Una de las señales de que te haces mayor llega cuando, en cualquier reunión, buena parte de los asistentes tienen edad para ser tus hijos. Hace unos días, al final de una charla informal en la que acabamos hablando de viajes, una chica que incluso podría ser mi nieta, me asaltó con una pregunta inesperada: ¿y tú, cuántos países conoces? Pregunta que me dejó completamente enmudecido. Y a mi interlocutora visiblemente decepcionada, ante mi incapacidad para articular una respuesta. «Se le va la olla», debió pensar. Y tenía razón. Mientras ella me observaba con gesto de extrañeza, mi mente comenzó a vagar sin rumbo, intentando dar sentido a una cuestión que, con toda probabilidad, había sido lanzada al aire sin la más mínima reflexión.

Como en casi todas las preguntas, la posible respuesta tenía muchos más matices de los que mi joven interlocutora podía adivinar. El primero, pensar que el número de países es una buena forma de medir el mundo que uno conoce, como si las naciones fueran cromos. ¿Es lo mismo Rusia que la Ciudad del Vaticano? ¿Podemos comparar Mónaco con Canadá? Europa es el paradigma de la fragmentación política, con una cifra de estados que ronda el medio centenar. Sin embargo, podrías estar en 49 de estos países y haber explorado menos territorio que si tan solo hubieras visitado Rusia, Canadá, Estados Unidos, China, Brasil o Australia.

A lo que debemos añadir la dificultad para definir qué es un país. ¿El reino formado por Dinamarca, las Islas Feroe y Groenlandia, cuenta como uno, o como tres? ¿Y las islas periféricas del Reino Unido (Man y las Islas del Canal), que institucionalmente no forman parte de este? ¿Y si decidimos que las Islas del Canal no son parte del Reino Unido, son una entidad, o dos? Dependiendo de las respuestas que vayamos dando a cada una de estas preguntas, la cifra de países irá creciendo o disminuyendo, sin que en realidad altere tu nivel de conocimiento del mundo.

Pases que he visitado

Países que he visitado.

Aun así, hay quien se dedica a «coleccionar» países. Hasta el punto de que encontrarás páginas web que te ayudan a crear un mapa con aquellos que conoces. Algunos blogs de viajes los exhiben con orgullo. Grandes áreas de color, que van cubriendo partes cada vez mayores del mundo. El mapa que hay sobre estas líneas sería el mío, según escribo esta entrada del blog. Una mancha amarillenta, que ocupa una buena sección del hemisferio septentrional. Y que es completamente falsa. ¿Puedo decir que conozco Rusia, un país con una superficie superior a los 17 millones de kilómetros cuadrados, por haber estado un día en Vladivostok y otro en el sur de Sajalín? ¿Y China, si tan solo he visitado Hong Kong?

Principales lugares en los que he estado

Principales lugares por los que he pasado.

El mapa real del mundo que conozco, en abril de 2025, sería más parecido al que puedes encontrar encima de este párrafo. Como verás, mucho menos pretencioso que el anterior. Aun así, podríamos seguir explorando la cuestión. ¿Qué es conocer un lugar? ¿Pasar una vez por allí, echar un vistazo y seguir tu camino, rumbo al siguiente destino? He estado una vez en Manila, durante una escala de crucero que duró aproximadamente diez horas. ¿Puedo decir que conozco la ciudad? Lo dudo. Como mucho, podría afirmar que he visto una parte razonable de Intramuros, el antiguo barrio colonial de la capital filipina.

Desde el mirador de Hiraiho

Desde el mirador de Hiraiho.

Ocurre algo parecido con los paisajes. Sobre todo en los lugares con estaciones bien marcadas. ¿Es igual el Japón que puedes disfrutar en cada una de las épocas del año? Tan solo he podido visitarlo en verano, pero puedo estar seguro de que la experiencia en otoño, con los bosques teñidos de ocre, en invierno, con un manto blanco cubriendo buena parte de las islas, o en primavera, con la sakura en todo su esplendor, debe ser muy diferente. Por no hablar de la temperatura o las precipitaciones.

