Isfjorden

Desperté un poco después de las 5 de la mañana. Acabábamos de entrar en el Isfjorden y navegábamos con rumbo nordeste hacia el interior del fiordo. Al igual que en nuestra llegada a Tromsø, el día era gris y las nubes cubrían la parte alta de las montañas. Pero no llovía y, a pesar de ser muy temprano, la temperatura era mas alta.

Nuestro camarote daba al sur, y podíamos ver la costa brumosa de Spitsbergen relativamente cerca. Estábamos frente a Grønfjord, la ensenada en la que se encuentra el asentamiento minero ruso de Barentsburg, hoy prácticamente abandonado.

Después de desayunar, según nos acercábamos a la costa, el paisaje se nos presentó en toda su desolación. El relieve esta parte de la isla estaba formado por una sucesión de montañas, de similar altura y formas redondeadas, rotas por pequeños barrancos que descendían hacia el mar en una secuencia casi regular. De vez en cuando algún valle, creado por glaciares ya desaparecidos, se internaba entre las montañas, rompiendo la monotonía. La vegetación era casi inexistente: imposible ver algún árbol, o tan siquiera un matorral. Un ligero manto de hierbas bajas, de color parduzco, era lo único que intentaba cubrir las laderas erosionadas. Hacia el interior, cuando las nubes lo permitían, se adivinaban montañas mas altas y casi completamente cubiertas de nieve. Daba la sensación de que habíamos llegado al fin del mundo.

Nuestro destino era Longyearbyen, la capital de Svalbard, donde llegamos poco antes de las 8 de la mañana. Tras una escala de unas 14 horas, que aprovechamos para pasear por la ciudad y sus alrededores, partimos de nuevo, de vuelta al sur.

La navegación por la tarde fue aun mas interesante que la de la mañana. Aunque las nubes seguían cubriendo el cielo, estaban mucho mas altas. El día había clareado y, aunque eran mas de las 10 de la tarde, estábamos demasiado al norte para que se nos hiciera de noche en pleno verano boreal.

Tras abandonar Adventfjorden, el pequeño brazo de mar en el que se encuentra Longyearbyen, comenzamos a navegar con rumbo suroeste por el inmenso Isfjorden, que con 107 kilómetros de longitud es el segundo fiordo mas grande de Svalbard. Pero el Isfjorden no es el típico fiordo encajonado entre montañas. Sus orillas están muy separadas, formando una especie de pequeño mar interior. A lo lejos, hacia el norte, podíamos divisar el relieve de la otra orilla del fiordo, muy diferente del que habíamos visto por la mañana. Las cumbres rocosas de las montañas se elevaban entre lenguas glaciares que llegaban hasta el mar. El sol de media noche intentaba romper las nubes, pero lo único que lograba era teñir el horizonte de un amarillo grisáceo. El mar, tranquilo, tenia un color gris azulado. Navegábamos lentamente, en medio de un vacío que un velero solitario y alguna que otra gaviota apenas lograban romper.

De forma imperceptible, el barco fue acelerando. Una hora y media después estábamos frente a la montaña de Alkhornet, situada en el lado norte de la entrada al fiordo. Según dejábamos atrás la cima, se nos hacia visible el paisaje hacia el norte. Muy a lo lejos, en el horizonte, se divisaba una franja de luz anaranjada. Era casi media noche, por lo que el sol estaba por el norte, muy bajo, enredando entre las nubes. Destacando sobre esa franja de luz, se adivinaban las montañas de la isla de Prins Karls Forland y la costa noroeste de Spitsbergen. Mas allá, no había mas que el pequeño asentamiento científico de Ny-Ålesund y la inmensidad helada del Océano Ártico.

Nosotros viramos hacia el sur. Nos dirigíamos al Cabo Norte (que ironía) y después al oeste de Noruega, el corazón de los fiordos. Fui a popa, para poder mirar al norte por última vez, y no pude evitar una sensación de melancolía. A pesar de la brevedad de la visita, Svalbard, con sus paisajes ásperos y desolados, me había cautivado.