Había atravesado dos veces Raftsundet durante mi viaje con Hurtigruten, en febrero de 2018. La primera, rumbo norte, en una noche cerrada, con un visibilidad prácticamente nula. La segunda, navegando hacia el sur, al final de un largo atardecer ártico. Uno de los momentos más serenos y hermosos de toda la ruta. Mientras navegábamos lentamente por sus aguas, desde la cubierta de proa del Finnmarken me había llamado la atención la estrecha carretera que recorría la orilla oriental. Una inmaculada banda negra, zigzagueando entre el paisaje nevado. Me prometí que, si alguna vez regresaba a las Lofoten, haría esa ruta en coche.
Dos años y una semana más tarde, despertaba en Svolvær con un único plan para el día: recorrer la Fv868. Aunque, siendo sincero, no iba a ser tan sencillo. La intensa nevada de la tarde anterior se había prolongado durante buena parte de la noche. Lamholmen, el islote en el que se ubica el hotel Anker Brygge, amaneció cubierto por una espesa capa de nieve. Lo primero que me encontré, según cruzaba al edificio que hacía las veces de restaurante, fue una enorme excavadora limpiando las calles. Pero hacía una mañana razonablemente agradable. Había cesado el viento, apenas nevaba y, entre las nubes, se podía adivinar algún tímido claro. Tras desayunar, tuve que localizar el coche, enterrado bajo una pequeña montaña blanca, idéntica a las que cubrían los demás vehículos, y luchar durante un rato con la nieve helada, que se resistía a desprenderse de los cristales. Finalmente, poco antes de las nueve y media, lograba arrancar rumbo a Raftsundet.
En teoría, había dejado atrás la parte más espectacular de las Lofoten, en las inmediaciones de Reine. Lo cual no impidió que, tan solo unos minutos después de abandonar Svolvær, el paisaje fuese impresionante. Apenas había salido del entorno urbano cuando, de forma imprevista, el sol se filtró por un claro entre las nubes, iluminando parcialmente los picos que había frente a la carretera. Fue un momento tan mágico como breve. Y un anticipo de la jornada que tenía por delante.
Era realmente complicado avanzar, recorriendo un hermoso paisaje blanco, en el que las cumbres nevadas se entrelazaban con las nubes y el agua, creando un escenario que cambiaba continuamente. Los efímeros claros se alternaban con los negros nubarrones, dando todavía más dinamismo al paisaje. Paisaje que, como ocurre tantas veces en los grises días del invierno noruego, se había tornado monocromo. Un hermoso mundo en tonos entre el blanco y el negro, en el que las escasas notas de color venían siempre de la mano del hombre: edificios, vehículos o señales de tráfico. En esas condiciones, mantener la atención fijada en la carretera era casi una misión imposible. Afortunadamente, había muy poco tráfico y abundaban los lugares en los que era posible detenerse brevemente.
La primera parada algo más larga la hice en un aparcamiento en las inmediaciones del cruce entre la E10 y la Fv888. Contra todo pronóstico, el sol había logrado romper entre las nubes, trasladándome a un universo diferente. La nieve se había vuelto más blanca, el cielo mostraba retazos de azul, los desnudos troncos de los árboles revelaban sus auténticos tonos. Obviamente, no era una explosión de color, pero el contraste con el mundo por el que llevaba más de media hora conduciendo no podía ser mayor.
La carretera sigue avanzando por la orilla occidental del Ausnesfjorden, hasta llegar al fondo del fiordo. Allí salta un pequeño istmo, que une las dos mitades de Austvågøya, para continuar por el oeste del Higravfjorden, que poco después se convierte en el Sløverfjorden. Donde, si cabe, el paisaje se volvió todavía más agreste, con los 1.146 metros del Higravstinden alzándose directamente desde las aguas del fiordo. Al final, tuve que hacerme la firme promesa de no volver a parar. A ese paso, corría el riesgo de llegar a mi destino de noche.
Finalmente, poco después de las once cruzaba el Raftsundbrua. Algo más de hora y media para completar un trayecto de 51 kilómetros. Unos metros más allá del extremo oriental del puente, estaba el desvío de la Fv868. El mundo había recuperado su aspecto monocromo, bajo un espeso manto de nubes aferrado a las cumbres que flanquean el estrecho. La carretera, pese a estar completamente cubierta de nieve compactada, era perfectamente transitable. Y, al desviarme de la calzada principal, el poco tráfico que me había acompañado hasta ese momento desapareció casi completamente. Aunque mi segunda visita a Raftsundet iba a ser muy distinta de la primera, el entorno no era menos fascinante.
