Se podría decir que Hvalnes (el Promontorio de la Ballena) es una de las fronteras naturales de Islandia. Al suroeste, se extiende la amplia bahía de Lónsvik. Su orilla está formada por una gran barra arenosa, que anuncia la costa baja y llena de sedimentos que, con escasas interrupciones, se prolonga hasta la península de Reykjanes. Al norte, en cambio, encontraremos la sinuosa costa de los Fiordos del Este, salpicada de agrestes montañas desplomándose directamente sobre el mar. Entre ambos, como si fuera un gigantesco mojón levantado por un troll, se encuentra Eystrahorn, el Cuerno del Este. Los 756 metros de altitud de Hvalnesfjall, su cima principal, se elevan directamente sobre la Ring Road, obligando a la carretera a dar un amplio rodeo, prácticamente a sus pies, mientras gira hacia el norte. Quizá este sea el principal motivo del relativo anonimato de Eystrahorn. Para apreciar su majestuosa estampa nos tendremos que desviar unos cientos de metros, hasta el pequeño faro de Hvalnesviti.
Llegué a las inmediaciones del faro a quince minutos de las cuatro de una tarde invernal. Ventosa y gris, pero con una temperatura impropia de Islandia a mediados de febrero. Los tres grados sobre cero que llevaba «disfrutando» buena parte del día habían complicado la conducción hasta extremos asombrosos. La nieve, convertida en una pasta sin consistencia, hacía completamente inútiles mis neumáticos de invierno. Según me despedía de los Fiordos del Este, la temperatura subió aún más. La nieve desapareció de las zonas bajas, retirándose hacia las laderas de Hvalnesfjall. Por contra, el hielo seguía aferrándose al terreno, creando un paisaje extraño, que no era ni de invierno ni primaveral.
No era mi primera visita al lugar, por lo que tenía un plan concreto. Plan que, como tantas veces in Islandia, duró lo que tardé en salir del coche. El viento era demasiado fuerte para intentar volar el dron. En realidad no me extrañó. Aunque nunca he vuelto a encontrar el entorno rabiosamente salvaje de la primera vez que estuve en Vestrahorn, tampoco he logrado acertar a visitar el lugar en un día sereno. En el fondo, no me importa. Más bien echo de menos aquella visita y, cada vez que regreso a Hvalnesviti, lo hago con la esperanza de volver a ver la naturaleza desbocada de aquella increíble mañana de febrero de 2019.
En cualquier caso, el entorno era de una belleza arrebatadora. Hacia el suroeste, el sol del atardecer intentaba infructuosamente romper entre las nubes. Las mismas nubes que, en el extremo opuesto de Lónsvik, ocultaban las cimas de Vestrahorn, haciendo complicado reconocer su característica silueta. Entre medias, el cielo estaba poblado por numerosas aves, yendo y viniendo entre Eystrahorn y el mar abierto. Incluso en pleno invierno, el entorno de Lón tiene una vida animal relativamente abundante.
Aunque, en realidad, la vista más interesante estaba hacia el norte, donde el Tófuhorn, como también es conocido el Cuerno del Este, y Hvalnesfjall dominaban un espacio desolado, de hierba muerta y charcos congelados. A los pies de Hvalnesfjall, los diminutos edificios de la antigua granja de Hvalnes ayudaban a escalar el paisaje, haciéndolo si cabe aún más majestuoso.
Pasé 45 minutos en las inmediaciones del faro, disfrutando del entorno, fotografiando las olas y contemplando las numerosas aves, que muchas veces pasaban a escasos metros de distancia. Hubo un momento especialmente hermoso, cuando el viento del suroeste comenzó a acumular bruma en la ladera del Tófuhorn, creando una efímera nube sobre su agreste pico.
Cuando la bruma se disipó, decidí que era el momento de cambiar de ubicación. Me acercaría a Fjörur, la gran barra de arena que separa Lón del mar abierto. En un día sin viento, se pueden lograr hermosas fotos de Eystrahorn reflejándose en la laguna. Aunque estaba claro que aquel no sería uno de esos días. A un viento relativamente intenso se unía un obstáculo mayor: la laguna estaba completamente congelada.
En esas condiciones, no tenía mucho sentido dar un paseo por la playa. Me limité a hacer unas cuantas fotos de las montañas que rodean la laguna por el noroeste y me preparé para partir, con la idea de no volverme a detener hasta llegar al hotel, al norte de Höfn.
Una vez más, Islandia trastocó mis planes. No había avanzado ni 2.500 metros, cuando el sol del atardecer logró penetrar por un pequeño resquicio entre las nubes, iluminando tenuemente un tramo de ladera de Hvalnesfjall. Uno de esos instantes, increíblemente sutiles y efímeros, con los que suele premiarte el norte profundo en sus duros inviernos. La casualidad quiso que, unos metros más allá, hubiera un lugar para aparcar. Aun sabiendo que difícilmente lograría plasmar la delicada belleza del momento, decidí hacer una nueva pausa e intentarlo.
Y, una vez más, la parada imprevista fue de las mejores del día. Según volvía al coche, tras mi mediocre intento de captar el sol sobre Hvalnesfjall, me encontré con una escena extraña. El claro en las nubes se reflejaba en la superficie congelada de la laguna, mientras la bruma desdibujaba el horizonte, creando un paisaje que parecía irreal. Aquello fue suficiente para animarme a descender hasta la orilla de Lón.
Allí me encontré una escena, si cabe, aún más extraña. La gélida superficie de la laguna parecía intentar extenderse tierra adentro, para terminar quebrándose en mil pedazos. En realidad, lo que estaba contemplando era fruto de las mareas, que afectan al nivel de las aguas de Lón. La laguna se debía haber congelado durante la pleamar. Con la retirada de la marea, el hielo inmovilizado había perdido la sustentación del agua.
El resultado era un plano que, en algunos lugares, parecía flotar sobre el terreno, mientras que en otros se rompía y formaba una superficie caótica. Un proceso que había podido contemplar, a mucha mayor escala, tan solo unos días atrás, mientras recorría el sur de los Fiordos del Oeste, en el extremo opuesto de Islandia. Y que, no por ser conocido, resultaba menos interesante.
En cualquier caso, comenzaba a hacerse tarde. Aunque el día parecía ir a mejor, no podía fiarme. La tarde llegaba a su fin, aún estaba a 51 kilómetros del hotel y, lo que era peor, tenía que atravesar el túnel de Almannaskarðsgöng. Sabía por experiencia que, al otro lado de las montañas, podía encontrar un clima completamente diferente. Hice una última foto a Reyðarártindur y reanudé mi marcha hacia el oeste.
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Para ampliar la información.
Puedes ver todo mi tercer recorrido invernal alrededor de Islandia en https://depuertoenpuerto.com/mas-alla-de-la-ring-road-17-dias-de-invierno-en-islandia/.
En inglés, Guide to Iceland tiene un breve artículo sobre el lugar: https://guidetoiceland.is/travel-iceland/drive/eystrahorn.
La reseña en Iceland Dream es tan solo un poco más larga: https://www.iceland-dream.com/guide/east/eystrahorn-hvalnes.
Muy interesante el video de Mads Peter Iversen sobre las posibilidades fotográficas de Eystrahorn: https://www.youtube.com/watch?v=uNu6gV5e24s.
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