Quien alguna vez haya pisado las indomitas y telúricas tierras de Islandia habrá sentido una moción interior, profunda y persistente en forma de deseo irrefrenable de regresar a ese reino encantado. Desde ese instante iniciático, su existencia quedará marcada por una nostalgia arrebatadora, por un deseo imantado y visceral de retorno, como si en aquel territorio primigenio hubiera encontrado, sin buscarlo, el eco arcano de su más profunda vocación. Con incredulidad de si mismo se verá renunciando al mundanal ruido, a lucrativos negocios o a oportunidades profesionales únicas. Restará —como asceta hechizado— las horas sagradas debidas a su familia y a aquellos que habitan lo más tierno y vulnerable de su corazón. Desde el instante en que los cantos hipnóticos, etéreos y fulgurantes de las sirenas boreales rocen por primera vez su espíritu extraviado, sentirá que ha nacido en el la vocacion de argonauta. Así, con el alma dividida entre la pasión del retorno y una vida anterior desdibujada, el viajero, ya metamorfoseado en un héroe errante, quedará irremediablemente atrapado en un estado perpetuo de «sublime» y desgarrador «desasosiego».
Precisamente, dice el “Libro del desasosiego” de Fernando Pessoa.
“¿Por qué es bello el arte?
Porque es inútil ¿Por qué es tan fea la vida? Porque en ella todo son fines y propósitos. Todos sus caminos conducen de un punto hasta otro punto. ¡ojalá hubiera un camino hecho en un lugar donde nadie parta hacia otro lugar al que nadie va! ¿Quién deja su vida en la construcción de una carretera comenzada en mitad de un campo, acabando en mitad otro campo, que, de prolongarse, sería útil, pero que se ha cortado de forma sublime, en medio de esa carretera?¿La belleza de las ruinas?
El no servir ya para nada.¿La dulzura del pasado? El recordarlo, puesto que recordarlo es hacerlo presente y no lo es ni ya lo puede ser -el absurdo.«
Así pues el poeta encuentra lo «sublime» en un camino que no lleve a ninguna parte, en las ruinas inservibles de un edificio o en el vano intento de hacer presente un recuerdo.
Estar en Islandia es emprender una travesía iniciática por esos caminos oníricos de Pessoa que no conducen a parte alguna, rutas espectrales esculpidas por los elementos, donde el destino se disuelve como niebla entre glaciares. El punto de llegada se desvanece en su propia insignificancia, mero pretexto sagrado para invocar la propia moción interior, pues también podríamos permanecer inmóviles, extáticos, ante cualquier horizonte alucinante y mineral. Incontables son las pistas que se pierden en la nada, sinuosas y errantes, gloriosamente inútiles y, por ello mismo, en su pura gratuidad existencial; «sublimes».
Pessoa, en su perpetua búsqueda de lo inefable, contempla también otras forma «sublime» de la belleza: las ruinas. Vestigios sagrados, esqueletos silentes de arquitecturas que fueron, restos crepusculares de tiempos sepultados por los siglos, cuya función se ha disuelto en el éter de la historia. El video que acompañamos nos conduce, con cadencia hipnótica, hasta una solitaria y olvidada ermita del siglo XI, escondida en el corazón vasto y despoblado de la meseta norte castellana, esa tierra áspera, melancólica y casi mítica. En las fauces de un desfiladero agreste, escoltada por enebrales tortuosos y sabinares centenarios, se alza una humilde construcción románica, como una plegaria de piedra detenida en el tiempo. Testigo silente de la alta Edad Media, sus muros gruesos y hercúleos ofrecieron en su día refugio a monjes de vida contemplativa, mientras su pequeña torre, austera y altiva, entonaba antiguas liturgias con campanas ya oxidadas por la eternidad. Hoy, esa misma torre carece de voz. Su atrio, expuesto a los vientos ancestrales, yace desangelado, despojado de ritos, de ecos humanos, de pasos devotos. La nave interior, vedada por un portalón de madera corroída cuyas bisagras nadie recuerda haber oído crujir, es tan inúctil como sublime, tan vacía como llena de presencias invisibles. Y sin embargo, cuando un viajero errante, un alma extraviada en busca de sentido, se interna en estos paisajes suspendidos, algo antiguo se le revela. Un pasado remoto lo envuelve en destellos, como relámpagos de memoria ancestral: campos dormidos bajo la nieve, cielos plomizos de un gris espectral, y un viento glacial que roza el alma como una caricia de eternidad. En ese silencio absoluto, en esa soledad casi litúrgica, una pequeña comunidad de cuatro o cinco eremitas, encogidos por el frío y encendidos por la fe, asoma al atrio y eleva una oración al alba. ¡Qué paz arcaica, qué serenidad vertical, qué insondable misterio emana de ese lugar sagrado! Y al mismo tiempo, ¡qué estremecedora cercanía, qué vividez penetrante, qué belleza hecha de eco y ceniza despierta en el corazón del viajero!
