Durante los días claros, la isla de Tabarca es perfectamente visible desde Alicante. Un pequeño abultamiento justo sobre la línea del horizonte, con tres protuberancias algo más elevadas, situado a la izquierda del cabo de Santa Pola. De pequeño, recuerdo fantasear imaginando que se trataba de un gigantesco submarino. Aunque, todo hay que decirlo, en Alicante los días con la atmósfera limpia son más la excepción que la norma. Es bastante habitual que la calima o la bruma enturbien el horizonte, haciendo imposible contemplar la isla.
Tabarca apenas tiene una superficie de 30 hectáreas, habitadas por medio centenar de personas. Algunos quieren ver en Tabarca la Planesia mencionada por Estrabón en su Geografía. De hecho, en la zona también es conocida como Illa Plana. Pese al hallazgo de algunas ánforas romanas y a varios planes para construir fortificaciones entre los siglos XIV y XVII, la isla parece haber permanecido despoblada hasta bien entrado el XVIII. La ausencia de manantiales y los escollos que la rodean hacían poco atractivo habitarla. Tan solo servía de base ocasional para los piratas berberiscos, que periódicamente asolaban el Alacantí y el Bajo Vinalopó.
Mientras tanto, en otra isla del Mediterráneo, más de 800 kilómetros al este, se desarrollaba una historia trágica. En 1540 una familia genovesa, los Lomellini, logró hacerse con el control de la isla tunecina de Tabarka. La isla fue colonizada con habitantes de Pegli, en Liguria, que se dedicaron a la extracción de coral y al comercio. El agotamiento del coral y el empeoramiento de las relaciones con los tunecinos hicieron que los Lomellini perdieran el interés por la isla, que terminó siendo ocupada en 1741 por el bey de Túnez. Los habitantes de Tabarka, reducidos a la esclavitud, pasaron por numerosas penalidades, para terminar siendo vendidos en 1756 al bey de Argel. En 1768 la corona española pagó el rescate de los 323 que aún permanecían cautivos. Una vez en la península, se decidió trasladarlos a la actual Tabarca, que entonces era conocida como Isla de Santa Pola. La idea era que, junto con las nuevas fortificaciones que se construirían, la presencia de una población estable favoreciera la defensa de la isla.
Se edificaron murallas, baluartes, aljibes, almacenes, una iglesia, viviendas para los colonos… Todo lo necesario para, desde la nada, crear una pequeña comunidad más o menos autosuficiente. En 1770 se instalaron los nuevos pobladores, que a esas alturas habían quedado reducidos a 296. A pesar de los siglos y de cierta hispanización, aún es evidente el origen ligur de los apellidos más comunes en la isla, como Capriata, Colomba o Russo. Sin embargo, Nueva Tabarca no logró prosperar. El terreno pobre, la falta de precipitaciones y la escasa pesca condenaron a sus habitantes a una vida de subsistencia. En 1835 pierden los privilegios otorgados por Carlos III. En 1850 se retira la guarnición. Tan solo la construcción de un faro, en 1854, señala que una España en permanente crisis no había abandonado Tabarca a su suerte.
El faro, con una cadencia de dos minutos y un alcance de 20 millas náuticas, fue un alivio para la navegación en la zona. La escasa elevación de la isla, que apenas llega a los 15 metros, causaba numerosos naufragios. El faro logró reducir su número, pero no logró evitar que siguieran produciéndose ocasionalmente. En 1917, en plena primera guerra mundial, un submarino alemán torpedeó a un mercante inglés en aguas de la isla. Al año siguiente, se aumentó la potencia del faro. Desde entonces, tan solo ha naufragado un barco en aguas de Tabarca: el Scutí, un 18 de noviembre de 1922. El faro se automatizó en 1927 y su último farero partió en 1943.
En la actualidad Tabarca apenas tiene 51 habitantes. La isla vive de la pesca y, cada vez más, del turismo. Administrativamente sigue dependiendo de Alicante. El edificio del ayuntamiento, construido durante el siglo XVIII, jamás llegó a ejercer sus funciones. En 1983 las aguas que rodean Tabarca fueron declaradas reserva marina. Con una extensión de 1.754 hectáreas, su mayor cometido es la preservación de las espléndidas praderas de Posidonia oceanica, vitales para la fauna marina de la zona. Por lo demás, aunque no faltan los planes para la reactivación económica de la isla, Tabarca sigue siendo un lugar tranquilo. Excepto en los meses de verano, cuando llega a recibir 3.000 visitantes diarios.
Mi segunda visita a la isla vino de la mano de un viaje de trabajo. Aprovechando que tenía que ir a Alicante, me organicé para prolongar mi visita durante el fin de semana y que Olga fuera desde Madrid. También conseguí que el viaje coincidiera con el primer fin de semana de marzo. El primero en el que entonces viajaban las «golondrinas» desde el puerto de Alicante hasta la isla. Durante el resto del año, la única forma de llegar a Tabarca en transporte público era desde la más cercana Santa Pola. Poco después de las once de una espléndida mañana de inicios de la prematura primavera de Levante, un Kon Tiki Dos prácticamente vacío navegaba por las tranquilas aguas del puerto de Alicante, rumbo a mar abierto.
En poco más de una hora estábamos en Tabarca, sin un plan determinado, más allá de dar un paseo por sus tranquilas calles y tomar el típico caldero de la isla. Una deliciosa receta a base de de arroz, con patata y pescado de roca local. Por tanto, lo primero fue ir a La Almadraba a encargar el arroz y reservar una mesa en la terraza, con vistas a la Caleta, el diminuto puerto de la isla. Presumíamos que no habría el menor problema con la mesa, pero queríamos asegurarnos el arroz.
