La propia dificultad del viaje era uno de los motivos que me empujaron a realizarlo. Desde el final de la segunda guerra mundial, los principales aeropuertos de Groenlandia habían sido bases aéreas, construidas por el ejército de los Estados Unidos durante el conflicto. Ubicadas en lugares aislados y poco convenientes para moverse por la mayor isla del planeta. En 2019 el gobierno autónomo de Groenlandia decidió cambiar la situación, racionalizando la ubicación de los aeropuertos. Entre otros motivos, para favorecer el desarrollo del incipiente sector turístico. Si quería conocer de cerca Groenlandia, antes de que se convirtiera en otro destino masificado, debía darme prisa. Aunque, todo hay que decirlo, el clima ártico y la pandemia se encargaron de retrasar, tanto mis planes como los del gobierno, durante unos cuantos años.
Finalmente, la primavera de 2025 ofrecía un “punto dulce” difícilmente mejorable. Con el aeropuerto de Nuuk recién inaugurado, pero los de Ilulissat y Qaqortoq aún en obras. Ya no era necesario hacer escala en el apartado aeropuerto de Kangerlussuaq, con vuelos a precios desorbitados. Pero Nuuk aún no parecía estar en el objetivo de la grandes compañías de vuelos baratos. Tan solo era posible volar con Air Greenland, desde Copenhague, o Iceland Air, desde Islandia. Me decidí por la primera. Sobre todo por los precios y por no depender del siempre errático aeropuerto de Keflavik.
Primer salto, de Madrid a Copenhague. Un vuelo rutinario, de 2.061 kilómetros y 195 minutos, entre dos grandes aeropuertos europeos, sobrevolando lugares de sobra conocidos. Tanto desde tierra como desde el cielo. En cualquier caso, las nubes no tardaron en cubrir el paisaje. Tan solo comenzaron a despejar mientras sobrevolábamos la desembocadura del Rin. La única parte con un mínimo interés de todo el vuelo fue la aproximación al aeropuerto de Kastrup, sobre las islas y los estrechos que se extienden entre las penínsulas de Jutlandia y Escandinavia.
Poco antes de las seis estaba acomodado en la habitación del Comfort Hotel Copenhagen Airport, donde pasaría la noche. Podía haber hecho una breve escapada a Copenhague, pero era demasiado tarde para cualquier cosa que no fuera pasear por el centro de una ciudad que, en cualquier caso, había visitado por segunda vez unos pocos años atrás. Preferí reservar mis energías para los próximos días, que presumía intensos. Tras hacer alguna foto desde el hotel, cené, revisé el equipo fotográfico y me fui a dormir.
Al día siguiente, poco después de las ocho y media, estaba en la sala de espera, frente al Tuukkaq. El flamante Airbus 330-800neo, estrenado en noviembre de 2024 junto con la nueva pista, de 2.200 metros de longitud, del aeropuerto de Nuuk. De momento es el único avión de estas características con el que cuenta Air Greenland. Con una configuración, en clase turista, de 2-4-2, su capacidad es de 305 pasajeros y permite ofrecer vuelos entre Dinamarca y Groenlandia a unos precios razonables, en un avión impecable y cómodo. Lo cual no quiere decir que esté exento de problemas. Por ejemplo, el 6 de enero de 2025 el vuelo tuvo que regresar a Copenhague, tras sobrevolar Nuuk, al haber demasiado hielo en la pista. El día 7, se optó por aterrizar en el viejo aeropuerto de Kangerlussuaq. Hay quien opina que se debería haber construido una pista más larga, o haber optado por dos reactores de fuselaje estrecho.
Despegamos a las 10:45, para un vuelo que, a priori, parecía interesante. Sobrevolaríamos Dinamarca, el suroeste de Noruega, la islas Shetland, las Feroe, Islandia y, finalmente, la capa de hielo de Groenlandia, entre Ammassalik y Nuuk. En un avión que no llegaría al 75% de ocupación y en el que disfrutaba de un asiento de ventanilla, en el lado derecho, con el asiento contiguo vacío. Incluso podría trastear con la cámara, que llevaba en la mochila. Una vez más, el problema fueron las nubes, que cubrían el cielo desde el momento de despegar. Tras sobrevolar una grisácea Copenhague y tomar altura, buena parte del vuelo fue sobre un monótono mar de nubes bajas, extendiéndose hasta el horizonte.
