Nuestro primer destino del día era precisamente el gran frente glaciar, en el extremo meridional del Bråsvellbreen. Cuando salimos a cubierta, al filo de las siete de la mañana, el SH Vega navegaba muy lentamente, en un mar salpicado de bloques de hielo. Algunos diminutos, apenas distinguibles entre las gélidas aguas. Otros, en la distancia, parecían tan grandes como el barco en el que navegábamos. Aunque, una vez más, la absoluta falta de referencias familiares hacía difícil apreciar la auténtica magnitud del paisaje que contemplábamos.
Si, el día anterior, había tenido la sensación de encontrarme en el fin del mundo, no sé como describir los sentimientos que se amontonaban en mi cabeza. Ahora estábamos 100 kilómetros más allá, frente a un paisaje completamente extraño. Aquí, ni tan siquiera era posible adivinar la presencia de líquenes, musgos o plantas raquíticas, aferrándose precariamente al terreno. Simplemente, no había terreno al que aferrarse. El mundo se había reducido a una superficie de agua al borde de la congelación, limitada al norte por una pared de hielo. Más allá, un páramo blanco se fundía a lo lejos con el horizonte. Tan solo hacia el noroeste, entre la bruma, se intuía la presencia de una zona de la isla parcialmente libre de hielo.
Enseguida comenzó el trasiego de las zódiac. La avanzadilla del equipo de expedición inspeccionó la zona y, tras comprobar que era segura, zarpó la primera lancha, en la que, en esta ocasión, íbamos nosotros. Al ser los primeros, en un mar lleno de bloques de hielo, nuestra zódiac iba buscando el camino por el que aproximarnos a la pared blanca. Zigzagueábamos continuamente, a veces llegando a rozar los bloques más pequeños.
Nuestro destino era un salto de agua, que se descolgaba desde el glaciar para caer directamente en las gélidas aguas del mar. La cascada era el punto final de uno de los ríos que, cuando la temperatura es relativamente elevada, recorren la superficie del Bråsvellbreen. En ocasiones, es posible ver varias cascadas descolgándose desde el glaciar. Aquel día, la ausencia de sol y las temperaturas relativamente bajas hacían que tan solo hubiera una. Aunque, un poco hacia el oeste, era posible ver un tímido caño cayendo desde otro de los cauces sobre el Bråsvellbreen.
Pese a su remota ubicación, las cascadas de hielo del Bråsvellbreen son relativamente famosas. De vez en cuando, sirven para ilustrar alguna noticia referente al calentamiento global. Sin duda son llamativas, pero parecen ser un fenómeno natural, que existía independientemente del cambio climático. Por motivos que desconocemos, la zona central del Austfonna tiende a estar menos fría que su periferia, favoreciendo la creación de ríos que, durante el verano, llegan hasta la costa.
Lo cual no implica que el Bråsvellbreen sea inmune al incremento de las temperaturas del Ártico. En la actualidad, está en retroceso. Aunque, como ocurre con tantos glaciares de Svalbard, desconocemos su compleja dinámica. Bråsvellbreen se traduciría como «Glaciar del Avance Súbito». El nombre procede del fenómeno que se dio entre 1937 y 1938, cuando el glaciar avanzó rápidamente sobre las aguas. Se cree que se adentró 20 kilómetros en el mar, en un frente de 30. También parece que el Austfonna, del que Bråsvellbreen es en realidad una lengua glaciar, protagonizó un episodio similar alrededor de 2013. Más allá de cambios en la linea de costa, el avance provocó una abundancia inusual de icebergs en el mar de Barents.
Tras pasar unos minutos frente a la cascada, comenzamos a recorrer la pared de hielo hacia el este. El Bråsvellbreen no flota libremente en el agua. Su muro helado sobresale unos 24 metros sobre unas aguas cuya profundidad parece alcanzar entre 55 y 65 metros. Lo que nos daría una elevación real, incluyendo la parte sumergida, que oscilaría en el entorno de los 85 metros. El muro helado zigzagueaba hacia el este, tan solo interrumpido por algunas cuevas, rompiendo la pared blanca al fondo de una pequeña bahía.
Recorrimos unos cuantos cientos de metros, esquivando bloques de hielo sucio, con extrañas formas y colores, que flotaban libremente. No podíamos ceñirnos demasiado al muro helado, pues los derrumbes eran una posibilidad nada despreciable. Además de las inconfundibles huellas que éstos dejaban en la pared, era sencillo apreciar lugares en los que el hielo estaba claramente agrietado, amenazando con desprenderse en cualquier momento, sin previo aviso.
