La excursión comenzó con mal pie. Una vez más, había quedado con Sergio y Nuria, dos barceloneses de viaje por la zona, para realizar el viaje juntos. Intentamos hacer la excursión a primera hora de la mañana, pero no fue posible: no quedaban plazas. Algo realmente extraño en Ilulissat a principios de junio. Así que acabamos apuntándonos a la segunda salida, a las 13 horas. Unos minutos antes, estábamos en el «muelle turístico», en la orilla septentrional del puerto. Un muelle que estaba bastante más vacío de lo habitual. Tan solo había una persona por las inmediaciones, que resultó estar esperando uno de los barcos de Disko Line. Después, nos quedamos completamente solos. Dado que se requería un mínimo de cuatro personas para hacer la excursión, era evidente que algo no encajaba.
El misterio se desveló en una visita a la oficina de Unique Tours. La persona encargada de gestionar las reservas estaba de baja y su sustituto se había liado con el calendario. En cualquier caso, teníamos una excursión pagada. La solución que nos ofrecieron fue esperar unos minutos a que llegara un barco procedente de otra excursión, con el que nos llevarían hasta Ilimanaq. Al final, el error fue un golpe de suerte, al menos para nosotros. De no haberse producido, nos habríamos quedado sin excursión. Finalmente, con más de una hora de retraso, lográbamos subir al Leia y emprendíamos la ruta hacia el sur.
Ruta que fue toda una delicia. El día era gris, pero suficientemente luminoso. Navegábamos a escasa distancia de los icebergs del Kangia, mucho más cerca que durante nuestra llegada a Ilulissat, a bordo del Sarfaq Ittuk. Aunque nunca llegamos a internarnos en el laberinto de hielo, como en nuestra primera excursión por las aguas de la bahía, también a bordo del Leia, durante un mágico atardecer ártico.
Que no nos adentráramos entre los grandes icebergs no implicaba que navegásemos por mar abierto. Entre el frente de hielo y las aguas de la bahía se extendía una zona ambigua, de transición, cuajada de pequeñas placas de hielo, entre las que había algún iceberg de reducidas dimensiones. Probablemente, trozos desprendidos de alguna de las grandes montañas de hielo que separan el Kangia de Ilulissat de la bahía de Disko. Nuestro joven patrón, el mismo con el que habíamos hecho las dos excursiones anteriores en barco, los sorteaba sin demasiados problemas. Al fin y al cabo, llevaba navegando por aquellas aguas desde que era un niño.
En poco más de media hora, estábamos en Ilimanaq. El Leia abarloó en un diminuto muelle y saltamos a tierra. No sin antes intercambiar los números de teléfono, por si surgía algún otro imprevisto, y concretar la hora en que nos recogerían: las ocho de la tarde. Después, el barco enfiló hacia el norte y se perdió entre los mismos hielos que acabábamos de atravesar.
Tras la marcha del Leia, nos quedamos completamente solos, en medio de un silencio sepulcral. Aunque era evidente que el lugar estaba habitado. Podíamos ver luz en el interior de la tienda local de Pilersuisoq, que también parecía hacer de oficina postal. Para empezar, decidimos dar cuenta de unos sándwiches, aprovechando las mesas que había sobre una plataforma de madera, con unas vistas espléndidas. Parecían pertenecer a un edificio cercano, con aspecto de restaurante. Aunque estaba cerrado y no logramos encontrar a nadie en sus inmediaciones.
Después, comenzamos a explorar el lugar. No había un alma por las calles, aunque las señales de vida estaban por todas partes. Ropa tendida, perros de trineo, humo saliendo de alguna chimenea… Como tantos pequeños asentamientos de Groenlandia, el lugar era un tanto caótico. Un conjunto de casas dispersas, unidas por una red de «calles» que en realidad formaban una combinación anárquica de tramos de hormigón, pasarelas de madera, caminos de tierra y charcos. Aquí no había escaleras remontando las colinas de roca. Ilimanaq está en un emplazamiento que, para lo habitual en la isla, se podría calificar como llano. Todo ello, con la bahía de Disko y sus icebergs como telón de fondo.
Mientras nos adentrábamos en el lugar, la presencia humana se hizo más palpable. Una silueta pasando fugazmente frente a una ventana, un par de niños jugando con un perro, una pareja llegando a su casa en un quad… Junto con alguna moto de nieve, el único tipo de vehículo motorizado que vimos en el lugar. En Groenlandia, apenas hay carreteras. Ilimanaq no es una excepción y la única forma de salir del asentamiento es en helicóptero o barco. También hay algunas sendas, pero ninguna lleva muy lejos. Hacia el norte, el Ilulissat Kangerlua forma un foso infranqueable. Hacia el este, más allá de una tupida red de pequeños lagos, nos daremos de bruces con Sermersuaq, la segunda mayor capa de hielo del planeta. Tan solo sería posible ir hacia el sur, hasta Qasigiannguit, en una caminata que se tarda un par de días en completar.
