Nuestra segunda excursión del día consistía en desembarcar en un lugar de la orilla septentrional del Liefdefjorden, con el extraño nombre de Texas Bar. Desde allí, se organizaría una breve excursión hasta una antigua morrena del Hannabreen. No era precisamente una caminata prolongada. Menos de 3 kilómetros, entre ida y vuelta. Pero había que atravesar un terreno bastante irregular, por lo que trastocó la organización habitual de los grupos de zódiac. En esta ocasión, tendríamos preferencia aquellos que habíamos optado por realizar la excursión, desembarcando una hora antes que los demás.
Una breve travesía, de apenas diez minutos, nos llevó a la playa rocosa junto a Texas Bar. El lugar resultó ser un antiguo refugio de cazadores, construido en 1927 por Hilmar Nøis y Martin Petterson Nøis. Nadie sabe cómo adquirió su actual denominación. El caso es que, mas allá de un precario cartel con el nombre, su interior es como el de cualquier remoto refugio del archipiélago. Varios camastros, una estufa, leña, algún utensilio básico para intentar sobrevivir hasta el rescate . . . Todo ello complementado con un surtido de bebidas alcohólicas, que quizá sean las responsables del apodo. Según parece, la tradición manda que todo aquel que pase por allí deje alguna botella. A cambio, puede consumir libremente de aquellas que encuentre, con la única condición de dejar el lugar mejor que lo encontró.
Nosotros teníamos una caminata por delante, por lo que, una vez estuvo asegurado el perímetro, emprendimos la marcha, rumbo a una gran piedra situada justo en la cima de una colina. Un magnífico ejemplo de bloque errático. La colina resultó ser una enorme roca, redondeada por antiguos glaciares, que además ofrecía una magnífica vista sobre el terreno circundante. Motivo por el que también había sido elegida por el equipo de expedición como uno de los puntos de observación. En Svalbard, los osos polares son una amenaza real, frente a la que siempre hay que estar prevenido.
Nos acompañaba Brent Alloway, el geólogo del equipo de expedición. Un neozelandés, doctor en Ciencias del Suelo por la Universidad Massey, que se dedicó, con la pasión que le caracterizaba, a explicarnos las peculiaridades del lugar que visitábamos. Un lugar extraño, casi completamente yermo y brutalmente erosionado por millones de años de glaciaciones, en el que era muy complicado interpretar las características y los orígenes de las formaciones que nos rodeaban. La ayuda de Brent fue inestimable para entender el contexto de la excursión.
La vista desde la gran roca era magnífica. Hacia el este, una llanura pedregosa, surcada por una maraña de pequeños riachuelos sin cauce definido, por los que descendían las aguas del Hannabreen. En el horizonte, las laderas occidentales de Andrée Land rozaban las nubes. Entre medias, las aguas del Liefdefjorden y el Woodfjorden, salpicadas de islotes, mostraban un extraño tono azul turquesa. Los lejanos restos de nieve y algún pequeño iceberg nos recordaban que estábamos en el Ártico profundo, a más de 79º de latitud norte.
Hacia el oeste, la ladera descendía suavemente desde los últimos contrafuertes del Wulffberget. Bajo los ojos expertos de Brent, aquello era un libro abierto de geología. Formas geométricas creadas por el deshielo del permafrost, huellas de descomposición orgánica en una pequeña laguna desecada, más bloques erráticos, la gran morrena de roca suelta que era el destino final de la excursión, el glaciar zigzagueando entre oscuras laderas. Todo ello encajonado entre las montañas de Tierra de Alberto I, que en esa zona apenas superan los 800 metros de altitud. Suficientes en todo caso para llegar hasta las nubes, que flotaban estáticas a escasa altura.
Nos pusimos en marcha, atravesando un terreno descarnado, tan solo cubierto por líquenes, musgo y alguna planta raquítica. Pronto llegamos a un pequeño arroyo, que descendía desde el Wulffberget. Por supuesto, no había nada remotamente parecido a un puente. Afortunadamente, las mismas botas de agua que nos habían servido para desembarcar, ahora nos permitieron atravesar el riachuelo sin mayor problema.
Mientras tanto, Brent seguía explicándonos las características del terreno. Me llamaron especialmente la atención varias rocas, en las que era perfectamente visible el avance del proceso de degradación, causado por las heladas cíclicas. En apenas unos centímetros, se podía apreciar cómo la roca sólida comenzaba a presentar pequeñas fisuras, que luego se iban agrandando, hasta desmenuzar completamente el material.
Algo más de una hora después de haber partido del Texas Bar, logramos coronar la morrena. Tuvo su complicación, pues estaba formada por una asombrosa acumulación de piedras sueltas, sin la menor cohesión. Pero el panorama compensó con creces el esfuerzo. Frente a nosotros, el Hannabreen se deslizaba suavemente, hasta morir en un lecho de rocas. Jamás había visto un glaciar tan sucio. Toda su superficie mostraba tintes grisáceos, que se acentuaban según el hielo perdía altura.
Además, la parte central estaba cubierta por una capa, bastante compacta, de rocas sueltas. Las mismas rocas se desperdigaban, de forma más anárquica, por el resto de la lengua. Rematando la escena, varios cauces de agua, increíblemente retorcidos, horadaban la superficie del Hannabreen. Un caos de hielo, roca y agua.
El regreso fue algo más rápido. Ya no había clase de geología y, dentro de los límites que marcaba la seguridad del grupo, cada uno volvía a su ritmo. Nosotros nos dedicamos a contemplar la tan escasa como interesante vegetación local. Una vegetación que vive al límite, con escasas precipitaciones, un frío extremo y meses de completa oscuridad. Un prodigio de supervivencia y una muestra de lo tenaz que puede llegar a ser la vida.
Cuando regresamos a Texas Bar, la actividad era frenética. Las zódiac iban y venían entre el SH Vega y la orilla. Nuestra excursión había trastocado completamente la organización de los grupos de desembarco y cada uno se movía mas o menos a su aire. Mientras tanto, la duración de la escala hizo conveniente rotar al personal del equipo de expedición, que protegía el perímetro ante la posible aparición de algún oso polar.
Pese a que habíamos desembarcado en la primera lancha, no teníamos ninguna prisa en regresar al barco. Creo que nadie la tenía. Aquella era nuestra última escala en Spitsbergen y, tanto el pasaje como el equipo de expedición, nos resistíamos a abandonar un lugar tan mágico y extraño, en el que habíamos vivido momentos inolvidables. Pero teníamos que partir. Nuestro siguiente destino, Jan Mayen, estaba a más de 1.200 kilómetros de navegación. Otra isla remota, perdida entre los difusos límites del mar de Groenlandia. El único volcán activo de Noruega nos estaba esperando.
Para ampliar la información.
En inglés, se puede encontrar un reportaje sobre el Texas Bar en SV Delos: https://svdelos.com/travel-blogs/the-texas-bar-by-brian/.
La web de Oceanwide Expeditions tiene una entrada dedicada al mismo lugar: https://oceanwide-expeditions.com/es/blog/svalbard-s-texas-bar.
La página Spitsbergen / Svalbard tiene una breve reseña, con fotos panorámicas: https://www.spitsbergen-svalbard.com/photos-panoramas-videos-and-webcams/spitsbergen-panoramas/texas-bar.html.
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