Sobre la marcha, improvisé una excursión al cráter de Eldborg. Tan solo estaba a 38 kilómetros de distancia y las carreteras hacia el noroeste parecían estar más limpias que las del sur, donde la última nevada había sido más intensa. Media hora después de salir del hotel, aparcaba en la granja de Snorrastaðir, a 3.000 metros del cráter volcánico más hermoso de Islandia. Al principio, todo iba bien. La senda estaba cubierta de nieve dura, mezclada con algo de hielo. Nada que no pudiera superar con crampones y bastones de senderismo. En unos minutos, llegué a una puerta para el ganado, que la nieve impedía abrir. Tampoco suponía ningún problema. La misma nieve me facilitó saltar sobre la verja sin ninguna dificultad.
Poco después, la senda giraba hacia la izquierda, enfilando hacia el cráter mientras se adentraba en una zona de arbustos. Allí empezaron las complicaciones. La nieve estaba completamente suelta y bastante más blanda. Paso tras paso, me hundía cada vez más. A un par de kilómetros del cráter, se hizo evidente que sería imposible llegar sin llevar raquetas de nieve. Una de las primeras lecciones que te enseña el invierno islandés es aceptar las derrotas sin amargura. Lo había intentado y había fracasado. Ya habría otra ocasión mejor.
¿Qué hacer a continuación? No eran ni las once de la mañana. Demasiado pronto para emprender el camino a Keflavik, o donde decidiera dormir esa noche. La carretera 54, hacia el oeste, parecía estar limpia y apenas hacía viento. ¿Y si me acercaba hasta Djúpalónssandur, de la que me separaban 100 kilómetros? La playa me había dejado magníficos recuerdos de mi anterior visita invernal, en un día asombrosamente apacible. Al filo de las 11:15 llegaba al cruce de las carreteras 54 y 56. El panel luminoso que hay en las proximidades mostraba ráfagas fuertes en Fróðárheiði. No me preocupé. No tenía la menor intención de atravesar ninguno de los dos puertos de montaña que llevan al norte de Snæfellsnes.
A partir de ese momento, la carretera comenzó a complicarse. Pero lo hizo muy lentamente. Al principio, alguna zona con restos de nieve dura. Poco después, algo de viento lateral. Cuando quise darme cuenta, la nieve cubría casi toda la calzada. En Votilækur, el viento soplaba con fuerza, levantando nieve y complicando la visibilidad. El proceso había sido tan gradual que me había metido en un temporal sin darme cuenta. Un perfecto ejemplo del síndrome de la rana hervida. En cualquier caso, al igual que me había ocurrido un par de días atrás, mientras atravesaba Laxárdalsvegur camino del Hvammsfjörður, a esas alturas de la mañana mi cerebro parecía tener un ansia irreprimible de adrenalina. Ni me planteé la posibilidad de dar media vuelta.
Poco después, me desviaba de la carretera 54, adentrándome en el extremo occidental de Snæfellsnes, donde la inmensa mole del volcán altera el régimen de vientos. Atravesé Hnausahraun por una carretera completamente blanca, pero sin el menor atisbo de ventisca. ¿Habría cambiado mi suerte? Tardé poco en descubrir la respuesta. La carretera 572, que muere en el aparcamiento de Djúpalónssandur, estaba cubierta por una gruesa capa de nieve en polvo, arrastrada por los últimos vendavales. Tuve que dar media vuelta a 1.700 metros de la playa. Además, hacia el norte era claramente visible un oscuro frente nuboso, avanzando lentamente hacia mi ubicación. Había llegado el momento de retroceder, o corría el riesgo de quedar bloqueado en el extremo oeste de Snæfellsnes.
En cualquier caso, me lo tomé con calma. Comencé haciendo una breve pausa en el mirador que hay al este de Lóndrangar. Las dos agujas de roca volcánica, de 75 y 61 metros de altura, son todo lo que queda de un antiguo volcán. La vista era magnífica, con el oleaje rompiendo contra los escollos. La negra roca volcánica contrastaba con el blanco de la espuma y la todavía más pálida nieve. Por contra, el mar era de un extraño gris verdoso. Como tantas veces en Islandia, podía pensar que había sido teletransportado a otro mundo. Tan solo el faro de Malarrifsviti, de 20 metros de altura, y su vecina torre de comunicaciones, contribuían a humanizar la escena.
Pero lo más interesante estaba hacia oriente, donde la costa de Hellnar era batida continuamente por un intenso oleaje. Las olas, procedentes del sur, se enfrentaban al viento del norte, que arrancaba de sus crestas grandes penachos de agua. Después, se estrellaban contra los acantilados de roca volcánica. Una extraña canícula, creada por los millones de gotas de agua que el viento arrastraba, enturbiaba la vista, haciendo imposible lograr buenas fotografías. Tampoco había ningún elemento que permitiera apreciar claramente el tamaño de las olas o la altura de los acantilados. En cualquier caso, el espectáculo era sublime. Su fuerza me hizo salir de inmediato hacia el este. Quería verlo de cerca.
