas habían formado una extraña «pared» de hielo, que se elevaba en vertical justo por detrás del salto. He visto numerosas cascadas a medio congelar, pero nunca había podido apreciar este fenómeno, que acabó convirtiéndose en lo más llamativo del lugar.
Decidí seguir río arriba, hasta llegar a otra cascada, en un pequeño afluente del Þorgeirsstaðaá, que estaba completamente helada. Lo más curioso era observar una finísima lámina de hielo, suspendida sobre la orilla del río. Desde mi posición, era sencillo apreciar su fragilidad. Desde la orilla opuesta, habría sido virtualmente imposible distinguir el grosor del hielo. Una buena muestra de las trampas y peligros, muchas veces difíciles de advertir, que esconde el campo islandés en invierno.
Otro breve paseo me llevó hasta Innstifoss, el siguiente salto de agua, nuevamente en el cauce principal del Þorgeirsstaðaá. El río, procedente de las cercanas montañas, se despeñaba en una poza de hermosos tonos verdosos, que contrastaban vivamente con las rocas y la hierba reseca del entorno. Valle arriba, las nubes bajas se fundían con la nieve, difuminando la parte superior del paisaje. A pesar de estar a escasa distancia de la Ring Road, el lugar lograba trasmitir ese aura de misterio y belleza salvaje que tanto me gusta de Islandia.
Eran casi las once de la mañana y valle abajo, sobre el no tan lejano mar, el cielo mostraba tonos de un llamativo azul cálido. Parecía un buen momento para reanudar mi ruta, rumbo a Eystrahorn. De camino, me entretuve observando una sucesión de pequeñas cascadas, descolgándose por la ladera septentrional del valle. El paseo por Þorgeirsstaðadalur había sido todo un acierto.
Pero aún tardé más de media hora en llegar hasta el coche. Zonas de hielo y rocas que parecían sacadas de un karesansui japonés, láminas de fino hielo cruzando sobre los arroyos, o unas extrañas burbujas de aire, que se desplazaban entre el agua y el hielo, me entretuvieron hasta extremos asombrosos. La excursión acabó siendo la mejor muestra de que, en Islandia, cualquier paseo por el campo se puede prolongar mucho más allá de lo previsto.
Sobre el mediodía, estaba de vuelta a la Ring Road. La ominosa silueta de Brunnhorn, en el extremo suroccidental de Lónsvik, se elevaba entre la bruma más allá de un Papafjörður completamente congelado. El viento, que me había acompañado durante todo mi paseo por Þorgeirsstaðadalur, ahora era demencial. La aparente mejoría no había sido más que un breve espejismo.
Se hizo todavía más evidente mientras conducía a los pies de Vikurfjall. Un intenso vendaval agitaba las alturas, levantando un velo blanco sobre las paredes de roca. Era imposible saber si se trataba de nieve, cristales de hielo o el poco agua que podía quedar, pero el espectáculo resultaba hipnótico. Los pájaros que volaban por las proximidades ayudaban a realzar la escena, al permitir apreciar su escala.
Finalmente, llegué a Fjörur. Mi plan inicial era dar un paseo por la estrecha lengua negra, entre la amplia bahía de Lónsvík y la laguna de Lón. Acabó siendo imposible. Al fuerte viento se unió una intensa granizada, que me obligó a regresar corriendo al coche.
En esas condiciones, no tenía el menor sentido intentar fotografiar Eystarhorn. Decidí seguir un poco más allá, hasta Lækjavik, con la vana esperanza de que, al igual que durante la anterior mañana, las abruptas laderas de Krossanesfjall me ofrecieran cierto abrigo frente al viento. Esta vez no hubo suerte. En cualquier caso, aunque apenas pude salir del coche, pasé más de una hora observando la lucha entre las aves y el intenso vendaval, con un mar agitado como telón de fondo.
Regresé a Hvalnes sobre las tres y media de una tarde que parecía empeñada en no mejorar. Los chubascos eran continuos, en medio de un viento incesante, mientras la bruma y, más allá de Lón, las nubes se empeñaban en velar la silueta de Reydarartindur. No parecía la mejor tarde para la fotografía, pero el entrono era de una belleza arrebatadora. Al menos, para alguien enamorado de la Islandia más áspera y brumosa.
Fotografiando Eystrahorn.
Después, tan solo restaba regresar al hotel, apenas unos kilómetros al norte de Höfn. Mientras recorría la Ring Road, en medio de un incipiente ocaso, aún hice una última parada junto a Lón. La laguna congelada parecía un espejo, reflejando las últimas luces del atardecer. Aquel breve instante, de una asombrosa serenidad, fue el broche perfecto para una larga jornada en el extremo suroriental de Islandia.
Para ampliar la información.
Mi anterior visita invernal a Eystrahorn está en https://depuertoenpuerto.com/eystrahorn-el-cuerno-del-este/.
Quien no tenga experiencia en la conducción invernal en Islandia, debería visitar https://depuertoenpuerto.com/conducir-en-islandia-el-invierno/.
En inglés, Guide to Iceland tiene una artículo sobre Skútafoss: https://guidetoiceland.is/connect-with-locals/regina/skutafoss-the-hidden-waterfall-of-the-cave-in-east-iceland-1.
También hay una entrada interesante sobre la cascada, con consejos fotográficos, en Photographing Iceland: https://photographingiceland.is/two-great-days-of-working-the-scene-at-the-skutafoss-waterfall/.