«¡Qué suerte, te vas a (pon aquí el lugar que quieras)!» es una frase que cualquiera que viaje con frecuencia por motivos laborales habrá escuchado en numerosas ocasiones. Mucha gente tiene tan arraigada la asociación entre viajes y ocio que no conciben uno sin el otro. Sin embargo, viajar por placer es una actividad que, salvo para las élites, resulta muy reciente. Quizá con la única excepción, en la era clásica, de los romanos extraordinariamente ricos, o de los hijos de las familias más acomodadas de Europa, a partir de la Ilustración, durante buena parte de la historia de la humanidad la inmensa mayoría de las personas tan solo viajaban cuando era imprescindible.
Marco Polo fue a China para comerciar. Ruy González de Clavijo a Samarcanda en una misión diplomática. Martín Ignacio de Loyola dio una de las primeras vueltas al mundo, entre 1581 y 1584, movido por su fe. Aunque hay excepciones como Ibn Battuta, antes de la invención del ferrocarril y el telégrafo viajar era tan caro, incierto y arriesgado, que pocos se atrevían a intentarlo, salvo por estricta necesidad. Hasta bien entrado el siglo XIX, la mayor parte de los viajes eran lo que hoy denominaríamos «viajes de trabajo». En la actualidad, estos son todavía más frecuentes. La diferencia está en que, tras la popularización del turismo de masas, se han convertido en una mera fracción del total.
Lo que no entiende la mayor parte de aquellos que solo viajan por ocio es la gran diferencia entre un tipo y otro de viaje. Cuando viajas por trabajo, no sueles elegir el lugar, ni el momento, ni la compañía, ni lo que vas a hacer allí. En muchas ocasiones, ni tan siquiera puedes escoger el alojamiento o el medio de transporte. Puedes acabar viajando a un sitio que aborreces, en compañía de alguien a quien detestas, para acabar durmiendo en un hotel abominable. Aunque, por fortuna, nunca he experimentado esta conjunción astral, he tenido que sufrir cada una de dichas circunstancias por separado. Todo ello, para llegar a un lugar extraño, fuera de tu zona de confort, y tener que trabajar cada día 10, 12 horas o las que hagan falta, con el fin de volver a casa con los deberes bien hechos. Entre otros motivos, porque era la mejor garantía de no tener que repetir un viaje a los infiernos.
Y sin embargo, algunos de mis mejores recuerdos tienen su origen en viajes de trabajo. Todo depende del tiempo libre de que dispongas, de tu actitud ante las circunstancias y, también hay que decirlo, de la suerte que tengas. Si consigues tener la fortuna de que todo venga de cara, un viaje laboral te brindará oportunidades que muy difícilmente tendrás viajando por placer. Empezando por la facilidad para conocer gente del lugar que visitas. Personas ajenas al sector turístico, que generalmente estarán encantadas de agasajarte y mostrarte lo mejor de su ciudad. Lo sé de primera mano, pues cuando he estado en ese lado de la barrera, me he comportado así.
Además, viajar por motivos laborales te permite conocer un lugar de una forma diferente, mucho más parecida a la manera en que lo experimentan sus residentes. Recuerdo mi último viaje a París. Una ciudad en la que había estado tres veces por turismo, sin lograr descubrir sus encantos. Mi cuarto viaje fue por trabajo. Pasé cuatro noches en un pequeño hotel cerca de Opera. Todas las mañanas me levantaba, desayunaba un cruasán en un pequeño café de la plaza Saint-Georges y, como un parisino más, subía al metro rumbo a la puerta de Versalles. Por la tarde, aprovechaba para recorrer tranquilamente la ciudad. Montmartre, los Campos Elíseos, Trocadero… Paseos sin prisas ni rumbo fijo, por un hermoso París otoñal, prácticamente vacío de turistas. Disfruté más en esas cuatro tardes que en todos los viajes anteriores.