Nuestro paseo, bastante más breve, nos llevó hasta el cementerio. El más desolado entre todos los cementerios que pude ver en Groenlandia. Y el listón estaba bastante alto. A la aspereza del terreno y la hipnótica simetría de las cruces, aquí se unían el silencio más absoluto, la soledad y el imponente fondo de icebergs, para crear unas sensaciones difíciles de describir, donde la fascinación se entrelazaba con la melancolía.
Ilimanaq fue fundada en 1741 como Claushavn, nombre que parece proceder del ballenero holandés Klaes Pieterz Torp. Aunque, para entonces, los holandeses habían sido derrotados por los daneses en una pequeña batalla naval, en las inmediaciones de Ilulissat, y estaban abandonando la zona. En 1751 los Egede construirían un edificio, que haría simultáneamente las veces de misión y establecimiento comercial. Junto con una tienda de comestibles, levantada en 1778, forma el diminuto núcleo histórico de Ilimanaq.
El edificio, hecho levantar por Poul Egede, hijo del fundador de Nuuk, también fue utilizado como iglesia hasta que, en 1908, se construyó el templo actual. Aunque apenas tiene 45 m², es suficiente para los 56 habitantes con que cuenta Ilimanaq, principalmente dedicados a la caza, la pesca y un incipiente sector turístico. En contra de lo habitual en Groenlandia, encontramos la iglesia abierta y pudimos visitar brevemente su interior.
Los dos edificios históricos fueron adquiridos en 2014 por la sociedad filantrópica Realdania By & Byg y sometidos a una profunda restauración. En la actualidad, son el corazón de un proyecto turístico, del que también forman parte las 15 cabinas de lujo, construidas en 2017 por World of Greenland. Una empresa que es parte del grupo Air Greenland y cuya labor se podría comparar a la que realiza Paradores en España. Contando con el apoyo del municipio, buscan dar nueva vida a un asentamiento que, a la larga, parecía condenado a desaparecer.
El conjunto de cabinas, que recibe el nombre de Ilimanaq Lodge, tenía un aspecto magnífico. Aún no había comenzado la temporada turística, por lo que no estaban operativas. Aunque era evidente que las estaban preparando para su apertura en apenas unos días. En cualquier caso, pudimos curiosear libremente por sus inmediaciones y disfrutar de las espléndidas vistas sobre el frente helado del Ilulissat Kangerlua. Y quedan como una excelente opción si algún día regreso a la bahía de Disko.
Ilimanaq puede ser una buena base para pasar al menos alguna de tus noches en la zona. Mucho más tranquila y menos turistificada que Ilulissat. Pese a su incomunicación, es perfectamente posible ir caminando hasta el extremo meridional del frente helado del Kangia, o hacer una excursión, en quad y lancha, hasta el Saqqarliup Sermia. Por no hablar de una fauna que, para lo habitual en Groenlandia, se puede calificar como abundante. A pesar de no haber comenzado realmente la temporada, en las pocas horas que pasamos en Ilimanaq pudimos ver aves de diversas especies. Tuvimos menos suerte con los zorros árticos o la manada de bueyes almizcleros que, según dicen, aparece en ocasiones por la zona. Tampoco vimos ninguna liebre ártica, aunque debimos pasar por una zona donde debían ser abundantes, pues había numerosos excrementos esparcidos por la tundra.
A las ocho en punto, subíamos de nuevo al Leia. Nuestras cinco horas en Ilimanaq habían sido una maravilla. Recorriendo uno de los asentamientos más pequeños de la bahía. Un lugar que, al menos fuera de temporada, era un auténtico remanso de paz. Mucho más «groenlandés» que Ilulissat. Y muchísimo más fotogénico. Acabé haciendo 150 fotos. Algunas de ellas, de las mejores que he logrado en un núcleo urbano de Groenlandia. Sin la menor duda, la excursión a Ilimanaq había sido todo un acierto.
En cualquier caso, aún no habíamos terminado. Para regresar al puerto de Ilulissat, teníamos que volver a recorrer el frente del fiordo de hielo, esta vez en sentido norte. Al menos, eso pensábamos. Pero el destino nos tenía reservada una última sorpresa. Un perfecto epílogo con el que cerrar aquella que acabaría siendo la mejor excursión de mi viaje por Groenlandia. Y una magnífica demostración de que no todo lo que empieza mal, tiene por qué acabar de igual forma.
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Para ampliar la información.
En inglés, la página sobre Ilimanaq en la web de Visit Greenland está en https://visitgreenland.com/destinations/ilimanaq/.
Hicimos la excursión con Unique Tours (https://uniquetours.gl/tours/), aunque la información está un poco escondida, en la parte baja de la página.
Otra opción es ir en la linea regular de Disko Line: https://www.diskoline.gl/timetable.
La página de Topas Travel está dedicada a promocionar excursiones por Ilimanaq, pero también contiene información interesante sobre el lugar: https://www.greenlandbytopas.com/ilimanaq-uk/.
En https://worldofgreenland.com/en/ilimanaq-lodge/ encontrarás información sobre Ilimanaq Lodge.















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