Amanecía en Ásgarður. Aunque las nubes cubrían la mayor parte del cielo, el sol aún lograba filtrarse por algunos resquicios. Lo justo para iluminar con una luz suave y difusa las montañas que tenía frente a la ventana de mi habitación en el hotel Highland Base. La serenidad del momento empujaba a la quietud. A pasar las horas muertas en aquella ventana, contemplando los sutiles cambios del hermoso paisaje que me rodeaba. Pero aquel era un lujo que no podía permitirme. Aunque, en realidad, nada me lo impedía, habría sido un sinsentido. La casualidad me brindaba una inusual oportunidad de visitar en pleno invierno el corazón de Kerlingarfjöll, uno de los lugares más deslumbrantes de Islandia. No estaba dispuesto a desaprovecharla.
Todo había comenzado el día anterior, mientras un pequeño convoy de cuatro vehículos avanzaba lentamente por Kjalvegur, rumbo a Ásgarður. Entre las siete personas con las que compartía un enorme Ford Super Duty, especialmente modificado para las duras condiciones invernales de Islandia, se encontraba David de Vleeschauwer. Un fotógrafo belga que estaba realizando un reportaje para el hotel, en el que quería incluir alguna foto invernal de Hveradalir, la impresionante zona geotermal ubicada en el corazón de Kerlingarfjöll. Durante la cena, nuestra común obsesión por los lugares remotos acabó generando una larga conversación, en la que me comentó sus planes para el día siguiente. Por pura casualidad, acabé formando parte de una pequeña expedición, que se adentraría aún un poco más en las Tierras Altas de Islandia.
La idea era muy simple. Subiríamos en tres vehículos. El primero, transportando a un grupo de esquiadores estadounidenses, que pretendía realizar una ruta por las montañas. Jón Kristinn, el mismo conductor que nos había llevado hasta Ásgarður, pilotaría su enorme «mountain truck», mientras dirigía el pequeño convoy. David y yo iríamos como pasajeros en ese vehículo. Finalmente, Sölvi Oddsson, otro conductor con amplia experiencia en las Tierras Altas, nos acompañaría con su Jeep. Al igual que durante la tarde anterior, su vehículo, más pequeño y manejable, haría de avanzadilla, explorando el terreno.
Nos pusimos en marcha a las nueve y diez de una mañana que, para estar en febrero y en plenas Tierras Altas de Islandia, era magnífica. Cero grados, poco viento y un cielo que, pese a las abundantes nubes, aún dejaba ver algunos retazos azules. A pesar de la temperatura, relativamente elevada, la nieve estaba dura, permitiéndonos avanzar a un ritmo razonable. Aunque, al igual que el día anterior, la pista era completamente invisible. Una vez más, dependíamos del GPS y de las indicaciones que iba dando Sölvi por radio.
Comenzamos a tomar altura. La temperatura descendía, el espesor de la nieve aumentaba y pronto comenzaron los problemas. El Ford Excursion en el que iban los esquiadores parecía tener un fallo mecánico. Nos detuvimos a intentar solucionarlo. Al descender de los vehículos se hizo evidente que el clima estaba cambiando. Comenzaba a soplar un viento gélido, cargado de nieve en polvo, que no traía buenos presagios. El conductor del Ford, un fornido granjero islandés, se introdujo entre las ruedas, armado con un enorme martillo y un trozo de cuerda. Mal que bien, pudo solventar el problema. Pero el vehículo no era fiable para seguir adentrándose en Kerlingarfjallavegur.
La solución fue sencilla. David y yo nos trasladamos al Jeep de Sölvi, mientras los esquiadores y su equipo pasaban al vehículo de Jón. Tras el cambio, reanudamos nuestro lento avance, felices de ir en un vehículo más ágil y ligero. Mientras, el Ford averiado regresaba hacia Ásgarður. Solo nos quedaban dos vehículos.
Volvimos a detenernos poco después de las diez. En esta ocasión, para dejar a los estadounidenses. Su intención era realizar una ruta de esquí de travesía que, cruzando las montañas, debía llevarlos de vuelta a Ásgarður. Estuvimos un rato esperando, mientras ellos remontaban la primera ladera y David aprovechaba para hacer unas cuantas fotos. Después, retomamos la ruta hacia el sur.
