Eran poco mas de las ocho de la mañana, y no se veía a casi nadie en la zona. Compramos las entradas y, sin demasiada prisa, comenzamos a subir lo que quedaba de cuesta hasta la puerta Beulé, que da acceso a la Acrópolis. Ir a primera hora había sido todo un acierto. Todavía no hacía calor y, lo que era todavía mejor, la afluencia de visitantes no era excesiva.
La entrada a la Acrópolis por los Propileos me pareció impresionante. Quedé tan impactado por la majestuosidad del escenario, que ni pensé en aprovechar nuestra relativa soledad para hacer alguna fotografía. Completé el ascenso con la boca abierta, sin parar de mirar en todas direcciones. ¿Qué podría pasar por la cabeza de un griego de la antigüedad clásica, al subir por las mismas escaleras, cuando la Acrópolis estaba en todo su esplendor?
Tras superar los Propileos, llegamos a la amplia meseta sobre la que se asienta la Acrópolis. Como suele pasar en aquellos lugares que, aun sin haberlos conocido en persona, has visto en mil imágenes desde la infancia, el entorno nos pareció extrañamente familiar. Todo estaba en su sitio: el Partenón al frente, las Cariátides (o mejor dicho, su réplica) a la izquierda, el templo de Atenea Niké detrás nuestro . . . Pero, a pesar de esta familiaridad, no pude evitar sentirme abrumado por la carga emocional que transmitía uno de los lugares fundamentales en la historia de la civilización.
Tras un largo periodo de esplendor, la Acrópolis, como tantos monumentos de la época clásica, comenzó a decaer con la progresiva abolición de los ritos paganos durante el siglo IV. Los templos fueron cristianizados por edicto imperial en el 429. La estatua de Atenea Promacos fue trasladada en el 525 a Constantinopla, donde sería destruida durante la IV Cruzada. En los siglos siguientes, la zona se utilizó para todo tipo de propósitos (y despropósitos): iglesia, sede arzobispal, palacio ducal, cuartel, harén, mezquita y fortaleza. En esta última función, durante la largas guerras entre Venecia y el Imperio Otomano, fue cuando mas sufrió el conjunto. En 1656 una explosión destruye la mayor parte de los Propileos, utilizados por los otomanos como polvorín. Los mismos otomanos derriban en 1686 el templo de Atenea Niké, para construir un baluarte. Al año siguiente, un mortero veneciano acierta a impactar en el Partenón, convertido en polvorín por los asediados otomanos. La explosión destruye el edificio en casi su totalidad. Por último, los expolios. El mas famoso es el del británico Thomas Bruce Elgin quien, entre otras cosas, se llevó buena parte de lo que quedaba de los frisos del Partenón.
En 1835, la Grecia recién independizada comienza la restauración de la Acrópolis. Inicialmente, con criterios que hoy consideraríamos desacertados, obsesionados además por eliminar cualquier elemento que no se considerase originario de la época clásica. Pero posteriormente se fueron introduciendo criterios mas racionales, hasta que, en 1975, se acometió un plan integral de restauración, en el que todavía se trabaja.
Lo que hoy podemos ver en la Acrópolis es el resultado de tan atormentada historia. En parte ruinas imponentes, en parte depósito de restos arqueológicos, pero también un taller de restauración vivo, en el que se sigue trabajando todos los días. Es una pena que no podamos disfrutar de la magnificencia que debió tener el conjunto en la antigüedad. Pero al menos debería servirnos para reflexionar sobre los errores del pasado y evitar que la desidia, la barbarie y la intransigencia destruyan otras joyas del patrimonio cultural de la humanidad.
Según avanzaba la mañana iban subiendo en paralelo la temperatura y la afluencia de público. Nos costó decidirnos a arrancar, pero poco después de las diez pensamos que iba siendo hora de abandonar la Acrópolis y continuar la visita de Atenas. Volvimos a cruzar los Propileos, esta vez de bajada. Los mismos peldaños que, unas horas antes, habíamos recorrido casi en solitario, ahora estaban tomados por una auténtica avalancha humana. Ir a primera hora había sido una magnífica idea.
Antes de abandonar la zona, de camino al ágora griega, hicimos una breve escala en la colina de Areópago. La colina, que en realidad es una enorme roca de mármol, es famosa desde la antigüedad. A sus referencias mitológicas, se une su importancia histórica, al ser la ubicación en la que antiguamente se reunía el consejo de ancianos de Atenas. Su popularidad actual viene dada por ser un mirador privilegiado sobre la Acrópolis y el ágora griega. Milenios de uso han desgastado los escalones que suben por la roca, por lo que es aconsejable llevar buen calzado e ir con cierta precaución. Pero la vista desde sus 115 metros de altura compensa el esfuerzo.
La web Guía de Grecia contiene una buena guía e información práctica sobre la Acrópolis: https://www.guiadegrecia.com/atenas/acropolis.html.
La página web oficial (en inglés) está en http://odysseus.culture.gr/h/3/eh355.jsp?obj_id=2384.
En https://depuertoenpuerto.com/crucero-mediterraneo-oriental/ se puede consultar el itinerario completo de nuestro viaje por el Mediterráneo Oriental.
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