Tan solo aclararon al llegar a Islandia. Una muestra más del voluble clima de la isla. Pude contemplar parte de la costa sur: Vestrahorn, Höfn y las enormes playas de arena negra que se extienden al oeste de esta última. Luego, más nubes, cubriendo la mayor parte del Vatnajökull, para volver a aclarar al oeste del glaciar. Lo justo para permitirme apreciar Kerlingarfjöll desde las alturas. Aunque, en realidad, lo que pude ver fue la inconfundible capa de nubes que suele cubrir uno de los lugares más fascinantes de la Tierra de Hielo. Después, más nubes.
A las 11:20, hora local, alcanzamos la costa suroriental de Groenlandia. Nuevamente sobre un mar de nubes. Cuarenta minutos más tarde, tras sobrevolar el extremo meridional de la segunda mayor capa de hielo del planeta sin poder distinguir su presencia, empezaba el descenso hacia Nuuk. Un descenso mágico, que me hizo olvidar en un momento los sinsabores del largo vuelo. El contraste entre la hiperurbanizada Selandia y los salvajes fiordos que se extienden al este de Nuuk no podía ser mayor. Había llegado a mi destino.
Tras aterrizar, hicimos el trayecto entre el avión y la terminal como antiguamente: caminando. Ni «finger», ni autobús. Ya no me acuerdo de la última vez en que había desembarcado así de un avión de línea regular. Y creo que nunca lo había hecho de uno de similares dimensiones. Aquello consiguió quitarme unos años de encima.
El aeropuerto de Nuuk fue construido en 1979, tras conseguir Groenlandia cierto grado de autonomía de Dinamarca. Al principio, contaba con una pista de 950 metros, lo que obligaba a que los vuelos transoceánicos utilizaran las pistas de Kangerlussuaq (2.810 metros) o Narsarsuaq (1.830 metros). Ambas, ubicadas en lugares un tanto aislados, ya que habían sido creadas como bases de la USAF. Aunque, en el caso de Kangerlussuaq, el emplazamiento contaba con una de las condiciones atmosféricas más estables de toda Groenlandia, perfectas para un aeropuerto. Por este motivo, Air Greenland se opuso desde un principio a los planes para la ampliación de Nuuk, que no se encuentra precisamente en el mejor lugar desde el punto de vista climatológico. Tras considerar diversas opciones, finalmente se impuso la política y en 2016 se tomó la decisión de ampliar la pista y construir una nueva terminal. Pista que fue inaugurada el 28 de noviembre de 2024.
Tras poco más de una hora de espera, llegó el tercer salto. En esta ocasión, un vuelo de 75 minutos entre Nuuk y Narsarsuaq, a bordo de un Dash 8-200. Uno de los ocho aviones que forman el núcleo central del transporte interno de Groenlandia. Con una capacidad de 37 plazas, la pequeña flota de turbohélices tiene una antigüedad que ronda los 28 años. La dificultad de encontrar aviones modernos con características similares es uno de los factores que ha empujado a la renovación de la red de aeropuertos de la isla.
Otro trayecto que comenzó volando entre nubes. Aunque, apenas diez minutos antes de aterrizar, la situación comenzó a cambiar. Al principio, era difícil apreciarlo. Al fin y al cabo, las nubes blancas no eran muy distintas de la descomunal superficie de hielo, también blanco, que cubre el centro de Groenlandia. Pero unos cuantos nunataks, o islas de roca rodeadas de hielo, vinieron en mi ayuda. Definitivamente, estábamos sobre la segunda capa de hielo más grande del planeta.
Justo a tiempo, pues en apenas unos segundos comenzó el descenso, a un paisaje aún más salvaje que en el anterior aterrizaje. Volábamos sobre un gran fiordo. Probablemente el Sermilik, con una asombrosa cantidad de hielo flotando sobre sus aguas. Desde el norte, llegaba otro fiordo, procedente del Eqalorutsit Kangilliit Sermiat, también conocido como Qajuuttap Sermia. Uno de los mayores glaciares del sur de Groenlandia, con un frente que llega a alcanzar los 400 metros de profundidad bajo el nivel del mar. El glaciar tiene un comportamiento extraño. Por una parte, parece ser uno de los pocos de Groenlandia que no ha retrocedido durante los últimos años. Por otra, se ha detectado agua dulce junto a su frente, incluso en pleno invierno. Señal inequívoca de un fuerte deshielo y presagio de futuros problemas.
