Regresaba a Islandia tres años después de mi primer viaje invernal por la isla. Entre tanto volví a visitar, también en invierno, el Ártico noruego y había vivido en primera persona una pandemia. Lo que no fue óbice para que, a pesar del coronavirus, regresara a la isla otras tres veces. Dos con Olga y una en solitario. En total, había acumulado otros treinta días conduciendo y caminando por la Tierra de Hielo. Llegaba, por tanto, con mucha más confianza que en mi anterior periplo, de febrero de 2019. Además, el turismo en Islandia aun estaba mermado por los últimos coletazos de la pandemia. Por tanto, no tenía un plan fijo, más allá de la fecha de regreso a Madrid. Mi instinto, las condiciones atmosféricas y la disponibilidad de hotel marcarían mi itinerario. Lo que no podía sospechar, cuando subí al avión en Barajas, era hasta qué punto el duro clima de Islandia condicionaría mi viaje.
En el invierno de 2022, no había vuelos directos desde Madrid a Islandia. Puestos a hacer escala, tengo cierta predilección por volar a Keflavik vía Amsterdam. En el fondo, creo que me gusta sobrevolar un paisaje tan urbanizado como el holandés, donde la mano del hombre condiciona prácticamente cada milímetro cuadrado de terreno. El contraste con la salvaje Islandia no hace más que ensalzar la belleza primigenia de ésta.
La mejor opción era volar con KLM, haciendo escala en Amsterdam. Despegaría de Barajas a la 13:00, para llegar a Schiphol a las 15:40. Tras una escala de 65 minutos, despegaría nuevamente, para llegar a Keflavik a las 19:05. Allí tenía reservado un Suzuki Vitara, con tracción a las 4 ruedas y neumáticos de invierno, y una noche de hotel. Al día siguiente, comenzaría la aventura. Todo perfectamente calculado.
El avión llegó a Schiphol con 5 minutos de retraso. No me preocupé. Al fin y al cabo, el equipaje iba directamente hasta Keflavik. Tan solo tenía que localizar la puerta de embarque y aprovechar la pausa para estirar las piernas y tomar un café. Cuando llegué a la sala de embarque, noté algo extraño. A pesar de que el vuelo iba casi lleno, apenas habría 20 personas esperando. Además, era casi la hora de embarcar y no había la menor actividad en el mostrador. En cualquier caso, la pantalla mostraba el vuelo en hora. Cuando pasaron las 16:15, era evidente que algo fallaba. Consulté en línea el panel de llegadas de Keflavik y el vuelo estaba en hora, pero para el día siguiente. Además, todos los que estábamos en la sala de espera veníamos de hacer transbordo. Era evidente que había un error en alguna parte. Salí hacia el punto de información de KLM. Allí me confirmaron que el vuelo estaba retrasado hasta el día siguiente y me indicaron que debía salir a la zona de facturación y buscar un mostrador de Trasavia, la filial que operaba el vuelo. Donde me indicaron que debía ir a otro mostrador de KLM, que era quien me había vendido el billete. Una pequeña pesadilla, originada por un despiste. Alguien había olvidado notificar a los que hacíamos transbordo en Schiphol que las rutas aéreas entre Europa y Keflavik estaban cerradas.
Finalmente, me dieron un bono para un hotel cercano al aeropuerto, otro para la cena, dos para el transporte hasta y desde el hotel, otros dos para pequeños gastos y una bolsa con artículos de aseo. Cargado con todos los papeles, me fui a dormir a un hotel junto a una gasolinera, en la autopista que comunica Amsterdam con La Haya. El viaje parecía haber comenzado con mal pie, pero al menos el vuelo salía la mañana siguiente, a las 9:40. Siempre que el tiempo no lo impidiera, pues todo el problema venía por una profunda borrasca invernal sobre el mar del Norte.