El frente glaciar era de unas dimensiones épicas. Intentamos acercarnos a una de las cuevas de hielo, al fondo de la gélida bahía. Pero, en un mundo sin referencias visuales claras, resultaba complicado estimar las distancias. Tras un rato avanzado en paralelo a la lengua glaciar, tuvimos que dar media vuelta.
El regreso fue, si cabe, aún más interesante. Nos separamos de la pared del Bråsvellbreen, para zigzaguear entre los icebergs. Sin ser los monstruos, grandes como trasatlánticos, que había podido contemplar en Groenlandia seis años atrás, eran de una belleza sublime. Sus sutiles tonalidades y, sobre todo, sus extrañas formas, parecían irreales. Y, desde luego, eran efímeras.
Quizá una de las características que hace tan fascinantes los icebergs, más allá de ser un fenómeno extraño para los que vivimos en climas más templados, sea precisamente su fugacidad. En unas semanas, meses a lo sumo, ninguno de aquellos bloques de hielo seguiría existiendo. Y las siluetas que veíamos en ese momento seguramente tendrían una vida aún más breve. Un golpe de mar, un cambio en el equilibrio interno del iceberg, o simplemente el lento proceso de descomposición de éste, las harían desaparecer para siempre. Cada una de las fotos que hacía desde la zódiac, era irrepetible.
Por si el entorno no fuera lo suficientemente atractivo, la capa de nubes había decidido regalarnos una luz perfecta. Como suele ser habitual en el Ártico, ésta era suave y difusa. Al reflejarse tanto en el agua como en el hielo, lo llenaba todo, dejando muy poco espacio a las sombras, que solo encontraban refugio en los recovecos más recónditos del hielo. Mientras, las mismas nubes que tamizaban el sol formaban extrañas figuras en el cielo, que cambiaban incesantemente. Aquel lugar era el paraíso de cualquier aficionado a la fotografía.
Finalmente, regresamos al SH Vega. Llevábamos más de una hora navegando sobre las gélidas aguas, pero me había parecido un instante. Ni el frío ni la incomodidad de la zódiac habían hecho mella en mi estado de ánimo. Más bien al contrario. Tan pronto como me desembaracé de las botas de agua y el chaleco salvavidas, salí a cubierta.
Con la altura, cambiaron las sensaciones. Por un lado, perdía la proximidad de ir a ras del agua, con los bloques de hielo que flotaban frente al Bråsvellbreen al alcance de la mano. A cambio, tenía una perspectiva mucho más amplia. Un mar, cuajado de icebergs de los tamaños más dispares, se extendía hasta el muro helado. Según avanzaba la mañana, la luz se hacía más intensa, mientras la bruma comenzaba a disiparse. Ahora podía ver con mayor claridad el páramo helado, perdiéndose en el horizonte. También se distinguía mejor la franja de tierra al noroeste, entre el Bråsvellbreen y el Vegafonna.
Entonces, descubrí que no estábamos solos. Hacia el este, el M/S Quest, uno de los buques de la naviera PolarQuest, navegaba lentamente entre los bloques de hielo. En lugar de detenerse y botar las zódiac, siguió acercándose al muro de hielo, para luego navegar hacia el oeste en paralelo al glaciar. Más allá de servirme para tener un punto de comparación con la pared blanca, me llamó la atención coincidir con otro barco en un lugar tan remoto. ¿Ni siquiera en el fin del mundo se puede estar tranquilo?
Mientras me dedicaba a observar el pausado avance del M/S Quest, la tripulación del SH Vega comenzaba los preparativos para zarpar. Recogieron las últimas zódiac y, al filo de las once, más de cuatro horas después de haber llegado al Bråsvellbreen, emprendíamos de nuevo la ruta. Nuestro siguiente destino era Alkefjellet, 72 millas náuticas al oeste. Apenas tres horas de navegación, durante las que habría una breve charla y tiempo para comer tranquilamente. La llegada estaba prevista para las dos de la tarde. Por enésima vez, el Ártico alteraría nuestros planes.
Para ampliar la información.
En inglés, la web Spitsbergen / Svalbard tiene un artículo sobre los glaciares Bråsvellbreen y Austfonna: https://www.spitsbergen-svalbard.com/spitsbergen-information/islands-svalbard-co/nordaustland/brasvellbreen-austfonna.html.
También es interesante la entrada del Instituto Polar Noruego sobre Nordaustlandet: https://cruise-handbook.npolar.no/en/northeast_reserve/nordaustlandet-geology-and-landscape.html.
En https://www.youtube.com/watch?v=ifolPMitLU4 se puede ver Bråsvellbreen a vuelo de dron.
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