Completada la primera etapa de la excursión, pude volverme a relajar. No tardé ni diez minutos en hacer una primera parada. Si, hasta ese momento, las condiciones atmosféricas habían sido cambiantes, Raftsundet parecía empeñado en elevar todavía más el listón. Mientras, hacia el sur, las nubes grises dominaban el ambiente, bastaba girarse 180 grados para regresar a un mundo relativamente normal, donde el agua del estrecho reflejaba el azul del cielo, mientras los árboles intentaban liberarse del peso de la nieve, que combaba sus ramas.
Pero debía seguir hacia el sur, adentrándome en lo que parecía ser un fuerte temporal invernal. A pesar de que éste también se movía en la misma dirección, lo hacía a un ritmo aún más pausado que el mío. Poco a poco, fui alcanzándolo. Al principio, era un débil nevada. Incluso había algunos claros entre las nubes, que creaban hermosos contrastes en las montañas, al otro lado del estrecho. Una ladera estaba en la penumbra, mientras su vecina brillaba bajo el sol. En apenas unos minutos, a veces incluso segundos, las tornas se cambiaban, creando uno de esos espectáculos característicos de las tierras árticas, tan bellos como efímeros.
Según avanzaba lentamente por la costa occidental de Hinnøya, el día se iba tornando más gris. Las nevadas, aunque breves, eran cada vez más copiosas. Y el tráfico, en una carretera que no tiene salida, cada vez más escaso. En lugar de desanimarme, las circunstancias me espolearon, animándome a seguir, mientras las nubes, cada vez más bajas, ocultaban la otra orilla del estrecho.
Treinta minutos después del mediodía, llegaba a Digermulen, la única población de cierta importancia en la orilla oriental del estrecho. En realidad, en todo el estrecho, pues su orilla occidental está prácticamente despoblada y las cuatro casas que hay junto a Svartsundet tan solo son accesibles en barco. La aldea era el punto que me había marcado como destino de mi excursión. En concreto su iglesia, cuya silueta en lo alto de una pequeña colina recordaba haber visto desde la proa del Finnmarken. Pero no pude llegar. Según entraba en Digermulen, comenzó a nevar con una intensidad inusitada. El pueblo estaba prácticamente vacío. En el muelle, el ferry que comunica los 16 habitantes de la isla de Stormolla con el resto del mundo esperaba en vano la aparición de algún vehículo. La calle que remontaba la colina no existía. O al menos era indistinguible del resto de la blanca ladera, sobre la que tampoco era posible ver la iglesia, velada tras una densa cortina de copos de nieve. Unos metros más allá, había un camión aparcado junto al precario surtidor de la gasolinera local. Las dos personas que se afanaban en repostar, soportando estoicamente la nevada, me miraron con incredulidad, como si hubieran visto un fantasma. O un loco. Fue la señal definitiva de que había llegado el momento de dar media vuelta.
El camino de regreso fue una repetición, en sentido inverso, del que había realizado anteriormente. Incluso paré en los mismos sitios. Lo que no implica que el paisaje fuese idéntico. La breve pero intensa nevada había aumentado el espesor del manto blanco, suavizando aún más su superficie. Y la luz era distinta, más gris que durante mi ruta hacia el sur. Además, seguía nevando débilmente.
Cuando, después de cenar, regresé al hotel, todavía me esperaba una sorpresa. Al asomarme al balcón de la habitación, me encontré un barco atracado en la terminal de Hurtigruten, a poco más de 200 metros de distancia en linea recta. Resultó ser el Trollfjord. Para mi, era el recordatorio de que, en algo menos de 24 horas, embarcaría en la misma terminal rumbo a Skjervøy, adentrándome todavía más en el Ártico noruego.
En https://depuertoenpuerto.com/invierno-en-las-lofoten/ se puede ver toda mi ruta invernal por las Lofoten.
En inglés, la página Go-Norway tiene algo de información sobre el estrecho: http://www.gonorway.com/norway/articles/raftsundet/93/index.html.
En Travelling with Bluey se puede ver una entrada de su recorrido veraniego por Raftsundet: https://travellingwithmm.blogspot.com/2017/06/raftsundet.html.
El estrecho tiene una población estable de águilas de cola blanca. Aunque logré ver una, no conseguí una fotografía aceptable. Al contrario de las que se pueden ver en el blog de Christoph Müller: https://www.christophmueller.org/gallery/white-tailed-eagles-at-raftsundet/.