Al día siguiente, el avión despegó según estaba previsto. Poco antes del mediodía, sobrevolaba un Reikiavik completamente cubierto por un manto blanco. A pesar de lo cual, pude reconocer algunos lugares familiares, como el faro de Grótta y, poco antes de aterrizar, el de Garður. Algo después de la una, recogía un coche que estaba igualmente cubierto de nieve. La chica que me llevó desde el aeropuerto hasta las instalaciones de Lotus Car Rental, en Keflavik, me comentó que el temporal había sido bastante duro.
Lo que se hizo evidente nada más salir a la carretera. La autovía que une Reikiavik con su aeropuerto tenía bastante nieve, aunque el intenso tráfico la mantenía relativamente limpia. Al igual que las autopistas que atraviesan la ciudad. Había decidido que mi primer destino sería Kirkjubæjarklaustur, en el sur de Islandia. En condiciones normales, habría evitado pasar por Reikiavik, dando un rodeo por el sur de Reykjanes. Pero había perdido casi un día y me pareció más adecuado ir por la ruta directa. Mala idea. Con las prisas por salir, olvidé consultar el estado de las carreteras en safetravel.is. Resultó que la Ring Road estaba cortada en su descenso hacia Hveragerði, desviando el tráfico por Þrengslavegur, la carretera 39. Mas retrasos.
Llegué a las inmediaciones de Skógafoss poco después de las cuatro de la tarde. No tenía pensado detenerme, pero desde la Ring Road la cascada tenía un aspecto irresistible. Y, al fin y al cabo, llevaba casi tres horas conduciendo. Me vendría bien una pausa. Encontré Skógafoss más concurrida que en mi último viaje invernal. Parte de la culpa era de un autobús cargado de turistas, que se había quedado atascado en la nieve del aparcamiento. Mientras una grúa intentaba remolcarlo, su pasaje deambulaba erráticamente por la zona. En cualquier caso, la cascada estaba más hermosa que nunca. El frío parecía haber reducido su caudal. A cambio, había creado cientos de carámbanos, que adornaban las paredes del precipicio por el que se descuelga Skógafoss. La parada, aunque breve, mereció la pena.
Retomé la ruta. Al este de Skógafoss, el tráfico de la Ring Road se redujo hasta el extremo de ser casi inexistente. No hacía viento, la carretera estaba razonablemente limpia y tenía el sol a mi espalda. Por primera vez en el viaje, me inundó la sensación de placer que suelo sentir conduciendo por las carreteras de Islandia. En un instante, olvidé todos los sinsabores del trayecto en avión. Por fin estaba en Islandia.
Atardecer invernal en Dyrhólaey.
Quedaba por delante el último tramo de la jornada, hasta el hotel de Kirkjubæjarklaustur. Entre la pausa en Skógafoss y una visita a Dyrhólaey que se prolongó más de lo previsto, me había alcanzado la noche en plena carretera. Algo de lo que procuro huir en Islandia. Pero una luna extraordinariamente brillante, cuya luz se reflejaba en la nieve, creaba un extraño ocaso, en el que aun era posible adivinar el paisaje. Además, conocía de sobra la ruta y las condiciones atmosféricas no hacían más que mejorar. Por una vez, disfruté conduciendo de noche por Islandia.
Mi primera visita a Skógafoss, en verano, está en https://depuertoenpuerto.com/skogafoss/.
También en verano, se puede ver un recorrido más relajado por la zona, de este a oeste, en https://depuertoenpuerto.com/de-vik-i-myrdal-a-selfoss/.
En https://depuertoenpuerto.com/diez-dias-de-invierno-en-islandia/ se puede ver todo mi segundo recorrido invernal por Islandia.
En https://www.seguridadaerea.gob.es/es/ambitos/derechos-de-los-pasajeros/retrasos se pueden consultar los derechos del pasajero en caso de retraso. En realidad, mi problema fue por causa de fuerza mayor, por lo que KLM podía haber intentado lavarse las manos. En este sentido, el comportamiento de la compañía fue impecable.
En inglés, los cortes de la Ring Road en Hellisheiði son bastante frecuentes en invierno, como se puede leer en https://icelandmag.is/article/residents-hveragerdi-town-frustrated-frequent-closings-ring-road-reykjavik.
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