Entonces, ¿cuándo puedes afirmar que conoces un lugar? Sinceramente, no lo sé. ¿Diría que conozco Madrid, la ciudad donde llevo medio siglo viviendo? Quizá, aunque no he visitado todos sus barrios ni entrado en todos sus museos. Pero al menos puedo decir que he experimentado las cuatro estaciones en sus calles, me oriento razonablemente bien en su trama urbana y comprendo el carácter de sus habitantes. Puede que sea suficiente. Y, en el fondo, saber que aún te quedan sitios por descubrir, incluso en la ciudad donde vives, no deja de ser interesante.

¿Y Lisboa? Una ciudad a la que he ido tantas veces, por turismo y por trabajo, que ya he perdido la cuenta. Y a la que, según escribo estas líneas, llevo casi 15 años sin regresar. Sin duda el casco histórico seguirá más o menos igual. O no. Más allá de sus hermosos monumentos, ¿permanecerán las viejas tiendas de café? ¿Aún existirá el local de Bertrand, en el Chiado? ¿O se habrá convertido en un pastiche turístico en el que, al igual que en la librería Acqua Alta de Venecia, es necesario esperar turno para entrar? Pues no lo sé. Para averiguarlo, necesitaría hacer una búsqueda en internet, intentando recabar la opinión de alguien que haya pasado por allí recientemente. Y tendría exactamente la misma información que una persona que jamás haya estado a menos de mil kilómetros de Lisboa.

Nueva York en 1990

Nueva York en 1990.

Otro buen ejemplo serían mis dos visitas a Nueva York, separadas por 27 años. En la primera, la Gran Manzana me pareció la capital del mundo. Una ciudad vibrante y llena de confianza en sí misma que, entre otras cosas, albergaba las torres más altas del planeta. En 2017 me encontré una ciudad muy distinta. Algunos lugares que visitamos en 1990, como el interior de Wall Street, ahora eran inaccesibles al público. Otros, como las Torres Gemelas, simplemente habían desaparecido. La confianza se había tornado en melancolía. Una extraña sensación de «fin de los días» flotaba en el ambiente, mientras el centro económico y político del mundo cada vez se alejaba más, rumbo a las lejanas orillas del Pacífico. Quizá me dejó mejor sabor de boca esta otra Nueva York, más serena y nostálgica. De lo que estoy absolutamente seguro es de haber visitado dos ciudades que, pese a compartir el mismo cascarón, eran radicalmente diferentes.

Llegada a Nápoles

Nápoles desde su bahía.

Pero mi interlocutora seguiría esperando una contestación. Si hacemos caso a la página web con la que hice el mapa de países, serían 46. Ya me gustaría. En realidad, creo que tan solo son cinco: España, Portugal, Italia, Islandia y Noruega. Y, aún así, sería una cuenta generosa. Aunque he visitado buena parte de la costa noruega, apenas conozco el interior del país. Aún es peor en Italia, donde, al sur de la Costa Amalfitana, tan solo he estado en Cagliari y Palermo. En España, he pasado por todas sus provincias y tan solo me faltan tres de las islas habitadas (La Gomera, El Hierro y Menorca) por visitar. Sin embargo, hay zonas de nuestra geografía por las que llevo décadas sin pasar. Lo mismo me ocurre en Portugal, donde mis recuerdos son cada vez más difusos y desactualizados. Según escribo esta entrada, quizá tan solo pueda decir que conozco Islandia. Un país que no es demasiado extenso y al que, en los últimos años, viajo con relativa frecuencia.

Aunque la respuesta correcta sería otra bien distinta: ¿qué más da? Cualquiera que viaje tan solo por el afán de añadir países, ciudades o lugares a su lista personal, se equivoca. Viajar es mucho más que pasar por un espacio determinado y poner otra marca en tu lista de «lugares que conocer antes de morir». Preparar el viaje, disfrutar tranquilamente de los destinos y volver a casa cargado de recuerdos forman una parte fundamental de la vivencia. Las experiencias que tienes, las gentes que conoces o los problemas a los que debes enfrentarte, pueden acabar siendo más interesantes que la mera visita de un espacio concreto. Sin olvidar que, en muchas ocasiones, el destino no es más que una excusa, y lo realmente interesante es el camino que deberás recorrer para alcanzarlo. Ya lo dijo, hace más de un siglo, un tal Konstantinos Kavafis.