Mi estancia en Ilulissat se acercaba inexorablemente a su fin. Aquella tarde sería la última oportunidad de recorrer la parte «civilizada» de la senda azul. Aquella que termina a escasos metros del mirador sobre el fiordo de hielo. Un espacio fascinante, que me había deslumbrado desde mi primera visita. El hecho de que fuera posible ir dando un paseo desde el hotel hacía que, al menos a mis ojos, el lugar fuera aún más mágico. Quería despedirme de él adecuadamente.

Llegando a la ensenada

Llegando a la ensenada.

Había vuelto a ponerme de acuerdo con Sergio y Nuria, los dos barceloneses con los que me había encontrado fortuitamente en Nuuk. Para hacer tiempo y aprovechar mejor la tarde, quedamos en vernos a las seis en la pequeña bahía que hay frente a la iglesia de Zion. Preferí llegar un poco antes y pasar un rato sentado en el mismo banco, ubicado entre la iglesia y el mar, donde había estado durante mi primer paseo por Ilulissat.

HIelo y roca desde el banco

HIelo y roca desde el banco.

Esta vez, no había niños jugando en la orilla. El lugar era un auténtico remanso de paz. Una pequeña joya, que en cualquier otra ciudad del mundo sería una visita destacada. En Ilulissat, queda completamente eclipsado por el impresionante espectáculo de la naturaleza que hay apenas dos kilómetros más al sur.

Hielo traicionero

Hielo traicionero.

Además de los icebergs que flotaban indolentemente frente a la costa, atrajo mi atención el contraste entre las tramas de colores de las rocas y unas curiosas planchas de nieve helada. Planchas que tenían su origen en la marea alta, cuando el agua del mar se había congelado, formando una costra blanca que recorría buena parte de la ensenada. Tan extraña como traicionera, pues desde el lado de tierra parecía una zona nevada más, cuando en realidad era una fina capa de hielo, incapaz de soportar el peso de una persona.

Desde la colina del hospital

Desde la colina del hospital.

Cuando llegaron mis acompañantes, aún pasamos un rato recorriendo los recovecos del lugar. Buscando nuevos encuadres y disfrutando del espléndido clima. Acabamos subiendo a la colina del hospital, desde donde era perfectamente visible el no tan lejano frente de hielo del Ilulissat Kangerlua. Nuestro auténtico objetivo para esa tarde.

Zions Kirke desde el sur

Zions Kirke desde el sur.

Después, emprendimos la marcha hacia el mirador sobre el fiordo de hielo. Esta vez, decidimos atajar por una de las escaleras de madera que remontan la colina al sur de la ensenada, brindándonos una nueva perspectiva sobre Zions Kirke y su áspero entorno.

Llegando a Sermermiut

Llegando a Sermermiut.

A las ocho en punto estábamos frente a la ensenada de Sermermiut. La luz era increíblemente suave. No había el menor indicio de un espectacular atardecer, como el que había disfrutado durante mi primera tarde en Ilulissat, pero tampoco rastros de la niebla que había arruinado la tercera y complicado la cuarta.

Frente al fiordo de hielo

Frente al fiordo de hielo.

Veinte minutos después, estábamos frente al fiordo de hielo. A pesar de ser mi tercer paseo hasta aquel mirador en concreto y, si contamos las visitas en barco y por la senda amarilla, mi sexta aproximación al fiordo, era imposible no quedar enmudecido ante la grandiosidad del lugar. El entorno del Kangia resultaba tan impresionante como siempre. Aunque estaba algo cambiado respecto a nuestra excursión de la tarde anterior. Probablemente, tendría algo que ver el enorme estruendo que habíamos podido escuchar mientras remontábamos la cuesta, entre Sermermiut y el mirador. La diferencia más evidente era la desaparición del extraño lago que horadaba uno de los grandes icebergs del muro de hielo. Fue una lástima no llegar quince minutos antes y haber podido contemplar su colapso.