Después, dimos un paseo por una Tabarca prácticamente vacía, en un día inusualmente claro. Desde las viejas murallas, podíamos contemplar un buen tramo de la costa alicantina. La Carrasqueta, el Puig Campana y la sierra de Bernia llenaban el horizonte hacia el norte, por encima de un sereno mar azul. Habíamos tenido la suerte de acertar con un día perfecto para la breve excursión.
Hacia el sur, más allá de unas aguas transparentes salpicadas de escollos, se extendía un paisaje que no me era tan familiar. Sin duda, se trataba de la costa de la Vega Baja del Segura, la comarca más meridional de la Comunidad Valenciana, y de la adyacente costa murciana. Una tierra baja, en la que las montañas se encuentran tierra adentro y son bastante más difíciles de identificar.
Tras dar un tranquilo paseo por calles desiertas, a las dos estábamos comiendo, en un restaurante en el que éramos los únicos clientes. Tan solo nos acompañó un gato, que se acercó por allí a probar suerte. En aquel momento, los felinos no parecían ser un problema en la isla. Apenas veríamos media docena. Desde entonces la situación parece haber empeorado. Una sobreabundancia de gatos asilvestrados no parece la mejor receta para mantener el frágil equilibrio ecológico de una isla declarada Zona de Especial Protección para las Aves.
Terminada la comida, todavía disponíamos de una hora libre. Decidimos dar un breve y aún más tranquilo paseo por el este de la isla. Tabarca se divide en dos partes, unidas por un istmo. En la menor, al oeste, se encuentran el núcleo urbano y su perímetro defensivo. La mayor está mucho más asilvestrada, aunque contiene el faro y el cementerio. Además del castillo de San José, que en realidad es una torre defensiva. Proyectada por Baltasar Ricaud en 1789, fue levantada al año siguiente. Terminó utilizándose como prisión durante la primera guerra carlista. En 1838 serían fusilados frente a la torre 18 suboficiales del ejercito del autoproclamado Carlos V.
Poco después de las cuatro estábamos de vuelta en el puerto, donde la Kon Tiki Dos comenzaba a recoger a su escaso pasaje. Mientras tanto, el día estaba cambiando. Un viento de poniente, cada vez más fuerte, arrastraba pequeñas nubes por el cielo, mientras revolvía el mar. La travesía de vuelta fue bastante más movida (y divertida) que la de ida. También fue algo más larga. En cualquier caso, veinte minutos antes de las seis atracábamos en los muelles de Alicante.
Terminó así mi segunda (y de momento última) excursión a Tabarca. Aún más breve que la primera, en realidad estábamos más interesados en el paseo en barco y el arroz, que en volver a recorrer sus calles. Era una buena forma de calmar dos de mis mayores añoranzas, viviendo en medio de la meseta castellana. En cualquier caso, fuera de temporada Tabarca es un lugar asombrosamente apacible. Apenas hay vehículos a motor y tampoco te cruzarás con muchas personas. Ni verás grandes edificios, más allá de sus murallas y la iglesia de San Pedro y San Pablo, finalizada en 1776. A finales de invierno, para un alicantino exiliado en Madrid, fue un agradable paréntesis en un Mediterráneo de un intenso color azul, como pocas veces recuerdo haber visto en Levante.
If you see this after your page is loaded completely, leafletJS files are missing.
Para ampliar la información.
Aunque está mucho más orientada al turismo, también puede ser interesante visitar https://laisladetabarca.com.
La sección sobre la isla en la web oficial de turismo de Alicante está en https://alicanteturismo.com/isla-de-tabarca/.
La página Fortificaciones de España tiene una reseña de la torre de San José: https://castillosricsol.es/torre-de-san-jose/.
En la web de Kon Tiki puedes consultar horarios y precios para ir desde Alicante: https://cruceroskontiki.com/.














Qué delicia ha sido acompañarte en este viaje —o más bien, en esta travesía emocional— hacia Tabarca. Hay algo entrañablemente absurdo y profundamente humano en tardar medio siglo en visitar una isla que casi puedes ver desde casa, y luego volver como quien cumple una vieja deuda con el mar. Me encantó cómo entrelazas el recuerdo infantil, el polvo de los archivos históricos y el aroma inconfundible de un buen caldero. Has conseguido que una excursión de fin de semana se lea como una pequeña novela de descubrimientos, reencuentros y gatos oportunistas.
Además, tienes el don de contar la historia sin que parezca que estás dando una lección, aunque uno termina sabiendo más de lo que sabía al empezar. La historia de los ligures, los naufragios, los faros y los silencios ventosos de Tabarca fluyen con naturalidad entre observaciones personales y paisajes que uno casi puede oler. Has conseguido algo que no es nada fácil: que al terminar de leer, uno tenga ganas de cerrar el portátil, hacer la maleta y buscar la próxima golondrina. Gracias por eso.
Gracias Héctor. De todas las entradas que llevo escritas para la serie «Recuerdos» (que son más de las publicadas actualmente), quizá esta sea la más cargada de añoranza. Nostalgia de una vida que pudo ser, y no fue, junto a la orilla del Mediterráneo. Tampoco voy a quejarme. Vivir en Madrid me ha brindado otras oportunidades y, sobre todo, me ha empujado a emprender viajes que quizá no habría realizado residiendo en Alicante.
Ya te digo yo que no querido Isaac. Naciste alicantino pero eres madrileño y como bien dices eso te ha permitido descubrir unos horizontes que no digo imposible, pero sí mucho más difíciles de descubrir desde aquí.
Iba a hacer un comentario a tu entrada pero después de leer de Héctor poco más puedo añadir, la próxima vez que vengas avisa y te contaré una historia de cómo casi me mato en el puerto de Tabarca
Quizá tengas razón. Como siempre.