A pesar de lo cual, entré en el museo con cierta aprensión. Desde el exterior, su aspecto era un tanto desvencijado. La nave que lo aloja contrasta con las cuidadas casas tradicionales de madera del coqueto barrio de Gamle, el más hermoso de Stavanger. No es de extrañar, pues en realidad es una antigua fábrica de conservas, que estuvo operativa entre 1916 y 1958. Aunque el edificio es algo más antiguo, pues fue utilizado anteriormente como almacén.
Tuve la suerte de llegar justo cuando iba a comenzar una visita guiada, con una duración aproximada de media hora. Las explicaciones de la persona que dirigía el recorrido fueron realmente interesantes. Íbamos avanzando por el pequeño museo, deteniéndonos delante de cada una de las máquinas. La visita era como un puzzle, en el que cada máquina solucionaba un problema. Las había para las tareas más variadas, como troquelar latas, sellar conservas o descabezar sardinas. Pero, como en la vida misma, con cada solución surgía un nuevo problema. Lo que llevaba a otra mejora, que solucionaba ese problema pero de nuevo creaba otro, en un bucle sin fin aparente, que nuestra guía narraba con un entusiasmo contagioso.
Todo ello en una época en la que no había ordenadores, sensores, accionamientos neumáticos o, ni tan siquiera, motores eléctricos de dimensiones manejables. Todas las máquinas funcionaban de forma totalmente mecánica, impulsadas manualmente o por un sistema central de distribución de energía mediante cintas y poleas. Al mejor estilo de los albores de la era industrial. En el fondo, el museo era un homenaje al ingenio humano. Y un recordatorio de que, hasta hace unas décadas, Noruega era uno de los países más pobres de Europa. Como se empeñaba en recordarnos nuestra guía, mientras detallaba las duras condiciones de trabajo en la fábrica, compartidas por hombres, mujeres y niños.
Cuando parecía que la visita iba a llegar a su fin, apareció un hombre de avanzada edad, que nos explicó algún detalle adicional sobre el funcionamiento de las máquinas. De pronto, acercó su mano a un vetusto interruptor eléctrico, similar a los que recordaba haber visto de niño en casa de mi abuela, y el sistema de poleas cobró vida. Conectó una de las máquinas al eje central de transmisión de potencia y se puso a sellar latas de conserva, para asombro del grupo de visitantes. La parte guiada de la visita terminó en medio de un aplauso generalizado.
Más allá de su interesante colección de máquinas, algunas plenamente operativas, el museo contiene numerosos objetos relacionados con una industria que, durante años, fue la principal fuente de riqueza de Stavanger. Carteles publicitarios, latas antiguas o planos de las vetustas máquinas, componen algunas de las exposiciones que complementan la vista, en parte ubicadas en la planta superior. En la que, además, conservan algunas de las dependencias de la fábrica en su estado original. En resumen, una visita muy interesante, que nunca habría realizado de no ser por la avería del barco de Rødne. Una vez más, cierta dosis de caos e improvisación puede acabar añadiendo aliciente a un viaje.
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En inglés, la página oficial del museo está en https://www.iddis.no/en/samling/norwegian-canning-museum.
El blog Full Suitcase contiene una entrada interesante, en https://fullsuitcase.com/norwegian-canning-museum-stavanger/.