Volando hacia la bahía de Disko

Volando hacia la bahía de Disko.

En cualquier caso, no era un buen momento para lamentaciones. Al fin y al cabo, teníamos el inmenso privilegio de estar frente a uno de los paisajes más imponentes del planeta, con un clima y unas condiciones de luz más que adecuados y prácticamente solos. Apenas tardamos unos minutos en tener los drones volando sobre el extraño caos de hielo y agua.

Regresando hacia el norte

Regresando hacia el norte.

Manejar un dron sobre el Kangia, aun con unas buenas condiciones, supone un pequeño reto. En primer lugar, el fiordo está a escasos metros del límite de seguridad del aeropuerto de Ilulissat. Es perfectamente legal volar hacia el sur, pero en el regreso estarás continuamente recibiendo avisos de que te acercas a una zona restringida. No es peligroso, pero sí molesto. Lo mismo ocurre con la altura máxima de vuelo, limitada a 50 metros, al estar justo bajo la ruta de aproximación del aeropuerto. Al menos en un dron de DJI, cuando la alcances estarás continuamente recibiendo avisos. Aquí la solución fue muy sencilla: configuré la altura algo por encima del límite legal, controlándola a mano. Luego están las temperaturas, que pueden acortar la vida de tus baterías. Aunque aquella tarde estaban en el entorno de un grado sobre cero, por lo que la diferencia no era apreciable. Y la señal GPS, que en latitudes árticas comienza a ser poco fiable y te puede dar algún disgusto, sobre todo si el dron hace un retorno automático. Pero el auténtico problema es volar sobre el agua, donde cualquier error podía ser fatal.

Los lagos azules

Los lagos azules.

A pesar de todo, disfruté como pocas veces volando el dron. Sin viento, sin obstáculos y sin gente curioseando alrededor. Sobre un entorno excepcional, iluminado por una luz suave, bajo un cielo algo plomizo, pero que aún lograba mantener ciertos matices. Y acompañado por una persona con un dron mucho mejor que el mío y con mucha más experiencia volándolo. Sus consejos y descubrimientos fueron de gran ayuda, durante las horas que pasamos frente al fiordo. Por ejemplo, fue Sergio quien descubrió los tres preciosos lagos color turquesa sobre un lejano iceberg, justo en el límite del alcance de mi dron.

Entre vuelos, cambios de batería y pequeños descansos, acabamos pasando más de dos horas frente al Kangia, mientras la luz disminuía y las pocas personas que había por la zona emprendían el regreso a Ilulissat. Hasta Nuria terminó marchándose, tras pasar casi una hora en el mirador, un tanto aburrida de los dos locos de la fotografía con los que había ido hasta el fiordo.

El tramo de madera de la senda azul a vista de dron

El tramo de madera de la senda azul a vista de dron.

Aquella sería mi última excursión al mirador de la senda azul. Aunque no mi último día en Ilulissat. Al día siguiente, el plan era hacer una excursión en barco hasta Ilimanaq, al sur del fiordo de hielo. Lo que me brindaría la oportunidad de recorrer el frente del Kangia en dos ocasiones. Parecía una buena forma de despedirme de la bahía de Disko. Acabaría siendo la mejor excursión de todo mi largo viaje por Groenlandia.

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Para ampliar la información.

Viaje al Patrimonio tiene una entrada sobre el fiordo: https://viajealpatrimonio.com/listing/fiordo-helado-de-ilulissat/.

En inglés, la web oficial del Ilulissat Kangerlua, con información sobre el centro de visitantes y el acceso por las sendas, está en https://kangia.gl/en.

Visit Greenland tiene una entrada sobre el vuelo de drones en Groenlandia: https://traveltrade.visitgreenland.com/latest-news/flying-drones-in-greenland/.

Aunque siempre es interesante consultar la web oficial,  por si ha habido algún cambio. Puedes verla en https://www.en.droneregler.dk/drone-flying-abroad/drone-flying-in-greenland.