Tras cinco días visitando los Fiordos del Oeste, había llegado el momento de dejar atrás una de las regiones más fascinantes de Islandia y dirigirnos a Snæfellsnes, para desde allí pasar a Reikiavik. Básicamente, teníamos dos opciones. La más convencional, subir al ferry que une, un par de veces al día, Brjánslaekur con Stykkishólmur. La alternativa era la carretera 60, recorriendo el sur de los Fiordos del Oeste. Una ruta poco transitada, también conocida como Vestfjarðavegur, de la que apenas había logrado encontrar información. Al final, nos decidimos por la segunda opción. Pero la distancia en coche entre Patreksfjördur y Stykkishólmur era de 323 kilómetros. Preferimos dormir en Sælingsdalur, 100 kilómetros antes. Nos permitiría realizar el trayecto con más calma y, con suerte, disponer de cierto margen para realizar algún desvío.

Junto al Ósafjörður

Junto al Ósafjörður.

Al no tener una idea clara de lo que íbamos a encontrar por el camino, preferimos salir temprano. Dejamos el hotel poco después de las ocho. En apenas unos minutos, quedaba atrás el cruce con la 612 y nos adentrábamos en terreno desconocido. La carretera comenzaba a ascender, para saltar desde el Patreksfjördur hasta Barðastrandarsandur, una playa situada en la orilla del amplio Breiðafjörður. No habíamos llegado a la primera curva, cuando hicimos la primera parada del día, junto a un pequeña cascada sin nombre, situada prácticamente a los pies de la carretera, que no resultó ser demasiado atractiva. Su caudal era escaso y cargado de sedimentos, que daban al agua un extraño color lechoso. Era más interesante la vista hacia el fiordo, donde nos sorprendió el contraste de colores entre los distintos tipos de vegetación.

Ladera del Skápadalsmúli

Ladera del Skápadalsmúli.

La segunda parada estaba apenas unos cientos de metros más adelante, en una explanada al final de una pequeña pista. El paisaje aquí resultaba mucho mas duro, dominado por la áspera ladera de una de las montañas características de los Fiordos del Oeste, con sus riscos estratificados y un enorme talud, fruto de millones de años de erosión. La atmósfera había vuelto a la normalidad, tras el amago de mejoría de la tarde anterior. Un cielo gris y plomizo, cargado de nubes bajas, flotaba a escasa altura, dando al entorno el clásico ambiente etéreo que es una de las señas de identidad de la región.

Hagavaðall

Hagavaðall.

Barðastrandarsandur no nos pareció rival para las espléndidas playas del día anterior. Pasamos de largo, camino de la fuente termal de Krosslaug, frente a la ensenada de Hagavaðall. No era el día más apropiado para un baño, pero hicimos una breve pausa. El entorno trasmitía una serenidad contagiosa. La ausencia de viento, algo poco frecuente en Islandia, hacía que las aguas de Hagavaðall parecieran un espejo. El tráfico en la carretera era casi inexistente, por lo que los únicos sonidos eran los graznidos de varias aves que revoloteaban por el entorno. Pero debíamos seguir nuestro camino. Habíamos empleado más de una hora en recorrer los primeros cuarenta kilómetros.

Sauðeyjasund

Sauðeyjasund.

En cualquier caso, no llegamos muy lejos. Apenas diez minutos después, nos deteníamos a los pies del monte Blankur. En realidad, lo que nos hizo parar fue la vista sobre la ensenada de Sauðeyjasund. Uno de esos momentos mágicos, tan difíciles de fotografiar como de describir, que Islandia te regala con una frecuencia asombrosa. El mar sereno, los islotes desparramados por la ensenada, el sutil manto de nubes, en el que se alternaban zonas en las que el sol parecía estar a punto de romper con otras cargadas de lluvia, creando sobre el agua juegos de luces y sombras, y, al fondo, tan difuminada por la bruma que apenas era visible, la costa de Snæfellsnes. Todo en medio de un silencio sepulcral y un aire fresco y puro, que llenaba los pulmones de vida.

Al este de Sauðeyjasund

Al este de Sauðeyjasund.

Hacia el este, se extendía la costa que debíamos recorrer. Una sucesión de laderas, entre fiordo y fiordo, se desvanecía en la distancia, cada una más desdibujada que la anterior. En ese momento, se despejaron todas nuestras dudas sobre la ruta que habíamos elegido. También descubrimos que, a nuestros pies, había una pequeña playa de arena clara. Sabíamos que sería una de las últimas que veríamos en Islandia, la isla de las playas negras. Ya que habíamos aparcado, decidimos acercarnos a la orilla y dar un breve paseo.

En la playa

En la playa.

Algo que, en mi experiencia, es casi imposible de lograr en Islandia. Acabamos pasando más de media hora en la playa. Y, de no haber tenido más de 170 kilómetros que recorrer hasta nuestro destino, habría sido bastante más tiempo. La playa trasmitía las mismas sensaciones de serenidad que habíamos tenido junto a la carretera. A lo que añadía la proximidad del agua y una arena fina, salpicada de piedras y restos de algas, por la que era una delicia pasear.

Dibujos en la arena

Dibujos en la arena.