No pude entrar en Hellnar. La carretera estaba cortada. Seguí hasta Arnarstapi, donde tuve más suerte, aunque la nieve impedía ver claramente los límites de la carretera. Sabía que, en las inmediaciones, hay una hondonada bastante traicionera. Aparqué junto al hotel y seguí andando. No quería arriesgarme a atascar el coche. Dejé de lado la «estatua» de Bárðr Dumbsson y me encaminé directamente al mirador que hay sobre los acantilados, apenas unos metros más allá.
Una vez más, la vista era imponente. Las olas rompían contra los acantilados de basalto, llegando a veces a remontar la mayor parte de sus 20 metros de altura. Mientras tanto, un viento cada vez más intenso barría la nieve de la llanura y la empujaba sobre el mar. El incesante movimiento del viento, la nieve pulverizada, las olas y la espuma, contrastaban con la oscura pared de roca volcánica, aparentemente inmutable. Otro espectáculo de la naturaleza, acentuado por la inminencia del temporal.
No me detuve demasiado tiempo en el mirador. El día empeoraba por momentos, mientras el vendaval presagiaba la inminente llegada del temporal. Antes de partir, di un breve rodeo hasta Gatklettur, quizá la formación más extraña de todo Arnarstapi. Aquel día, resultaba más singular que nunca. La nieve tamizaba su parte superior, mientras la espuma y el agua jugaban con su rugosa superficie. Al fondo, la espléndida sucesión de montañas nevadas que forma la espina dorsal de Snæfellsnes desaparecía lentamente bajo las nubes. No podía demorarme más.
Al igual que en mi viaje hacia el oeste, los primeros kilómetros, en los que la carretera 574 avanza a los pies del Snæfellsjökull y las montañas que lo flanquean por el este, transcurrieron en medio de una falsa quietud. Atravesé nuevamente Hnausahraun, observando cómo las nubes eran aparentemente incapaces de superar los altos contrafuertes cubiertos de nieve.
La situación no tardó en empeorar. El temporal arrastraba un frente cálido, que elevó la temperatura por encima de los cero grados. El resultado era una de las peores condiciones en que se puede conducir en Islandia, con la nieve convertida en una especie de pasta, en la que los neumáticos de invierno son de poca utilidad. Sin viento, era más o menos manejable. Cuando éste comenzó a soplar, la carretera se convirtió en un infierno, donde el escaso tráfico avanzaba a 30 km/h, zigzagueando sobre el asfalto. Aun así, pude ver varios vehículos que acabaron en la cuneta.
La conducción se complicó tanto, que tardé más de una hora en llegar a las inmediaciones de la granja de Ölkelda, poco antes del cruce con la 56. A partir de allí, la carretera estaba limpia de nieve y, aunque hacía viento, se podía conducir con seguridad. Volví a detenerme en el mirador junto a la carretera 54, al norte del Eldborg. Aunque el cráter comenzaba a estar iluminado por los primeros compases del incipiente atardecer, me pareció más atractiva la vista hacia el noroeste, donde los montes Tvihnúkar, Svartafjall y Sjónarfell formaban un espléndido escenario.
En realidad, me había detenido a evaluar la situación y sopesar mis posibles opciones. Eran poco más de las tres y media de la tarde. Decidí llegar hasta Hveragerði, a 150 kilómetros de distancia. El viento disminuía según avanzaba hacia el sur, a la vez que las carreteras estaban completamente libres de nieve. Sobre la marcha, improvisé un desvío por la carretera 47, rodeando el Hvalfjörður. Una ruta que no conocía y que, antes de la inauguración del túnel de Hvalfjarðargöng, en 1998, formaba parte de la Ring Road.
Tras reincorporarme a la Ring Road y atravesar de refilón la periferia de Reikiavik y sus incontables rotondas, esta vez tuve más suerte en Hellisheiði. El páramo que se extiende al este de la capital de Islandia, tan propenso a los cortes invernales, tenía bastante nieve, pero el incesante trabajo de la maquinaria lo mantenía razonablemente despejado. Llegué a Hveragerði poco después de las siete de la tarde, con las últimas luces del ocaso. Cansado, tras un largo día conduciendo en condiciones a veces muy complicadas, pero satisfecho. A pesar de algunos fracasos, había disfrutado de una Islandia salvajemente hermosa. Al día siguiente, tan solo tenía que recorrer otros 85 kilómetros, si elegía la ruta del norte, o 102, si me decantaba por la del sur, para llegar a mi última escala: el hotel Aurora, en el aeropuerto internacional de Keflavik. Sobre el papel, no parecía muy complicado.
Para ampliar la información.
Quien no tenga experiencia conduciendo en invierno por Islandia, puede encontrar consejos útiles en https://depuertoenpuerto.com/conducir-en-islandia-el-invierno/.
En https://depuertoenpuerto.com/un-dia-en-snaefellsnes/ se puede ver mi anterior recorrido invernal por la zona, en un día muy distinto.
Logré visitar Eldborg en febrero de 2024. La entrada correspondiente está en https://depuertoenpuerto.com/eldborg-el-castillo-de-fuego/.
En Viajablog hay una interesante entrada describiendo una excursión al cráter, realizada en verano: https://www.viajablog.com/como-hacer-trekking-crater-de-eldborg-islandia/.
En inglés, Guide to Iceland también tiene un artículo sobre Eldborg: https://guidetoiceland.is/connect-with-locals/regina/a-hike-to-the-perfectly-shaped-eldborg-scoria-crater-in-west-iceland.
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