Había recorrido aquella misma ruta en verano, al volante de un Kia Sportage. Un pequeño SUV, claramente inadecuado para la tarea. Aunque el paisaje estaba muy cambiado por la nieve, el tramo en el que Kerlingarfjallavegur avanza en paralelo al profundo cañón del río Ásgarðsá era inconfundible. Recordaba que, apenas unos metros más allá, habíamos tenido problemas para superar una pronunciada pendiente, llena de grandes regueros. Hasta tal punto, que tuvimos que retroceder y coger «carrerilla», pues el Kia Sportage perdía tracción. ¿Tendríamos aún mas problemas con la nieve?
Sölvi optó por ir a lo seguro. Salió de la pista y, guiado por un GPS en el que podía ver las curvas de nivel, buscó una zona con menos pendiente. Tras algunos titubeos, en unos minutos estábamos por encima del repecho, a tan solo 2.200 metros de nuestro destino. Aquello parecía estar hecho. Entonces, según regresábamos a la pista, escuchamos un chasquido seco bajo el coche, seguido de un olor a aceite caliente. Todo apuntaba a que habíamos rozado los bajos con una piedra, oculta bajo la nieve.
Nueva parada para inspeccionar los daños. Sölvi abrió el capó, se introdujo bajo el coche, comprobó los niveles. Nada. Era imposible averiguar dónde estaba el problema. Lo único que sacamos en claro fue que no habíamos colisionado con una roca. El cárter del vehículo no parecía tener ningún desperfecto. Aunque, en el panel del Jeep, el testigo del estado del motor había cambiado a naranja.
En ese momento apareció Jón, que se había quedado un poco rezagado. Teníamos dos opciones. Volver a cambiarnos a su vehículo y seguir en solitario, o dar media vuelta. Tras unos minutos de deliberación, Jón se decantó por la decisión prudente: volveríamos a Ásgarður. La previsión meteorológica empeoraba por momentos y no parecía razonable seguir hacia Kerlingarfjöll con un solo vehículo. Más aún, teniendo averiados dos de los cuatro de que disponíamos en Ásgarður.
Mientras regresábamos a la seguridad del hotel, no podía creer la mala suerte que había tenido. Tras acariciar una inusual oportunidad de llegar a un lugar normalmente inalcanzable, me había quedado con la miel en los labios. ¿Estarían jugando conmigo los dioses nórdicos? Me consolé pensando que, al menos, había vivido una pequeña aventura en las Tierras Altas, aún un más extrema que la del día anterior.
Descendimos con toda la calma del mundo. Sölvi no quería forzar el motor y David estaba interesado en hacer varias fotografías. Ya que parecía difícil lograr las fotos de Kerlingarfjöll, al menos conseguiría alguna del hotel y el impresionante entorno que nos rodeaba. Nos detuvimos en un par de ocasiones. En cada parada, nos volvía a alcanzar Jón. Su vehículo, bastante menos ágil que el de Sölvi, le impedía mantener nuestro ritmo de avance, por lento que éste resultase.
Regresamos a Ásgarður minutos antes de las once de la mañana. Nuestro intento de llegar a Hveradalir había durado casi dos horas, en las que, entre ida y vuelta, apenas habíamos logrado recorrer 7.200 metros, averiando dos vehículos por el camino. Una buena muestra de lo duras que pueden ser las Tierras Altas. Incluso en un día benigno, con vehículos adecuados y conductores experimentados. En cualquier caso, y pese a su brevedad, la experiencia había sido asombrosamente intensa. Y, aunque en aquel momento aún lo desconocía, los dioses del norte acabarían ofreciéndome una segunda oportunidad.
Para ampliar la información.
En inglés, la página sobre las actividades invernales de Highland Base está en https://highlandbase.is/stories/winter-wonderland-in-heart-of-iceland.
Otra posibilidad de acceder a la zona es con Amarok Adventures: https://amarok.is/adventure/kerlingarfjoll-winter/.
Quien tenga curiosidad por la obra de David de Vleeschauwer, puede visitar su web en https://www.remoteexperiences.com.
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