Varios pequeños arroyos desembocaban en la playa, añadiendo interés al lugar. La mayor parte, no lograba llegar al mar. Su escaso caudal era absorbido por la arena, no sin antes crear curiosas figuras. Unas semejaban llamas, otras raíces de árboles, otras eran tan extrañas que resultaba imposible encontrar cualquier parecido con otra forma natural.

Og nefndu landið Ísland

Og nefndu landið Ísland.

Dejamos atrás Brjánslaekur, donde llega el ferry de Stykkishólmur, para hacer una breve parada en el hotel Flókalundur y tomar un reconfortante café. A pesar de las apariencias, el lugar tiene su importancia histórica. Fue en este fiordo donde Flóki Vilgerðarson pasó su primer invierno en Islandia. Según las sagas, cuando pensaba que debía haber llegado la primavera subió a un monte cercano (quizá el Lonfell), desde donde tan solo pudo ver hielo y nieve en todas direcciones. Decepcionado, bautizó a la isla como Ísland (Tierra de Hielo). Cerca del hotel, un monolito de piedra, con la inscripción «og nefndu landið Ísland» (y llamó a la tierra Islandia), conmemora el acontecimiento.

Skálmarfjörður

Skálmarfjörður.

Seguimos avanzando hacia el este, por una carretera todavía más vacía que antes. Aunque, en realidad, zigzagueábamos continuamente, saltando de fiordo en fiordo. La carretera 62 se había unido con la 60, que comunica Ísafjörður con la Ring Road. Pero el tráfico seguía siendo casi inexistente. El cielo, encapotado y brumoso, descargaba de vez en cuando breves chaparrones. Mientras, la bajamar dejaba al descubierto bancos de arena, rocas y algas, aportando interés al entorno.

Kollafjörður

Kollafjörður.

La silueta de la costa era asombrosamente intrincada, formada por una sucesión de pequeños fiordos y zonas pantanosas. Hacia el sur, podíamos ver incontables islotes rocosos, que apenas se elevaban unos metros sobre la tranquila superficie del Breiðafjörður. Más allá de la carretera que recorríamos, la presencia humana era escasa, tan solo formada por alguna granja aislada. Aunque la costa meridional de los Fiordos del Oeste no fuera rival para la agreste Strandir, el entorno no desmerecía de la belleza salvaje que caracteriza a la región.

Caballos junto a Brekka

Caballos junto a Brekka.

Pese a realizar varias paradas y que algún tramo de la carretera estaba sin asfaltar, avanzábamos a buen ritmo. Al filo de la una y media, dejábamos atrás el Þorskafjörður y llegábamos al cruce con la 607. La carretera llevaba a Reykhólar, la única población digna de tal nombre en muchos kilómetros a la redonda. Aunque no tenía salida y deberíamos desandar el camino, decidimos desviarnos a curiosear.

Reykhólar

Reykhólar.

A pesar de su deslumbrante entorno, la remota población, con apenas 120 habitantes, resultó ser un lugar mortecino y un tanto destartalado. Algo, por otra parte, bastante común en Islandia. Una gasolinera, un café, una iglesia, un par de niños jugando . . . Nos detuvimos en un pequeño mirador, en lo alto de una colina. La carretera seguía un par de kilómetros hacia el sur, recorriendo la llanura hasta morir en la costa, pero no parecía tener sentido seguir hasta el final.

Berufjörður

Berufjörður.

Regresamos a la carretera 60. El Berufjörður (otro de los nombres «repetidos» de Islandia) estaba todavía más hermoso y sereno que media hora atrás, cuando habíamos tomado el desvío. Sus aguas reflejaban la irregular cubierta de nubes que ocultaba el cielo. Más allá del fiordo, una sucesión de montañas cubría el horizonte. Eran las cimas del istmo que une los Fiordos del Oeste al resto de Islandia. Nos acercábamos al límite meridional de la región.

Límite que traspasamos unos minutos más tarde, al cruzar el puente que atraviesa el Gilsfjörður, construido en 1997. Entrábamos en Vesturland, pero no había acabado la ruta del día. El plan era dar un rodeo por la carretera 590. Una pista de tierra que recorre la costa de una península poco conocida, con el extraño nombre de Fellsströnd og Skarðsströnd.

Para ampliar la información:

Se puede ver nuestro itinerario completo por los Fiordos del Oeste en https://depuertoenpuerto.com/seis-dias-en-los-fiordos-del-oeste/.

En inglés, en Iceland Travel Guide hay una entrada sobre Krosslaug: https://icelandtravelguide.is/locations/krosslaug-hot-spring/.

En Hit Iceland encontraremos una breve reseña sobre Flókalundur: https://hiticeland.com/places_and_photos_from_iceland/fl%C3%B3kalundur.

Total Iceland tiene un artículo sobre el monolito de Floki: https://totaliceland.com/the-plac-iceland-got-name/.

En Guide to Iceland hay una serie de tres artículos sobre Reykhólar . El primero está en https://guidetoiceland.is/connect-with-locals/regina/a-fantastic-3-day-stay-at-reykholar-in-the-westfjords.

Mas breve, la entrada sobre la localidad en la web oficial de turismo de los Fiordos del Oeste: https://www.westfjords.is/en/destinations/towns/reykholar.

En YouTube, el canal Roads of Iceland tiene un video con el itinerario completo de la carretera 60, entre Ísafjörður y el cruce con la Ring Road: https://www.youtube.com/watch?v=8bYX5HFhgCI.