Hasta aqui hemos visto cómo el poeta, absorto en su contemplación extática del misterio, se interrogaba con voz temblorosa: «¿Por qué es bello el arte?». Y respondía con la fuerza de una revelación: «Porque es inútil». No por pobreza, sino por exceso. Es subime porque no sirve a otro fin que a su propia epifanía. La misma pregunta resonó en los dominios del pensamiento: «Max Weber», el filósofo del desencantamiento, se preguntaba: «¿Por qué es sublime una actitud vocacional?». Y su respuesta brota como fuego dionisíaco: porque nos arranca del yugo invisible de la «jaula de hierro», esa estructura racional y burocrática que asfixia el alma del hombre moderno en nombre de la eficiencia. Frente a una ética sombría de la producción, la acumulación y el rendimiento, Weber opone una ética flamígera de la vocación: una pasión incandescente que nos impele, con potencia telúrica e irracional, a entregar lo mejor de nosotros mismos en un acto gratuito y absoluto, sin importar el resultado, sin temer las circunstancias. Vocación fue la de Miguel Ángel, anciano y encorvado, al aceptar la titánica empresa de elevar la cúpula de San Pedro, aun sabiendo que jamás la vería culminada. Vocación fue la de Beethoven, ya atrapado en el silencio eterno, al componer la Novena sinfonía que no pudo escuchar. Vocación fue la del humilde agustino peruano que, habiendo hecho voto de pobreza y recogimiento, fue elevado a la cúpula de la Iglesia. Vocación es también la del moderno argonauta que, siguiendo la voz helada y sagrada de Boreas, se interna en regiones polares y secretas, aun a costa de abandonar la jaula luminosa y asfixiante del mundo moderno. Porque el alma, cuando escucha su llamado, no puede sino responder con todo su ser. Y ese es un grado de libertad y liberación.
Hasta ahora, reconocer y abrazar una vocación ha sido empresa ardua y casi heroica. Como almas encadenadas a los engranajes de la subsistencia, hemos vivido atrapados en la necesidad apremiante de satisfacer lo básico, esclavos de compromisos vitales ineludibles, arrastrados por la inercia implacable de un sistema burocrático, gris y desalmado. Solo unos pocos espíritus visionarios, héroes silenciosos de lo esencial, lograban escapar de aquella prisión invisible. Pero algo ha comenzado a cambiar. La puerta de la jaula —forjada en hierro racional y cemento funcional— se ha entreabierto, dejando filtrar un rayo de aurora esperanzadora. Hoy, la satisfacción de las necesidades elementales empieza a ser comprendida como un derecho sagrado, inalienable, natural. Los grilletes del deber comienzan a aflojarse, y la tecnología —esa fuerza ambivalente de Prometeo y Apolo— nos concede no solo tiempo, sino una potencia de actuar multiplicada, un poder casi demiúrgico de creación. Podríamos repetir con Baltasar Gracián, como quien recita un oráculo antiguo: «Todo está ya en su punto, y el ser persona en el mayor. Más se requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete; y más es menester para tratar con un solo hombre en estos tiempos que con todo un pueblo en los pasados». Efectivamente, todo parece estar ya en su punto. El mundo se encuentra al borde de una transfiguración silenciosa. Por primera vez en la historia, todos los hombres y mujeres pueden oír, si guardan silencio, el susurro de su verdadera vocación. Mientras Apolo, con su luz geométrica, rige los algoritmos y los grandes centros de datos, Dionisio —el dios ebriamente luminoso— se adueña del alma humana, incendiándola con la llama de lo irrepetible, de lo único, de lo sagrado que no sirve para nada… salvo para devolvernos a nosotros mismos.
