Me puse en marcha poco antes de las nueve de la mañana. Había seguido nevando durante toda la noche, por lo que no tenía el menor sentido intentar llegar a Hengifoss, en teoría mi primer objetivo de la jornada. Si el día anterior parecía complicado, después de la nevada seguramente sería imposible. El primer reto, tras limpiar el coche, fue conseguir llegar desde el hotel a la intersección de la Ring Road con la carretera 95, en el centro de Egilsstaðir. Cuando lo logré, giré hacia el norte, camino del puente sobre el Lagarfljót. Poco después de atravesarlo, dejaba atrás el cruce con la 931 y me adentraba en zona desconocida.
Tras dejar atrás Fellabær, el último núcleo urbano digno de tal nombre hasta Reykjahlíð, a 161 kilómetros de distancia, pasé junto a uno de los carteles que informan sobre las condiciones atmosféricas en la ruta. En este caso, las correspondientes a Möðrudalsöræfum, el tramo más duro de la Ring Road, que en realidad forma parte de las Tierras Altas de Islandia. Nueve grados bajo cero, con un viento del norte de apenas 14 km/h. No estaba mal, para ser febrero. En veinte minutos, llegaba al puente sobre el Jökulsá á Dal y comenzaba el lento ascenso por su valle.
Me adentraba en un universo monocromo, donde el blanco era cada vez más dominante, el tráfico casi inexistente y las granjas aún más escasas. Además, comenzó a nevar. Pero la carretera estaba relativamente limpia y, como es habitual durante el invierno en Islandia, las máquinas quitanieves trabajaban sin pausa. A mi izquierda, podía ver esporádicamente el Jökulsá á Dal. O, siendo más preciso, intuir su presencia, pues el río parecía estar completamente congelado.
Hice una primera parada en la granja de Hjarðarhaga, para visitar sus edificios de turba y su antigua herrería. Esta última parece tener sus orígenes en la Edad Media, cuando era una iglesia. A mediados del siglo XVI, con la Reforma, fue convertida en el taller de un herrero, función que conservaría hasta la década de 1940. Después, pasó a ser un almacén de patatas. Un uso poco distinguido, pero que salvó al edificio del abandono y la destrucción. Las otras dos construcciones son todo lo que ha quedado de un conjunto de seis. Parece que, al menos en sus últimos años, eran utilizadas como cobertizos para el ganado. Se abandonaron en la década de 1970 cuando, al construir el trazado actual de la Ring Road, fueron demolidas las otras cuatro. La intensa nevada había cubierto el camino, impidiéndome llegar hasta la herrería. Y apenas pude distinguir los dos edificios de turba, medio enterrados entre la nieve.
No me fue mejor en la siguiente pausa, junto a Rjúkandafoss, una de las numerosas cascadas que es posible contemplar desde la Ring Road. Al menos en verano, pues aquel día el salto de 139 metros estaba completamente congelado. Tan solo era posible adivinar su presencia por el color ligeramente azulado del hielo.
Poco después, superaba los 500 metros de altitud y entraba en las Tierras Altas. Pero hacía tiempo que había dejado de nevar y, hacia el oeste, comenzaron a aparecer claros en el cielo. Además, volvía a conducir por terreno conocido y la carretera no tenía demasiada nieve. Tan solo me preocupaba el viento, que comenzaba a soplar del norte, arrastrando nieve a su paso. En cualquier caso, pasadas las diez y media llegaba al cruce con la carretera 85. Pese a ser una carretera secundaria, Norðausturvegur estaba razonablemente limpia. Comenzaba el descenso hacia la costa septentrional de Islandia.
Vopnafjörður: el nordeste de Islandia en invierno.
Bakkaflói, la costa de la desolación.
El breve trayecto entre Bakkaflói y el Þistilfjörður fue el que más disfruté conduciendo aquel día. Avanzaba por una pista de tierra, atravesando una llanura asombrosamente inhóspita y descarnada, entre dos temporales. A mi espalda, el Gunnólfsvíkurfjall había desaparecido tras lo que parecía ser una intensa nevada. Frente a mí, más allá de las aguas del amplio Þistilfjörður, las montañas nevadas del este de Melrakkaslétta también permanecían en gran parte veladas por un amenazante manto negro. Todo ello, con el coro final de la Pasión Según San Mateo como música de fondo. ¿Se puede pedir más?
Cuando regresé a la costa, estaba junto a la aldea de Þórshöfn, pero no tenía sentido desviarse. Preferí seguir avanzando, en mi carrera personal contra el ocaso. Ahora recorría la costa de Svalbarðshreppur. Un municipio tan poco poblado, que su centro administrativo está en la diminuta aldea que acababa de dejar de lado. Svalbarð comparte nombre con el archipiélago más septentrional de Noruega. El significado en ambos casos es «Costa Fría». Un topónimo muy adecuado para la gélida bahía que recorría. Aunque la carretera comenzó a separarse de ésta, a la vez que tomaba altura, trasladándome a un mundo cada vez más blanco.