Tras sobrevolar fugazmente Qassiarsuk, el antiguo Brattahlíð donde Erik el Rojo fundó el primer asentamiento noruego en Groenlandia, a las 15:34 aterrizábamos en Narsarsuaq. La pista fue construida en 1941. Durante la guerra, su principal misión era servir de escala a los aviones estadounidenses que se dirigían al frente occidental europeo. También se construyó un hospital de 600 camas, que fue ampliado a 1.000 durante la guerra de Corea. Alrededor, nació una pequeña ciudad, cuyo destino estuvo siempre ligado a los vaivenes de la base aérea, más tarde convertida en el principal aeropuerto del suroeste de Groenlandia. En la actualidad, apenas supera los 150 habitantes, que probablemente se verán reducidos tras la apertura del nuevo aeropuerto de Qaqortoq. Hay un museo sobre la historia de la base, un hotel y el Arboretum Groenlandicum, uno de los jardines botánicos más septentrionales del planeta. También cuenta con un pequeño puerto y una pista de 26 kilómetros que une el aeropuerto con Qassiarsuk. Quizá sea la «carretera» más larga de toda Groenlandia.
En todo caso, mi estancia en Narsarsuaq fue extraordinariamente fugaz. El tiempo justo para estirar las piernas en su diminuta terminal, antes de emprender el cuarto y último salto de mi viaje hasta Qaqortoq. En este caso, un vuelo en helicóptero, de 25 minutos y casi 60 kilómetros, sobrevolando los fiordos del antiguo asentamiento occidental de los noruegos, allá por la Edad Media. Podría haber realizado el trayecto en lancha, pero la diferencia de precio no llegaba ni a los 37 €. Además, ya había recorrido el Tunulliarfik en barco. Me decidí por la posibilidad de ver el mismo paisaje desde el cielo, en este caso a bordo de uno de los siete Airbus Helicopters H155 con que cuenta Air Greenland. Un helicóptero bimotor, con capacidad para dos tripulantes y 12 pasajeros.
La elección fue todo un acierto. Un vuelo sobre un paisaje salvajemente desolado, en el que finalmente las nubes se alternaban con los claros. En cualquier caso, el helicóptero volaba a escasa altura, muy por debajo de las nubes. Creo que no llegamos a superar los 500 metros, por lo que pude disfrutar de unas hermosas vistas. Primero el Tunulliarfik, para luego saltar al Kangerluarsuk y finalizar sobrevolando el Julianehåbsfjord. También pasamos muy cerca de Hvalsey, el último asentamiento noruego en la Groenlandia medieval, pero no logré distinguir el emplazamiento. Al final, el vuelo se me hizo corto. Aún más de lo que fue en realidad.
Aterrizamos a las cuatro y media de la tarde. Teniendo en cuenta la diferencia horaria, había tardado 29 horas y 40 minutos en ir desde el aeropuerto de Barajas al helipuerto de Qaqortoq. Aún tenía que llegar al hotel, dando un paseo de 750 metros. Pero la casualidad quiso que, de los cinco pasajeros que íbamos en el helicóptero, dos fuéramos de Madrid. Coincidí con un ingeniero que llegaba a Groenlandia para trabajar en las obras del nuevo aeropuerto de Qaqortoq, cuya apertura está prevista para 2026. La persona que fue a recogerlo se ofreció amablemente a acercarme hasta el hotel. Mi estancia en Qaqortoq arrancó de una forma que no había previsto: recorriendo sus polvorientas calles en uno de los desvencijados vehículos locales. No era un mal comienzo.
Para ampliar la información.
En inglés, encontrarás la web de Air Greenland en https://www.airgreenland.com/.
En https://www.airports.gl/en/ podrás actualizar la información sobre los aeropuertos de Groenlandia.
La alternativa al vuelo en helicóptero habría sido un trayecto en barco con Disko Line. Su web está en https://diskoline.gl/.
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