O un extraño viaje a Omán, pagado por una de las mayores empresas de España. El cliente, que también fue nuestro anfitrión, era una de las personas más influyentes del país. Nos agasajó hasta un punto asombroso. Entre otras cosas, siempre disponíamos de dos enormes 4×4, choferes incluidos, para ir allá donde quisiéramos. Pero lo mejor fue la última tarde, disfrutando de una auténtica cena beduina, no un pastiche prefabricado para turistas. Cruzamos las montañas que flanquean Salalah, con el sol deslizándose más allá de las infinitas estepas de Dhofar. Mientras preparaban la «mesa», que en realidad era una gran superficie de alfombras y varios cojines para cenar en el suelo, llegó la hora de la Magrib, la oración del ocaso. Fue un momento mágico, con los omaníes entonando sus rezos, mientras el sol se ocultaba tras un horizonte amarillento, tamizado por el polvo del no tan lejano desierto de Rub al-Jali. Después, cenamos a la luz de candiles, pues el lugar era tan remoto que no había electricidad. Fue una experiencia tan irrepetible como inolvidable.
Mucho más cerca de casa, tampoco se quedó atrás un brevísimo viaje al Marquesado, en la provincia de Granada. Poco después de su cierre, en 1996, se puso en contacto conmigo el que había sido último ingeniero de la mina de Alquife. Querían convertir la explotación abandonada en una mezcla entre museo y centro de ocio. Aquello tenía muy mal aspecto. Problemas legales, falta de financiación, etc. Pero era una ocasión única de conocer un espacio tan singular como inaccesible. Organicé una visita aprovechando un viaje a Málaga. Visita que acabó siendo todo un lujo. Recorrimos los restos de la explotación de la Edad de Bronce, las viejas galerías y la moderna mina a cielo abierto. Con casco, lámpara frontal y las explicaciones de la persona que mejor conocía los entresijos del lugar. Mi único temor, mientras nos adentrábamos cada vez más en el laberinto de túneles, era que nuestro guía tuviera algún problema. Llegó un momento en el que estábamos tan desorientados que, sin su ayuda, habría sido imposible encontrar el camino de vuelta a la superficie.
En otras ocasiones, viajar por trabajo te permite ir a un lugar una y otra vez. Por ejemplo, Madeira. Una isla a la que había viajado en una ocasión por turismo y que, al contrario que París, me deslumbró desde el primer momento. Antes incluso del complicado aterrizaje. Años después, participé en un proyecto de parque temático en Santana, al norte de la isla, que me obligó a viajar a Madeira en cuatro o cinco ocasiones. Ya no recuerdo el número exacto. En cambio, recuerdo perfectamente los días que pasé allí. Al no disponer de coche, pues siempre me iban a recoger al aeropuerto, mi mundo quedaba reducido a un estrecho perímetro en torno al hotel. No necesitaba más. Tampoco me hacía falta un despertador. Todas las mañanas me despertaba el gallo de una granja cercana. Después, íbamos a trabajar paseando entre los floridos arbustos que delimitan los campos del norte de Madeira. Por la tarde, en mi tiempo libre, daba un largo paseo hasta algún mirador. Santana está junto al mar, pero a más de 500 metros de altitud. Las vistas sobre los acantilados, el sol iluminando el mar junto a la agreste costa nororiental de Madeira, el aire fresco y cargado de humedad, la sensación de tranquilidad… Difícil encontrar mejor lugar para evadirte de la vorágine de Madrid.
A lo largo de una larga carrera profesional, que se acerca inexorablemente a su fin, he realizado incontables viajes por trabajo. Bastantes más que por placer. Desde lugares lejanos, como Dallas, Dubai o Hong Kong, hasta otros mucho más próximos, como Lisboa, Barcelona o San Sebastián. Algunos los visité en numerosas ocasiones, llegando a conocerlos profundamente mientras forjaba estrechas amistades. Otros, tan solo una vez. De unos pocos, que podría contar con los dedos de una mano, guardo malos recuerdos. El trabajo se torció, me vi obligado a tratar con algún idiota (una especie que, por desgracia, está extendida por todo el planeta) o simplemente tuve mala suerte. Sin embargo, mirando atrás el balance ha sido claramente positivo. Quizá haya influido trabajar en un sector un tanto atípico, teniendo la posibilidad de estar en lugares tan diversos como extraños. O quizá mis buenos recuerdos no sean más que un fruto del sesgo de mi memoria selectiva. En cualquier caso, los humanos somos lo que recordamos y no aquello que, consciente o inconscientemente, acabamos olvidando. Prefiero quedarme con lo mejor.