Volvamos ahora la mirada, con reverencia y asombro, hacia aquella diminuta y heroica comunidad de eremitas, anclada en el corazón silente de la siberiana meseta castellana. Ellos, espíritus visionarios y fugitivos del tiempo, han sabido sustraerse al embrujo sombrío de una sociedad devoradora, cruel en su eficiencia, implacable en su lucha perpetua por la subsistencia. En un mundo regido por la ley del lobo —homo homini lupus— estos hombres han logrado lo impensable: la evasión. No deben su sabiduría al pensamiento sistemático de Weber, sino a la savia secreta de antiguos textos simbólicos, donde el alma aprende a leerse a sí misma. La llave, dicen, reside en un discernimiento luminoso, en un desasimiento radical, en un desprenderse amoroso del yo y sus delirios. Y así, como por encantamiento, las celdas comienzan a abrirse. Los prisioneros, aún trémulos y atónitos, cruzan el umbral hacia una vida otra, más honda, más verdadera. Algunos abandonan las ciudades como si dejaran atrás una Babilonia moribunda, y se establecen en las regiones despobladas, reconfigurando la existencia desde la raíz. Otros se acogen a la «gran renunciación», consagrando sus días a oficios humildes, a tareas lentas, a artesanías del alma. Hay quienes, en un rapto de inspiración, publican podcasts, editan blogs, o escriben libros como quien lanza botellas al océano digital. Muchos tejen comunidades invisibles en el tapiz de las redes, reconectando con lo esencial a través del arte de compartir.
Todo esto, sin saberlo, ya lo anticipó el gran místico español «San Juan de la Cruz», cuando describió con versos incendiados de amor el acto de huida sagrada, la fuga secreta del alma hacia su verdadero destino:
«En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía«.
No es una simple evasión. Es una ascensión. Una resurrección desde los escombros de lo cotidiano hacia la plenitud callada del ser.
Mas esta vocación, llama sagrada y fuego interior, no puede sostenerse en el aislamiento absoluto. Necesita, como toda llama, de un resguardo donde arder sin extinguirse. Requiere al menos de una pequeña constelación de almas afines, un círculo íntimo de miradas comprensivas y corazones receptivos. Alguien que valore nuestra artesanía interior, que escuche el eco de nuestra voz , que lea en silencio nuestras palabras hiladas con amor, que devuelva con una sonrisa o un gesto de complicidad el testimonio de lo que somos. No es preciso esculpir cúpulas que desafíen los cielos como la de Miguel Angel, ni componer sinfonías inmortales como la Novena de Beethoven. A veces bastan cuatro o cinco presencias, como aquellos antiguos eremitas: los suficientes para que la soledad se transforme en comunión, para que el acto de «com-partir» —con toda su embriaguez dionisíaca— se revele como el verdadero rostro de nuestra naturaleza. Este carácter profundamente comunitario de toda vocación puede que esté destinado a encender la mecha de una nueva era, a impulsar un silencioso pero irreversible giro en la historia espiritual de la humanidad. Pero esa visión, de tan vasta magnitud, tal vez deba reservarse para una futura meditación. Por ahora, dejemos que estas humildes y ardientes líneas encuentren su diminuta comunidad entre los corazones despiertos que se asomen a este blog como quien entra en esa perdida ermita de una castilla que otrora fuera vocación.
En homenaje al profesor «Don Jose Luis Villacañas».