Me adentraba nuevamente en una zona montañosa, atravesando Melrakkaslétta por el interior. La carretera de la costa, además de ser más larga, permanecía cortada. En cualquier caso, el día estaba nuevamente mejorando. Había logrado sortear los dos temporales y en el cielo comenzaban a aparecer algunos tímidos claros. Pero no pude visitar Rauðanes y sus extrañas formaciones rocosas. La pista que recorre la península tenía demasiada nieve. Me tuve que conformar con contemplar desde la distancia la costa de Kollavík, al oeste del promontorio.
De todos modos, al saltarme una parada, recuperé buena parte del retraso acumulado. El día seguía mejorando y, aunque comenzó a levantarse viento, me sentía más seguro y relajado. Mientras descendía hacia Hólaheiði, me crucé con otro vehículo. El primero que veía desde Þorvaldsstaðir, más de 90 minutos atrás. Además sabía que, una vez llegara a la llanura, la carretera no volvería a tomar altura. Aunque aún estaba a un centenar de kilómetros de Húsavík, podía respirar tranquilo.
Eran casi las cuatro y media. Las nubes se disolvían lentamente y comenzaba un largo atardecer subártico. Según entraba en Hólaheiði, el sol bañaba con sus débiles rayos las montañas hacia el sur de la carretera. Tras llevar todo el día recorriendo paisajes duros, bajo una luz tan fría como escasa, la escena me pareció asombrosamente cálida.
Seguí descendiendo hacia Kópasker. Otro diminuto puerto, en el que no pensaba detenerme. Hacia el suroeste, se había abierto un gran claro entre las nubes, por el que se filtraba la luz del atardecer. Como tantas veces en Islandia, el sol era a la vez una bendición y un suplicio. Por una parte, sus rayos se reflejaban en la nieve, complicando la visibilidad. A cambio, me trasladó a un lugar completamente irreal. El escaso calor de su luz bastaba para crear una etérea neblina, que flotaba inerte sobre el asfalto. Por unos minutos, pude pensar que conducía sobre las nubes.
Poco después de las cinco, llegaba al cruce con la 864, la carretera que recorre la orilla derecha del impetuoso Jökulsá á Fjöllum. Estaba de nuevo en terreno conocido. Justo a tiempo, pues el atardecer avanzaba rápidamente. El sol había vuelto a desaparecer tras las nubes y la luz disminuía por momentos.
Tan solo hice una pausa, junto a la pista que lleva a la granja de Hringver, para intentar fotografiar la costa oriental de Flateyjarskagi. Las condiciones no eran las más adecuadas, pues apenas había luz, pero ese tramo de costa ejerce sobre mí un efecto hipnótico. Quizá se deba a que, frente a su áspera silueta, completamente desprovista de presencia humana, divisé Islandia por primera vez. Si aquel día, bajo el cálido sol de una mañana de julio, me pareció salvaje, no sabría cómo describir lo que tenía delante. Sus montañas, en buena parte cubiertas de nieve, desaparecían hacia el norte bajo un nuevo temporal invernal, que acechaba amenazante, mientras la incipiente oscuridad hacía aún más evidente la absoluta despoblación del lugar.
Llegué a mi destino pasadas las seis de la tarde, con las últimas luces del ocaso. Había terminado recorriendo 384 kilómetros, en parte debido al amplio rodeo por la fachada ártica de Islandia. Un rodeo que me permitió conocer una costa de una extraña belleza, acentuada por la soledad y la dureza del clima. De todos los días de mi periplo invernal, fue aquel en el que más disfruté conduciendo. Entre costas gélidas, páramos desolados y montañas cubiertas de nieve. Por carreteras solitarias, que unían aldeas casi despobladas. Alternando temporales y paréntesis de calma, que acabarían desembocando en un bello atardecer. Un día tan extraño como hermoso, que parecía difícil de superar. A la mañana siguiente, Islandia me demostraría lo contrario.
En https://depuertoenpuerto.com/diez-dias-de-invierno-en-islandia/ puedes ver todo mi segundo recorrido invernal alrededor de Islandia.
En inglés, la web de la Carretera de la Costa Ártica está en https://www.arcticcoastway.is/.
La página Visit North Iceland tiene una entrada sobre Þórshöfn (https://www.northiceland.is/en/destinations/towns/thorshofn) y otra dedicada a Kópasker (https://www.northiceland.is/en/destinations/towns/kopasker).
En FunIceland hay un breve artículo sobre Melrakkaslétta: https://www.funiceland.is/nature/places/melrakkasletta/.